En Paraíso –ganadora del León de Plata en el Festival de Venecia– el hermano mayor del también cineasta Nikita Mijalkov intenta darle una nueva perspectiva a un tema que ha sido abordado por el cine en muchas ocasiones, tanto en el terreno del documental como en el de la ficción, desde la seriedad reflexiva hasta el oportunismo más inconveniente, pasando por el suspenso naturalista y la experimentación poco concesiva. Hablada en varios idiomas –francés, alemán y ruso, aunque en algún que otro caso se hace muy evidente el uso del doblaje– y con una estructura que alterna escenas de ficción tradicionales con otras que enfrentan a los tres personajes centrales a una suerte de interrogatorio a cámara, el film recorre, a lo largo de poco más de dos horas, las vicisitudes de Jules, un jefe de policía parisino bajo la ocupación; Olga, una princesa rusa condenada al encierro en un campo de concentración; y Helmut, un oficial superior de las SS que también forma parte de esa aristocracia que –como afirmaban los nobles de La gran ilusión, de Jean Renoir– estaba condenada a la extinción.
“Señor, le rompí la rodilla con un martillo. No puede caminar”, se defiende un torturador ante su jefe, ansioso por obtener alguna clase de respuesta de un nuevo grupo de detenidos, sospechosos de formar parte de la Resistencia y de ocultar a un par de niños judíos. No resulta fácil la vida en la Francia ocupada y Jules lo sabe muy bien: sólo se trata de sobrevivir de la mejor manera posible. También lo sabe Olga, una de esas prisioneras, exiliada de su país luego de la revolución bolchevique y que ahora debe enfrentar el rigor de un nuevo régimen en su país adoptivo. Ese primer tramo revela, indirectamente, la burocracia de la violencia de Estado, la tortura transformada en acto repetitivo y banal, anticipo de otra estructura de mayor envergadura dedicada a la vejación y la muerte en serie: el campo de exterminio en el cual terminará hacinada Olga. Mientras tanto, en la Alemania de los últimos tiempos antes de la caída, Helmut debe vender algunas de sus pertenencias y partir hacia ese mismo Konzentrationslager, con la estricta orden del mismísimo Himmler de investigar, acusar y limpiar de toda corrupción el funcionamiento del lugar.
El director de Escape en tren, Los amantes de María y Siberiada se toma el tiempo necesario para hacer confluir esas historias paralelas –que sólo adquieren toda su complejidad narrativa hacia la mitad de la proyección– pero es en los resquicios de lo aparentemente más relevante donde pueden hallarse los momentos más potentes de Paraíso: el encuentro de Helmut con un compañero de sus años de estudio –transformado en un ente casi espectral– y la consiguiente charla sobre el destino de la ex prometida de Chejov, los detalles de la convivencia entre las detenidas en el atestado pabellón, las contradicciones de un buen hombre de familia y ejemplo acabado de colaboracionista. La pintura general es la de un mundo en avanzado estado de descomposición, donde la simple idea de supervivencia pone en jaque ideologías y humanismos.
Formalmente, Paraíso está sostenida sobre un elaborado y, por momentos, preciosista trabajo de encuadre en blanco y negro y formato tradicional 1.37, que refuerza la relación ambigua que mantiene con la narración clásica, amoldada aquí a una estructura no del todo tradicional. Los extensos tramos de “entrevistas” se presentan bajo la forma de material fílmico en bruto, en el cual se evidencian saltos de imagen y sonido, elementos que parecen más un capricho que un registro lógico o pertinente, aunque su verdadero sentido sólo se hará explícito en el último plano de la película. En el reparto se destaca, sin demasiado esfuerzo, la actriz Julia Vysotskaya: es su historia la que parece ofrecerle al espectador un punto de vista más amplio sobre los acontecimientos y, eventualmente, una mirada ética que logra navegar a los sacudones sobre las aguas de la amoralidad reinante.