Es uno de los mejores comienzos de la literatura mundial, y está ahí en el podio de la nuestra:
El coronel Baigorria, en la villa de Río Cuarto, a seis días del mes de mayo de 1868 años, no teniendo en qué distraerse se ocupa en recordar ligeramente su pasado y agitada vida.
Son dos líneas de las que tantos no se recuperaron. Félix Luna se reía contento sesenta años despuès de leerlas por primera vez y se imaginaba a Manuel Baigorria, chiquito, cetrino, malo, con la cara cruzada de un sablazo, callado y desconfiado, sorprendido de ser coronel y al mando de un fortín. Se aburría y cómo, porque la vida de cuartel implica firmar papeles, hacer política y mandar a otros más jóvenes a hacer algo que él hacía como pocos. Es que Baigorria era un idiot savant del combate, un soldado milagroso como su jefe, el manco Paz.
Baigorria nació en 1809 en San Luis de la Punta de los Venados, pago que toda la vida llamó "mi páis". Para entender su extraña vida, hay que recordar algo bastante olvidado, que esta Argentina estuvo básicamente en guerra desde 1810 hasta 1880, cuando ganaron los que ganaron y se acabó eso de alzar ejércitos o montoneras. Fueron setenta años de uniformes, cañones, fusiles, lanzas, caballadas de sable en mano y provincias armando y abandonando alianzas. Buenos Aires fue un Estado, la Confederación se enfrentó a Rosas y luego al Estado de Buenos Aires... en fin, guerras civiles, guerras con el Brasil y el Paraguay, y la eterna frontera con los indios.
Baigorria era un joven tranquilo y laburante que se había arreglado para tener a los 18 años sus quinientas vacas y una novia. Pero un día se le aparece el coronel Luis Videla, unitario él, y a partir de 1828 el pibe empieza a encargarse de algunas misiones militares. Enseguida, con veinte apenas, es un guerrero de los buenos, uno de esos militares naturales que empieza a destacar el país de la guerra constante.
El problema es que los unitarios son derrotados. Baigorria se ve por última vez con Videla y le da "un triste abrazo, el cual había sido para no verse más". El joven, ya alférez, piensa en cruzar la pampa, llegar a Buenos Aires y de ahí pasar a la Banda Oriental, donde quedaban unitarios. Pero termina tomando una decisión notable, que le da un lugar muy especial como personaje y como memorista: se pasa a los indios. La opción, le explica a su novia, es hacerse "Salteador, comiendo llerbas y vestido de pieles", frase que da una idea de la ortografía del autor. "Yo me voy con los indios, no sé cuál será mi destino".
Se pasó unos cuantos años entre ellos, porque sólo "volvió" cuando la caída de Rosas, en 1852, y sólo por pedido de Urquiza, que se lo quería soplar a Paz. Los veinte años largos en las tolderías lo transforman en un hombre de lanza: Baigorria explica sin pruritos que maloneaba como el mejor, que no era un refugiado. Calfucurá lo protege y le pone lanzas al mando, las mujeres se le arriman y Baigorria termina teniendo una vida con muchos hijos y cuatro esposas, una ranquel y tres cautivas.
De esos años, le quedan al alférez dos reglas, la de nunca traicionar y la de nunca rendirse. Lo demás, es relativismo moral. Cuando los Yanquetruz están pasando necesidad, Baigorria les da todo lo que tiene para pagar los muchos favores recibidos del cacique. Cuando sale en combate con el malón, pelea sin dobleces contra "los cristianos", como se le escapa más de una vez en su memoria. Los ranqueles lo estiman y le alimentan la manía de leer, llevándole todo libro, periódico o cuaderno que encuentren en sus ataques. Baigorria recuerda que leyó por primera vez su libro favorito, los Recuerdos de provincia de Sarmiento, en un ejemplar robado en un asalto a una diligencia de pasajeros.
Pero si de viejo el coronel se acuerda todo el tiempo del sabor de la sangre de yegua y de las palabras de la lengua adoptada, también cuenta con exactitud qué difícil era vivir entre dos culturas. Cada tanto, agarraba un caballo, se iba como de descubierta a una lomada bien en la frontera con el huinca y se quedaba mirando el poblado más cercano. No lo vigilaba, lo extrañaba como extraña un exiliado que no puede volver. "Su espíritu se abatía", se cuenta en tercera persona, "recordaba de su país, recordaba de quién había sido y quién era en la actualidad, triste".
La vida indígena era dura, llena de momentos de amistad y ternura, y de brutalidades. Un día, sin razón aparente, un "sargento cristiano" también refugiado en la frontera le manotea un hijo chiquito a una de sus mujeres, lo tira al suelo y lo pisotea con el caballo "hasta devorarlo", curiosa manera de describir el desastre. Baigorria no cuenta qué pasó después pero parece que el crimen, que hubiera demandado un duelo inmediato al norte de la frontera, se resolvió de otra manera.
Leyendo las memorias del coronel, escritas en unos cuadernos con mala letra y con un título administrativo dado por un editor posterior, uno empieza a preguntarse si no fue una de las fuentes de José Hernández. Hasta está el compañero de exilio que se pregunta melancólico si alguna vez volverán al hogar y recibe un florido comentario sobre cómo estamos en las manos del Señor, que todo lo ve. El amigo, como si fuera el de Martín Fierro, muere enfermo en tierras indias y nunca vuelve a casa.
Baigorria casi que tampoco, porque es un cabeza dura e ignora las invitaciones de diversos unitarios planeando complots e insurrecciones. Sólo le presta atención a Urquiza y sólo después de Caseros, lo que crea una aparente contradicción, la del ardiente unitario atendiendo a un líder federal. Pero el exiliado "jamás había hecho duda de que el Cielo, mirando con espanto a Rosas y á sus satélites marchar por el camino de sangre que tenían edificado sobre la República Argentina, dejase de elejir alguno de sus hijos para salvarla". Baigorria sube a Buenos Aires con cientos de indios y una docena de capitanejos, es recibido en la casa de Rosas en Palermo ahora ocupada por Urquiza y recibe el mando de la frontera... Urquiza, se ve, tenía su sentido del humor. Baigorria, ahora coronel, termina vigilando a las mismas tolderías que lo habían recibido.
Dura poco, porque Urquiza lo hace sentir maltratado y amaga con ponerlo bajo el mando de Juan Saá, al que odiaba de sus tiempos puntanos. Mitre se lo sopla y Baigorria termina luciéndose en Pavón al mando de su regimiento de frontera, al que los unitarios, astutamente, le pagan cuatro meses de sueldo atrasado justo antes de la batalla. Sarmiento lo elogia por lo corajudo, por la fuerza de su regimiento y, cosa muy sarmientina, porque tenía una "grandiosa banda de clarines". Estanislao Zeballos, tan racista como siempre, observa que su tropa es "una especie de escuadrón salvaje disciplinado y con buenos oficiales".
El mitrismo le confirma el grado de coronel que le diera Urquiza, lo manda a perseguir montoneras y después a la frontera, como si no supiera qué hacer con él. Baigorria se encuentra de vuelta en la pampa bonaerense, que conoce bien de un lado y del otro, rodeado de oficiales de quepí, politiqueros y afrancesados, que lo miran con respeto y algo de sorna. El usa un uniforme negro y se lleva mejor con los soldados, la paisanada que conoce y que lo conoce. Allá lejos truena la guerra del Paraguay y después alguna que otra refriega interna. En algún papel perdido se habla de su encuentro con un joven Julio Argentino Roca, con el que hablan de indios, fronteras y tierras. Se saca una foto y sólo una, donde se lo ve rígido, incómodo y retocado: parece un blanco que nunca vio el sol y no hay ni señales del sablazo.
En 1875 se muere y manos amigas lo llevan a San Luis para enterrarlo. Sus cuadernos quedan incompletos, truncos. Al final, sin calentarse por la continuidad, el coronel se pone a escribir extraordinarias historias de sus veinte años entre caciques y bravos. Hay parlamentos, negociaciones, casamientos, vendettas evitadas, silencios profundos antes de conversaciones interminables y vuelteras. El coronel recuerda cuántos duelos evitó verseando y halagando a loncos poderosos, como si fuera una Sherezade pampa.
En fin, un retrato de la vida de la provincia chica en la Patria vieja.