En Tierra del Fuego existen rincones remotos, explorables y casi secretos. No están en Ushuaia, sino tierra adentro o bajo el agua. Pero son alcanzables. A continuación, tres vivencias fueguinas muy fuera de lo común: curiosear en los restos de un naufragio, bucear un bosque de macroalgas y salir a correr por la montaña con una jauría de perros siberianos.
El bosque de macroalgas
Gonzalo Sabatini --buzo profesional-- llegó a Ushuaia desde Córdoba a experimentar el buceo en aguas frías con traje seco de neopreno, bien calentito. Buceadores estrella llegan aquí con esa intriga y lo buscan a él para que los guíe. Fue el caso de Rafael Fernández Caballero, Campeón Mundial de fotografía subacuática y explorador de National Geographic, quien hizo un trabajo entre los densos bosques de cachiyuyos o kelp, unas macroalgas que brotan del lecho marino, rectas como columnas hasta la superficie.
A lo largo de su finísimo tallo como una planta que parece llegar al cielo --ese cielo debajo del cielo visto desde bajo el agua--, al cachiyuyo le brotan hojas puntiagudas de metro y medio, brazos flácidos ondeando en un paisaje minimalista, en sintonía con la aridez de las islas Bridges de alrededor. El bucólico fondo de estas aguas es acorde a la idea del finis terrae popularizada por Julio Verne, esa australidad donde todo se va terminando y los Andes se achican hundiéndose al mar.
Crédito: Felix Zampelunghe
En el club Afasyn de la Bahía de Ushuaia está el container-oficina de Beagle Buceo donde Augusto y Gonzalo de Camillis reciben a quien busque escudriñar esos fondos marinos con la modalidad de buceo de bautismo para novatos, o también para expertos. El traje seco es bien ajustado y a veces cuesta un poco acostumbrarse. Luego de una clase bajo techo, se parte en lancha 20 minutos a una isla. Al desembarcar, el grupo va a un refugio cerrado en la playa a prender un fueguito y comienzan las inmersiones, de a uno, entrando desde la costa con prácticas sencillas, hasta que el guía dice “estás listo”. Y se van sumergiendo hasta 6 metros en las aguas calmas del canal Beagle por una dimensión surrealista que no se repite en otro lugar de la tierra.
Al principio, este buceo implica movimientos algo torpes: el traje seco flota mucho y el cinturón de lastre debe ser pesado. El desplazamiento horizontal en cámara lenta parece el de un Superman avejentado. La respiración es más pausada y profunda que en el mundo terrenal: al retenerla un instante, el silencio es absoluto. Y al expirar, un "glu-glu-glu" huidizo sube en una columna de burbujas. En este remoto rincón de los mares australes, la vida es pequeña. Y poca. Pero también es única, endémica.
Primero aparecen estrellas de mar en el lecho arenoso: violetas, verdes, rosadas, grises y blancas. Miden hasta 20 cm y en un buen día, se ve una veintena. Si está encerrada en sus tentáculos, está comiendo. Más atrás, un enorme cangrejo-araña saborea una pata de centolla. No hay grandes bancos de peces, pero sí individuos como la papa de mar –parece un tubérculo de hielo semitransparente con aletas-- y el fugaz torito de los canales.
La sensación --sobre y bajo estas aguas-- es que esa bola de magma que fue la tierra, se apagó aquí antes de tiempo, dejando el trabajo a medio hacer. Esta sobria poética permite entrever por las antiparras a endriagos monstruosos y bellos como la centolla, esos rojos cangrejones de 50 cm. de radio caminando por el fondo de arena como una división de cinco acorazados.
Un buceo no puede garantizar el espectáculo editado de un documental. Un día de suerte, aparecerá una docena de bogavantes --pequeña langosta oscura con algo de grueso escorpión– semienterrados en la arena. Si el buceador se acerca, salen disparados todos a la vez. Y hay que estar atento para descubrir un nudibranquio --“branquias al desnudo”--, un pequeño molusco sin concha con algo de babosa carmesí. Otra de sus variantes es el Dalmata blanco con puntitos negros y antenas con ojos como cuernitos. Y hay apariciones chaplinescas como un extraño caracol con pinzas y patas: es el cangrejo ermitaño, ese “ocupa” de la estructura abandonada de otra especie. Y muchos cangrejitos.
El avisaje más deseado llega desde la cercana Isla de los Lobos: un lobito marino cachorro que llega a curiosear, a veces colocando su hocico contra el vidrio de la antiparra. Juguetean como perritos de agua y a Gonzalo, a veces le hacen burla: “en general mantienen la respiración en los pulmones y la sueltan llegando a la superficie; pero frente a mí, veo que largan las burbujas justo después que yo, haciéndome burla”. A veces, al mirar hacia arriba, se ve un pingüino como un torpedo loco saltar en el agua para respirar dibujando una frecuencia de onda. Luego de 25 minutos –el umbral para aguas frías- el encuentro con las extrañas criaturas del fin del mundo es tan impredecible como un juego de azar.
Un barco muerto de pie
En el kilómetro 0 de la RN 3 en Ushuaia, comienza un viaje de 140 km con rumbo norte para conocer la historia de un naufragio, el buque Desdémona fabricado en Hamburgo en 1952. El asfalto se vuelve ripio al atravesar viejas estancias fueguinas entre bosques de lenga achaparrada, en un ambiente estepario. A la izquierda aparece el mar grisáceo, hasta que en la lejanía se erige un faro con un "árbol bandera" a sus pies, cuya enramada creció en lateral por el viento constante desde el Atlántico. Una caminata sube el cerrito del faro y en la lejanía se ve el fantasmal barco varado en la media luna costera de la caleta San Pablo, semicubierto por aguas. Habrá que esperar la bajamar para curiosear sus entrañas oxidadas.
Un almuerzo en casa de pescadores con el fruto de su navegación matutina, matiza la espera. Luego, una breve caminata y aparece la mole de acero, alta como un edificio de 3 pisos, clavada en la arena húmeda. A sus pies, un pingüino rey, solito e inmóvil en la inmensidad, parece también varado, tan fuera de lugar como el barco: su hábitat usual es Antártida.
Al rodear el casco fracturado, pasando la hélice, hay una gran plancha de acero caída en la arena: por esa abertura se entra como al costillar de una ballena llena de algas. Tiene dos mástiles en cruz aun sostenidos por cables de acero, y el ancla yace en la arena a 300 metros, aun sujeta al casco con su cadena como un cordón umbilical. En el interior del casco aun está la carga: parte de las 20.000 bolsas de arpillera con cemento, petrificadas por el agua. Y hay un tercer mástil, caído entre fierros retorcidos. En la cubierta ha crecido pasto.
En su libro Naufragios, Carlos Vairo cita al capitán Prillwitz contando la historia del Desdémona. En 1985 zarparon veinte tripulantes desde Comodoro Rivadavia y se fracturó el pistón; según el capitán, por un sabotaje. Al llegar a Ushuaia lo quiso reparar, pero la empresa naviera le ordenó seguir a Río Grande. Lo hizo en cinco días, a baja velocidad, por el estrecho Le Maire, cerca de la costa.
Al llegar a Río Grande, un viento noroeste no permitió atracar y siguieron rumbo sur en busca de un lugar protegido. En el remoto Cabo San Pablo los alcanzó otro temporal y el 9 de septiembre de 1985 -1 a.m.- la popa rozó piedras ignotas generando un agujero de 3 pulgadas: se inundaron el túnel y la bodega y comenzaron a hundirse de popa.
El capitán aceleró a toda máquina hacia la costa para encallar: todos pudieron bajar. Por radio, los dueños del barco le decían que fondeara y lo abandonaran en botes. Pero el capitán adujo que así, el hundimiento sería total, algo que la empresa buscaba para cobrar el seguro. El conflicto terminó en la justicia sin veredicto. El capitán declaró que personal de la sala de máquinas complotó con la empresa para hundir el barco.
En este rincón inhóspito de Tierra del Fuego, frente a la mole de herrumbre, se roza el epítome de la desolación, esa categoría kantiana de “lo sublime” como un sentimiento desgarrante, glorificado por el Romanticismo del siglo XIX que ya no veía al paisaje como una fuente de datos científicos donde leer “el libro del mundo” --la anterior perspectiva de la Ilustración--, sino como ámbito inconquistable más allá de la razón, que nos conduce al éxtasis. La conquista de Antártida desde esta isla fue la cumbre del viaje romántico. Y el naufragio es el ícono de la impotencia de la Razón contra la naturaleza -como el cuadro trágico “La balsa de la medusa” del pintor romántico Gericault- generando ese sentimiento oceánico en el que la subjetividad es invadida por un paisaje que la excede. Aquí, frente al cascarón del Desdémona –con la grandilocuencia de su derrota, muerta de pie y a traición como la princesa de Otelo del mismo nombre-, se podría pintar a destiempo el gran cuadro del Romanticismo patagónico.
Una tarde con perros
Hugo Flores es un musher sanjuanino. Lleva 30 años viviendo en Tierra del Fuego con perros, criándolos, saliendo al bosque con ellos: en trineos en invierno –llevando turistas-- y al trote en verano. Parece un personaje de Jack London, barbado e hiperactivo, pendiente de sus 132 perros siberianos y alaskan huskies. Está sobre la RN 3 en el centro invernal Las Cotorras, donde hombre y perro viven uno para el otro en relación simbiótica. Para él, “los criadores que abrazamos esta profesión somos un eslabón de aquellos hombres que convivían con los perros primitivos en un pasado milenario”. Flores se siente ligado a una cultura del norte siberiano, los chukchies, que migraban acarreando la caza en trineos: su vida dependía del nexo con el perro. “Hoy dependemos de ellos de manera deportiva y son nuestro sustento”, dice Hugo poniéndose serio.
La actividad que hace en verano surgió en pandemia: todos los días de su vida sale varias horas a corretear por el bosque con jaurías de 35 perros: “ellos necesitan correr 5 km por día y no los puedo dejar solos, se irían lejos”. Mucha gente sigue a Flores por Instagram y cuando se abrió la cuarentena, comenzaron a rogarle que los dejara ir a correr con los perros, como en los videos posteados. Su situación económica sin turistas era complicada –gasta un millón de pesos al mes en alimentarlos- y así nació una actividad rentada que ahora extendió a todo el que quiera venir jugar y abrazar perros de ojos azules, pomposos como peluches.
Al llegar a Las Cotorras aparece el canil con 132 casetas. Los perros están tranquilos y se paran en dos patas si alguien se acerca. “Buscan todo el tiempo que les dé un abrazo”, cuenta Flores y lo muestra. Los visitantes lo imitan. Pero cuando los atan al tiro del trineo en días de nieve, se vuelven salvajes: les brota ese instinto de sus antepasados los lobos. En verano corren sin el trineo y si aparece Flores, ladran, aúllan, tironean de la soga que los sujeta a su cucha. Todo comenzó en 1998 Hugo cuando rescataba perros siberianos de la calle con sus hijos y los criaba por placer. Hasta que lo invitaron a la primera carrera local de trineos y terminó girando por el hemisferio norte en competencias.
La actividad veraniega es un trekking. En la charla, Flores explica que estas cruzas de perros originarios del polo norte están aquí en su ambiente natural: recomienda no tenerlos en la ciudad ni fuera de los polos. Por las temperaturas y porque necesitan mucho ejercicio: “para crialos tenés que ser un atleta que corra con ellos o contratar a alguien que los saque”.
El grupo de visitantes sale a caminar la planicie verde que en invierno recorren los trineos. Hugo suelta al grupo de perros y salen corriendo, no hacia cualquier lado. Cada trineo tiene un líder y hoy -sin el carro- también hay uno: es Emilia, a quien Flores lleva con una soga larga porque es muy intensa, peleadora para imponer autoridad. Su sola presencia de la mano de Hugo hace que los demás no se vayan lejos: saben que deben seguirla. Si ella escapara al bosque, se irían todos y sería difícil reunirlos. El paseo es algo caótico: por momentos corren todos al arroyo y lo cruzan de un lado al otro en éxtasis, mojándose (Hugo incluido, quien los sigue). Se corretean, tarasconean y aúllan. Las personas caminan detrás e interactúan: acarician y corren si quieren, incluso se descalzan y entran al agua.
La tarde con perros es una fiesta canina, un descontrol ordenado por Flores y la perra Alfa. Él explica que aquí prima el mestizaje de razas nórdicas. Ninguno tiene pedigrí: “la excepción es un labrador que vivía a 8 km y vino cinco veces acá a divertirse, hasta que eligió quedarse y hoy impulsa trineos; yo creo que es un labrador que se percibe siberiano”.