Invierno. Debo tener no más de diez años y recién entré a curiosear en la pieza de mis tíos en la casa de Mataderos. Tiene piso de tierra. Dos camas de colchón hundido. El cotín exuda un olor denso que invade el cuarto entero. Huele a sudor y a ropa sucia, a tabaco rubio y un perfume barato. Hay dos camas. Las dos sin hacer. Sobre la mesa de luz entre ambas hay dos libros y encima un cenicero repleto. “El hombre mediocre” de José Ingenieros y “El capital” en la versión de Juan B. Justo. Los ejemplares dan cuenta de haber sido leídos: hay subrayados, llaves, corchetes, intervenciones de lectura en una caligrafía tosca. Tiro del cajón. Hay una pistola automática Ballester Molina y forros. Abro la puertita debajo del cajón, un par de zapatos, una tricota de lana, y unas revistas picarescas, como se llama a las revistas porno. “Dinamita” y “Cabeza Fresca” traen chistes, cuentos y mujeres desnudas. También encuentro novelitas ilustradas con fotos de cojer. Hombres y mujeres combinando variaciones. Me guardo una debajo de la camiseta de frisa, la camisa, el pulóver y la campera. Los hermanos menores de mi padre trabajan en el matadero. Se jactan de haberle puesto el pecho a los tanques durante la toma del Lisandro de la Torre. Me parece que alguien viene. Temo que me sorprendan. También hay historietas: en el Tony leo las aventuras de “El León de Francia”. Aunque en mi casa empecé a armar mi biblioteca con los volúmenes de la colección Robin Hood que me regala mi padre alentándome a formar una biblioteca personal, acá, en la casa de sus hermanos, la literatura que encuentro es otra. Esta es una casa de hombres sin mujeres. Sus lecturas condicen con una lógica de la virilidad: el coraje y el sexo, una ecuación a considerar. En la radio Edmundo Rivero canta “Tu perrito pekinés”. La emoción rara que me causa agarrar la pistola, el calor que me invade al ver esas fotos. Acá la literatura es otra. Y también yo. En cada excursión a esta casa cruzo el arroyo Cildañez, sus aguas ensangrentadas donde flotan en su corriente los deshechos del matadero. Creo haber escrito sobre esta parte de mi vida. Pero la repetición temática no implica que su escritura sea la misma. Intento preguntarme qué leía en lo que leía. Puedo explicarme los porqués de la emoción remota, pero no sentirla. Fuego que ya no me quema, aire que no respiro, tierra que ya no piso, agua de la memoria, agua sanguinolenta como la del Cildañez, en la que braceo en sueños para alcanzar la orilla del pasado que forma al pibe que ya no soy. Sin embargo, esas lecturas siguen leyendo al que soy, lo traman. Sólo espero encerrarme en el baño y abrir la novela robada.
A menudo menciono la influencia de la biblioteca paterna en el galpón del fondo, una biblioteca vasta en títulos y autores en la que predominaba una tendencia evolucionista, ensayos de Kropotkine y Bakunin y clásicos, clásicos y más clásicos, autores realistas del XIX, todo Zola. Pero también estaban en la casa del militante socialista los libros de mi madre. Digo “sus” libros, no su biblioteca. Es que ella no disponía siquiera de un estante. Cada tanto aparecían en la cocina Alphonse Daudet y Paul Geraldy en francés, el ensayo de Lin Yutang “La importancia de vivir” y su novela “Una familia en el Barrio Chino”. También, novelas de Richard Llewellyn, Dahpne du Maurier, Pearl S. Buck y Archibald J. Cronin. Si uno puede considerarse la suma de sus citas, también debe reconocerse en la influencia de una biblioteca original que, en mi caso, viene a ser doble. Sus lecturas hablan de una cierta espiritualidad y un romanticismo escondido. Sus libros, lo recuerdo, no tenían un lugar fijo. Pero recordarlos tanto aquí como allá, las más de las veces en el aparador, sugieren que los seguía leyendo. Lo que creo buscaba en esos libros habla de un modo de comprender la vida, de tener pensamientos elevados, como decía mi padre socialista. Me pregunto cómo incidían en ella, estudiante de la Alianza Francesa, admiradora de Evita, esas lecturas. Y también, en este delta de la memoria, cuál fue su influencia en mí, cómo tramaron el oficio que elegí.
Qué señala un señalador. No es la misma clase de lector el que usa un papel cualquiera, un boleto, un ticket de supermercado o un señalador de tal o cual librería, tal o cual editorial, que el lector que, con apuro o desidia, dobla el vértice superior de la página. Creo que puede compararse a los lectores que eligen los señaladores con aquellos otros lectores que, al encontrar un libro viejo lo huelen, aspiran su perfume como absorbiendo su atmósfera y, reteniendo el aire, una vez aspirado, suspiran. Tal vez unos y otros pertenecen a la misma clase de lectores. Aunque parezca una exageración conozco no pocos oledores de libros. Y si no conocen ninguno pueden entrar en una librería de usados y espiar el comportamiento de los clientes. Seguro, tarde o temprano darán con alguien que huele un ejemplar, que pertenece a la clase de lectores cuidadosos, veneradores del hallazgo, y por tanto, respetuosos del uso de señaladores. Ahora que lo pienso, los señaladores de mi madre eran figuritas abrillantadas de su infancia, cuyas ilustraciones reproducían imágenes de chicas hermosas y dulces, una expresión ingenua como de pastoras. Por lo general chicas delicadas en ambientes edulcorados, en paisajes floridos. Figuritas antiguas que parecían pertenecer más a un imaginario del siglo XIX, anteriores pero recientes de sus primeros de años de infancia en que mi madre las había coleccionado. Me cautivaba la calidad de la impresión, el brillo que resistía el paso del tiempo. Después leía las dos páginas entre las que se encontraba una figurita queriendo revelar un secreto. El tiempo pasaba y tal vez carecía de importancia el hallazgo. En el 75 mi hermana la llevó a ver “Barry Lyndon”. Volvió fascinada. Busqué en las librerías de Corrientes la novela de Henry Fielding. Se la llevé un domingo al mediodía. El domingo siguiente, cuando volví a visitarla, busqué el libro, lo espié buscando un señalador. No lo había. La verdad, me dijo apenada, me aburrí. Y después, como disculpándose: Es que las cataratas no me dejan. Pero la música de la película me encantó. Esa misma semana le conseguí la banda de sonido. La escuchaba todo el tiempo. Cerraba los ojos y la escuchaba: Me parece estar ahí, decía. En sus últimos años, al revisarle uno de sus libros, al encontrar una de sus figuritas, al mostrársela, mi madre me dijo: Mirá, ni me acordaba que estaba aquí. Debe ser tan vieja como yo o más. Y después, reprochándome: Vos siempre venís a revolver. Qué andás buscando. Un señalador, me digo, es un recordatorio de la parte en que uno se encontraba en una trama literaria. A mi madre la fascinaba esa música, el andante con moto del trío opus 100 para violín, cello y piano de Schubert. Lo escuchaba todo el tiempo como yo ahora mientras escribo este apunte. Porque en la vida los señaladores son otros. Señalamientos, más bien. Y una partitura puede ser también uno.