Son las seis de la mañana, Joaquín tiene diecisiete años y no suele despertarse tan temprano pero hoy una discusión entre sus padres ha interrumpido su sueño. Ella trata de convencerlo, él se niega. De ninguna manera, dice, ya se me va a pasar, no es nada. No, tenés que ver al médico, insiste ella, eso no es normal. No, no es nada, debe ser la encía, me debo haber lastimado, a veces me pasa. Le voy a contar al Lito cuando venga, dice la madre, no, vos no vas a decir nada ¿entendés? ya se me va a pasar, te digo, dejate de joder, grita, basta. Lito es el hermano de Joaquín, tiene ocho años más que él y está de viaje por trabajo, lo esperan para dentro de uno o dos días. Joaquín no consigue volver a dormir. Da vueltas en la cama, escucha a su padre abrir la puerta del baño, entra, un momento después sale, cierra la puerta, es raro, no ha escuchado la descarga del inodoro y eso que el baño está pared de por medio con el dormitorio que Joaquín comparte con su hermano.
Ahora el padre ya está en la cocina otra vez. Me voy, dice, Joaquín imagina que la madre sale al patio con el termo bajo el brazo y el mate en la mano y que él va detrás. Ahora estará sacando la bicicleta del galponcito mientras ella le ofrece el último mate, piensa, el del estribo, le gusta decir a él, como siempre chupará con fuerza la bombilla y producirá un ruido parecido al de los grillos que Joaquín de chico encerraba en una caja de zapatos, ese parecido le hacía reír, él, entonces, repetía la chupada sólo para verlo reír otra vez. Gracias, ahora adivina, Joaquín, que dice el padre, nunca olvida decir gracias cuando decide que ése ha sido su último mate. Y ahora debe estar atravesando el patio, piensa, escucha el rodar de la bicicleta, el portoncito que da a la calle se abre y se cierra, él conoce ese ruido. Listo, ya se fue a trabajar. Se levanta, va al baño y lo ve. En medio del inodoro, flotando, está la escupida de su padre, traslúcida, espumosa, sin catarro, hace años que dejó de fumar, parece normal salvo por un hilo de sangre que lo cruza, más ancho en los extremos se adelgaza en el medio como si fuera a romperse, pero no se rompe, permanece ahí, él lo mira. Aprieta el botón del depósito y un brusco remolino se lo lleva.
Ese día al volver de la escuela encuentra al Lito en el comedor, está tocando la guitarra, el Lito es un buen guitarrista, su otro hermano, Omar, el mayor de los tres, prefiere la armónica, es livianita, más cómoda, la metés en un bolsillo y la llevás a cualquier lado, dice, no como la guitarra que nunca sabés dónde dejarla, y se ríe, a él, el chiste, ya de tan repetido no le causa gracia. Cuando Omar vivía con ellos a veces tocaban a dúo, ahora ya no, se casó, tuvo hijos y vive como a setecientos quilómetros de distancia. Joaquín los envidia un poco, para la música no tiene oído, le gusta más el fútbol, no es del todo malo, cree él, y no pierde la esperanza de llegar a la primera del Atlético. Pero el Lito toca bien, él es bueno de verdad, ahora está estudiando una canción nueva. Joaquín ve sus dedos corriendo sobre el diapasón, muy ágiles, muchas notas, su mano izquierda parece una araña apurando el paso sobre la tela para atrapar una mosca, Joaquín está sentado frente a él, sigue observándolo en silencio, Lito lo mira, pifia, apretada contra el traste suena la bordona con un chasquido metálico, hace un gesto de disgusto, golpea con los nudillos la caja del instrumento. Me desconcentraste, dice. Qué querés. Linda musiquita, qué es, pregunta. Joaquín. Bach, alza la partitura que tiene sobre la mesa y se la muestra, la agita frente a los ojos, de Joaquín que pestañea sorprendido, Juan Sebastián Bach, dice, qué querés, estoy estudiando ¿no ves? es difícil, no molestes, vuelve a mirarlo, ahora fijamente, ¿te pasa algo a vos? No, nada, dice, Joaquín. Te veo preocupado, sonríe, no te dio bola la Betty ¿eh? No, no es eso, es el viejo. Qué pasa con él. Encontré algo en el inodoro, él no quiere que se sepa, balbucea un poco, la vieja dijo que te lo iba a decir a vos y se puso como loco. Contame, dice el Lito.
Oscurece temprano en esta época del año, las siete de la tarde y ya es de noche, hace como una hora que están encerrados en el dormitorio discutiendo. El Lito, apenas llegó el viejo de la fábrica se le metió de prepo en la pieza. Rajá de acá, mocoso ¿qué querés? No ves que me estoy desvistiendo, dejame tranquilo que me quiero bañar. Antes tenemos que hablar, dice el Lito. Joaquín escucha los gritos. Nada de consultar con ningún médico. El Lito insiste. Joaquín tiene miedo, piensa que se van a agarrar a piñas. La madre entra a la habitación, Joaquín se va al patio. Está acariciando al Betún cuando sale el Lito y se sienta frente a él, el Betún le mueve la cola, Lito le palmea la cabeza y dice mirándolo serio: Ya está, mañana pedimos el turno al hospital, hiciste bien en avisarme. Es grave, pregunta, Joaquín. No sé, veremos.
Parece que es tuberculosis, dijo el Lito, bueno, no es seguro, ojalá sea así porque la tuberculosis hoy en día es curable, se puede tratar con antibióticos, intervino Omar, que en esos días había venido para acompañar en el trance de encarar las consultas y los estudios médicos que se venían. No, es casi seguro, me dijo el doctor Doroni, dejame que le voy a decir así se tranquiliza un poco. El padre ya estaba en la cama, ese día tenía fiebre y estaba muy débil y dolorido. No, esperá, dijo Omar, no te apurés, no sabemos cómo lo va a tomar, pero Lito ya estaba caminando por el pasillo que lleva al dormitorio, atrás iba la madre. Omar, sacudió la cabeza de un lado a otro y fue detrás de ellos. Joaquín se quedó sentado en la cocina. Después escuchó un lamento, siguió un llanto ¿Es él? ¿Está llorando? Se levanta, va por el pasillo hasta la puerta, pero no entra, afina el oído, escucha un poco, sí, es él el que llora, se lamenta, suena rara esa voz en falsete, retrocede, se va. Se sienta otra vez en la cocina, se pone a mirar una historieta de Batman que hace años abandonó en el revistero de la mesita del televisor, quiere pensar en otra cosa, leer, distraerse, pero no lo consigue.
El Lito entra primero, atrás viene el Omar, la madre se quedó en el dormitorio. Qué pasó, pregunta, Joaquín, escuché llorar ¿era él? Sí, se acordó de un amigo de cuando era joven que murió de tisis, tiene mucho miedo. Qué viejo cagón, dice, Joaquín. Qué decís pendejo, callatate la boca, querés, dice el Lito y levanta la mano como para abofetearlo, el Omar lo agarra del brazo. Dejalo, Lito, es un pibe, no entiende nada.
No era Tisis, era cáncer. Y vino el vértigo y junto con él la esperanza de la cirugía y el viaje a Rosario para acompañar en ese trance porque tenés que estar, es tu padre, y tratar de pensar en otra cosa durante la hora y media de colectivo pero no conseguirlo y la decepción del “lo abrieron y lo cerraron, estaba todo tomado” no hay esperanzas, sólo, tal vez, si Dios quiere, se puede retrasar la enfermedad y aliviar el dolor, y entonces la bomba de cobalto, y la morfina y el deterioro visible y la barba crecida y desprolija y la ropa que le queda grande y el cuerpo que se achica, que se va, que se está yendo. Y están las lágrimas de la madre, está su esfuerzo por hacer las cosas de todos los días, ahí están sus manos yendo de un objeto a otro, limpiando, acomodando, de la silla a los vidrios de la ventana, de los pisos a la mesada de la cocina, de la mesada a los platos, de los platos a los dormitorios. Sí, ahí van sus pies errando por la casa, ahí van del patio a las calles del pueblo, ahí van en busca de más trabajo, más casas para limpiar, más ropas ajenas para lavar, más medicamentos, menos plata ¿LALCEC ayudará? ¿Y la vergüenza de enfermar de cáncer? Y el consejo del Lito, no digás nada por ahí, no digás nada todavía, y Joaquín que no entiende el porqué de ese recomendación, por qué no se puede decir, se lo quería decir a su mejor amigo pero no lo dice, se lo guarda, hace como si nada, así que ninguno lo sabe, pero quizás lo notan, está triste, está enojado.
El día que murió el padre estaban el Lito y Joaquín sentados cada uno a un costado de la cama, el Omar estaba viniendo, llegaría en las próximas horas, setecientos kilómetros son muchos. Joaquín le toca el brazo pero él se queja, le duele, Joaquín retira la mano, lo mira. Dejá de fumar, no fumés más, le dice con voz ronca, casi no se lo oye, mirá lo que me pasa a mí, Joaquín no sabe qué decir, piensa en que hace veinte años que el padre no fuma, piensa en que los médicos dicen que sí, que igual la culpa es del cigarrillo, a Joaquín le gustaría prometerle que va a seguir su consejo, que va a dejar de fumar, pero no le sale, de pronto deja de respirar, los párpados se han quedado quietos, los ojos abiertos, Joaquín mira hacia un costado, ve la escena en el espejo del ropero, el Lito se tira sobre el pecho del padre, papá, papá, dice, Joaquín quiere hacer algo parecido, llorar, llamarlo, mostrar desesperación, pero no le sale, está seco, rígido ¿acaso no lo quería? hasta ayer, cuando aún estaba en la infancia, lo llevaba a pasear sentado en el caño de la bicicleta por los barrios alejados para ver las casas nuevas, ves, le decía, ese chalecito de ahí lo hicieron con el mismo crédito que Perón nos dio a nosotros, gracias a eso tenemos muestra casa ¿te acordás de cómo me ayudabas a hacer la mezcla?, hablan mal de ese hombre pero siempre ayudó a los pobres, y eso, piensa ahora, Joaquín, que al padre nunca le gustó la política que no quiso afiliarse al sindicato porque una vez vio al delegado estrenando una Gilera ¿Y ése de dónde sacó la plata? Si gana lo mismo que yo, le hacía juguetes de chapa en el taller, cucharitas de albañil, palitas para puntear la quinta, sí, claro que lo quería, le parece verlo, al volver de la fábrica, tomando su Amargo Obrero sentado a la mesa del patio acariciando al Betún. Piensa que ha sido un buen hombre, un buen padre. Y ya no lo tendrá.
La madre no abandonó su lugar junto al cajón ni el pañuelo apretado en el puño izquierdo con el que de tanto en tanto secaba sus lágrimas. Los amigos vinieron a ver a Joaquín, estaban sorprendidos, claro, nadie sabía nada, él no lo había comentado por aquello de la vergüenza, como si tener cáncer fuera una tara social o diera cuenta de alguna inferioridad de quien lo padece, los recibió en la cocina, le dieron la mano en silencio, luego hablaron de los exámenes que se venían, las chicas del Normal, las olimpíadas intercolegiales y cosas así.
Omar llegó muy tarde, la noche previa al entierro.