El sábado por la noche el músico puertorriqueño Ricky Martin le puso fin a una larguísima pausa de siete años desde su anterior concierto en Rosario y, ante unas diez mil personas, en el Autódromo municipal, mostró un repertorio plagado de clásicos que dividido en dos bloques -intimista y bailable- permitió pasar revista sobre una variopinta gama de colores: desde su costado más pop, a las baladas románticas, y la música latina.

La previa estuvo a cargo de la cantautora Mercedes Borrel acompañada por Leandro Bonfiglio y Julián Ribero, una acertada idea de la producción que fue bien recibida y, de paso, sirve para sumar nuevos públicos a la artista rosarina. Con su habitual voz delicada, jugando con una sonoridad orgánica que se mueve entre estilos y rítmicas, hizo un repaso por las canciones de su primer disco y otras actuales compartiendo sonidos de la tierra y el mundo que la rodea, tomando aspectos de la Trova y otros, pero con otras pieles, para fortalecer las raíces de una identidad que sigue su camino mirando con sus propios ojos y hablando desde su propia generación.
 

Punto para resaltar: la puntualidad del público que respondió a la pauta, llegó con tiempo y se lograron respetar los horarios previstos: las puertas se abrieron a las 19 hs, Borrel comenzó a las 20 hs con mucho público ya ubicado, y para las 21.30 hs, con todos adentro, comenzó el recital. Una larga instrumentación creó el clima propicio para arrancar bailando al ritmo de “Pégate” al que, seguido, llegaron “Volverás” y “Gracias por pensar en mí”.

“Estoy encantado de estar aquí una vez más”, improvisó Martin dando la bienvenida para luego recordar que cada vez que viene a la ciudad se lleva “una sonrisa y recuerdos”, desde el principio de su carrera. Esta vez su visita fue fugaz, no pernoctó, y llegó directamente en avión apenas unas horas antes del show. Al subir anticipó que la noche traería recuerdos, emociones, alegrías, tristezas: “traigo mi corazón latiendo. Quiero dejar mi alma en este escenario y quiero que ustedes jueguen conmigo, bailen, canten, vuelvan al comienzo y vean el futuro”. Antes de dedicarle unas palabras a los miembros de la orquesta dirigida por Ezequiel Silbertein a los que considero “músicos maravillosos” y resaltó su origen: “Son talentos argentinos”.

Escoltado por su banda de siempre y los sinfónicos que dan sustento a este flamante encuentro entre ambos mundos, continuó su repertorio con el clásico “La Bomba” para luego iniciar un bloque extenso de baladas que se extendió por lapso de cincuenta minutos con puntos fuertes en “Fuego de noche”, “Disparo al corazón”, “Vuelve” y un mix entre “Vuelo”, “El amor de mi vida” y “Te extraño” de gran ovación, canciones que en su mayoría, marcaron una época entre mediados de los 90 y los 2000.

Párrafo aparte para el virtuosismo de Andrés Vicencio en saxo y David Cabrera en guitarra, músicos de la formación estable del cantante que se lucieron en un solo de “Fuego de Noche” donde, agregando otros colores más cercanos al rock, mostraron pasajes de gran factura instrumental que se llevó todos los aplausos.

Salvo por lo sinfónico, como detalle estético, el concierto del último sábado no distó demasiado de sus años anteriores, donde el boricua desplegó su sensualidad causando el suspiro generalizado con danzas y movimientos tribales. La particularidad tiene que ver con su impronta la cual parece ser más una excusa para seguir de gira, cantando las canciones que su público más reconoce y siempre espera volver a oír. Es que, indudablemente, este tipo de cruces y apuestas orquestales sui generis llevadas a espacios al aire libre, no suelen surtir el efecto deseado, musicalmente hablando. Y esta no fue la excepción.

No obstante, desde la puesta en escena, esta característica fue central para realzar la majestuosidad de un show que nació con ese vuelo poético cuando dio la prueba de fuego en el afamado Hollywood Bowl junto a la Filarmónica de Los Ángeles y al reconocido director Gustavo Dudamel.

A lo largo de los noventa minutos que duró el recital -bises incluído- y a pesar del gran sonido del escenario, la sofisticación de un ensamble heterogéneo de cuerdas, vientos, metales y percusión sonando en simultáneo a la banda estable del cantante, sólo se percibió en contadas oportunidades como en las cuerdas de “Asignatura pendiente”, canción que el músico presentó como “muy personal” por que, contó, “en ella les presento un poquito de mi camino, mis altas, mis bajas, mis alegrías, inseguridades y miedos”.

Cuarto cambio de vestuario mediante, profundizando en la música latina y en una mixtura de pop y bailable, al promediar la primera hora de concierto, los colores del ritmo anunciaron la llegada de “Lola” en una intro solista de la orquesta que puso a los instrumentista a bailar desde sus butacas, se extendió con “Livin’ la vida loca”, “Vente pa’ca” y “La Copa de la vida”, ésta última que incluyó un abanico de imágenes emotivas de los festejos argentinos por el campeonato obtenido en la Copa del mundo, todo proyectado en pantallas gigantes.

Con un “Gracias por todo, los quiero, hasta la próxima”, el artista se despidió del escenario para, un minuto más tarde, regresar e interpretar dos canciones a modo de bises: “Tal vez” y “Tú recuerdo” para, ahora sí, cerrar con una máxima: “Argentina y Puerto Rico unidos por la música”.

 

“Ricky Martin Sinfónico” saldó una cuenta pendiente con su público local que lo esperaba hace tiempo. Y lo hizo con una propuesta innovadora que, sin demasiadas sorpresas ni estridencias, deja luces y sombras pero, no obstante, sigue apostando por una renovación siempre saludable en el género. Es que el puertorriqueño hoy, a los 51 años -con casi cuatro décadas de carrera- demostró que puede animarse a nuevos desafíos: lo sinfónico ingresa así a su vida, ya como una marca de su desarrollo profesional en busca de nuevas sonoridades, horizontes y cruces a seguir explorando.