Desde Tesalónica
El 15 de marzo de 1943 partió de la ciudad de Tesalónica, al norte de Grecia, el primer tren organizado por el ejército de ocupación nazi con ciudadanos de origen judío destinados a los campos de exterminio de Auschwitz, Treblinka y Sobibor. Ochenta años después, el Thessaloniki International Documentary Film Festival se ha propuesto recordar esa triste fecha con un extraordinario ciclo retrospectivo titulado “Adio Kerida: From Thessaloniki to Auschwitz - 80 years”, que incluye tanto films justamente famosos pero no por ello suficientemente vistos -Shoah (1985), de Claude Lanzmann, El especialista (1999), de Eyal Sivan- como por otros de escasísima difusión, incluso aquí en la ciudad en la que fueron rodados y de la que dan cuenta, con amor y también con rabia.
Ciudad puerto estratégicamente ubicada sobre el mar Egeo, Thessaloniki fue durante siglos una ciudad cosmopolita, atravesada por todo tipo de culturas de los más diferentes orígenes y períodos. Basta con caminar por la ciudad sin rumbo fijo para encontrarse de pronto –en la plaza Navarinou- con las ruinas romanas del palacio del césar Galerio (305-311 dC) o - cerca del viejo mercado de abastos- con un “hamam” del imperio otomano en excelente estado de conservación. Pero poco y nada, a la vista al menos, ha quedado de la importante corriente de inmigración judeo-española que se instaló en la ciudad luego de su expulsión de la península ibérica, hacia 1492, y que hasta mediados del siglo XX fue parte esencial de la cultura y la economía tesalonicense.
De esa desaparición se ocupa precisamente el admirable film belga Salonique, ville du silence (2006), de Maurice Amaraggi, nativo de la ciudad, pero radicado en Bruselas. Ese silencio del que habla el título de su película es el que Amaraggi encuentra cuando recorre con su cámara la ciudad a la que pertenecía su familia y de la que –no sin estupor- ya casi no encuentra rastros. Hay una sensibilidad y un ojo atento a los detalles del pasado (y también del presente) que recuerdan al cine y la literatura de Edgardo Cozarinsky. Como le hubiera gustado a Cozarinsky, Amaraggi evoca y celebra la multiculturalidad de la vieja Tesalónica, también llamada por entonces “la Jerusalén de los Balcanes”, una ciudad en la que convivían en armonía sinagogas, minaretes y templos ortodoxos.
La película de Amaraggi reconoce que el incendio que arrasó a Tesalónica en 1917 produjo una nueva diáspora de una parte de la población judía, pero no deja de señalar que a ello también contribuyó cierto espíritu nacionalista, una “helenización” de la ciudad llevada a cabo inmediatamente después de la catástrofe. Que no sería nada comparada con la limpieza étnica que puso en marcha el nazismo a partir de 1943, cuando deportó aproximadamente 50.000 hombres, mujeres y niños hacia las cámaras de gas.
Que ese “reasentamiento” –el eufemismo con el que Adolf Eichmann llama a su ingeniería del mal en el film El especialista—haya comenzado en Tesalónica en la Plaza Libertad es una ironía de la historia que no se le pasa por alto a Amaraggi, quien también da cuenta de que allí –como pudo comprobarlo este cronista- ahora hay un gran parque de estacionamiento, con un pequeño rincón que pasa inadvertido y que cumple apenas como culposo memorial de ese crimen masivo.
En todo caso, Salonique, ville du silence prefiere encontrar la resistencia al olvido en acciones menos solemnes, como los “pastelikos” cuya receta se transmiten todavía de madres a hijas, y que pueden comprarse incluso en muchas pastelerías locales. O en las clases de “ladino” con que la comunidad de hoy trata de recuperar el idioma judeo-español que la caracterizaba y que formaba parte de su cotidianidad. El catálogo del programa señala que la canción “Adio kerida” que le da el título al ciclo es una canción de amor tradicional sefardí, que habla sobre la separación, el amor y la muerte. Según una leyenda urbana de la comunidad judía local, “Adio kerida” era cantada por los deportados, justo antes de entrar en los trenes que los llevarían a los campos de concentración nazis.
Es que la “kerida” era Tesalónica, como señala en otro documental --By-standing and Standing-by (Testigos y de pie), de la griega Fofo Terzidou-- la historiadora Rena Molho, perteneciente a la familia que le dio su apellido a la librería más antigua y legendaria de la ciudad, fundada en 1888 y lamentablemente desaparecida en 2009. “A diferencia de otros judíos europeos, los judíos de Tesalónica no eran judíos errantes. Siempre fuimos nativos, autóctonos. A tal punto que durante la emigración a Francia durante la Primera Guerra Mundial, cuándo en los pasos fronterizos se les pedía la nacionalidad, no se decían griegos ni judíos, sino tesalonicenses”, afirma orgullosamente Molho.
En la monumental Shoah, de Claude Lanzmann, que el domingo pasado vio colmada su proyección en el cine Makedonikon, hay un momento particularmente significativo en referencia a la ciudad. Cuando el historiador Raul Hilberg –considerado la máxima autoridad sobre el Holocausto- se refiere a los costos que le significaban a Alemania esos “reasentamientos” de los que hablaba Eichmann, utiliza como ejemplo a Tesalónica, una de las ciudades más lejanas de los campos de la muerte. En plena guerra, esos trenes “especiales” podían demorar diez o doce días en llegar a destino y debían atravesar distintas fronteras, dice Hilberg. Según sus documentos, el costo de la deportación de 46.000 personas desde Tesalónica le costó al comandante nazi local –que obligatoriamente debía pagar al Reichstag por el traslado- dos millones de marcos, una cifra muy alta para la época. Y como no había presupuesto asignado, el dinero salió de las cuentas y los bienes de los deportados. Como enfatiza Hilberg: “Fueron las propias víctimas quienes pagaron por su viaje hacia la muerte”.