Vas a cruzar la calle. El sol calcina la piel; cargás tres bolsas que parecen haber aumentado su peso en cada cuadra. Vamos que falta una, te decís, mientras el semáforo cambia de color y vos, por las dudas, mirás hacia la izquierda por si algún auto se manda igual. No lo pensás: es un reflejo, el estado de alerta. Pero a veces algo falla y el golpe viene del lugar menos pensado: todo tu lado derecho es embestido por una camioneta cuya conductora estaba moviendo sin mirar hacia atrás. Durante un segundo o dos, no entendés qué pasó; menos, cómo tu cuerpo se movió de tal modo que se acomodó al golpe sin siquiera caerse. Y avanza. Sí, el cuerpo avanza. Vos todavía no podés pero caminás la cuadra que falta, llegás a tu casa y dejás las bolsas sobre la mesa. Te tiemblan las manos; empieza a dolerte la rodilla.

La voz del universo parece ser uno de los pocos dispositivos que no se actualiza más o menos desde la época en la que los griegos escribían tragedias. Así que hoy, cuando le pedís una señal, puede llegar con mayor o menor grado de oracularidad, pero nunca la pierde del todo.

Por ejemplo: te tomás un par de días de vacaciones. Llegás al lugar cargando mil cosas y lográs abrir -cada llave tiene su maña, la sorteás-, sacás la alarma sin alterar a los vecinos. Con la satisfacción de haberlo logrado como lo hubiera hecho cualquier persona práctica y habilidosa con las cosas del mundo, salís a contemplar el jardín que te albergará esos días. En ese preciso instante, la brisa te hace llegar la inconfundible voz de Nino Bravo: “Libre, como el sol cuando amanece yo soy libre, como el mar”. Grado de oracularidad: bajísimo. Ninguna metáfora, apenas dos comparaciones sencillas, sincronicidad cinematográfica.

O salís a caminar porque, te parece, el movimiento te ayuda a pensar y necesitás resolver un conflicto interno (supongamos). Como ya te cansás de darle vueltas al asunto, le pedís una señal al universo. A las pocas cuadras, encontrás un naipe dado vuelta. Casi lo pisás, de hecho. Lo levantás y te lo metés en el bolsillo. Después vendrán las decisiones que, como Edipo, tomarás a ciegas: es una baraja española. ¿Sirve la interpretación del tarot? ¿Habrá que buscar otra? ¿Habrá que acudir a un expertx, a la numerología? Grado de oracularidad: alto. Suma plus por combinación con otras artes adivinatorias. Bienvenidx al reino de las metáforas que podrás manipular según la conveniencia de tu inconsciente.

Porque ese es el punto: a más alto grado de oracularidad, más alta la posibilidad de que el inconsciente haga de las suyas. Entonces, interpretás una cosa. Al rato, la información se asienta y da lugar a otra y a otra y a otra, hasta que empiezan, incluso, a contradecirse. Lo que a primera impresión habías interpretado de una manera, con el paso de las horas se transforma en una cosa completamente distinta. O sea: la misma señal que te había dado alegría, de pronto, duele. Como si hubiera decidido mostrarte los dientes justo en el momento en el que bajaste la guardia. Te decís que, al final, no son más que interpretaciones, que ya te las vas a olvidar aunque quede, en el fondo, una huella.

La contundencia con la que habla el universo cuando decide darte un golpe con una camioneta, sobre todo si sos una persona de contextura muy pequeña (supongamos, todo es ficción), corresponde a un grado de oracularidad bajo. Como si alguien le hubiera puesto a Yocasta un cartel que dijera: Pará, Edipo, es tu vieja. Las interpretaciones son tan obvias que quizás no merezcan llamarse así: tenés que prestar más atención, tenés que cuidarte vos. Pero también: tu cuerpo supo cómo amortiguar el golpe. Y lo hizo solo, porque el cuerpo sabe y lee las señales mucho antes y con más precisión que vos.

Sobre la piel que recubre la rodilla, podés ver un hematoma pequeño. Parece algún animal del arte rupestre con la cabeza apenas borroneada. O una luna, creciente o menguante, si decidís ver solo el morado intenso. Es posible, casi siempre, ver lo que unx quiere. Hasta que no se puede más y sucede la epifanía. Y ya sabemos: la claridad puede ser oscura, aunque nos convenga creer que es siempre luminosa.

Cuando los animales empezaron a morir y se perdían las cosechas, el oráculo le dijo a Edipo, que ya era rey, que había una mancha de sangre en Tebas. Mal momento para la metáfora; mal momento para no escuchar la información que traían lxs otrxs. La claridad llegó, de todas maneras, y fue amarga como un callejón oscuro.

Un hematoma también es una mancha de sangre, aunque muy distinta de la tebana; una huella ínfima de algo que sucedió y que podía haber sido mucho grave. En los próximos días, vas a verlo mutar: va a cambiar de forma, de color. Y va a doler. Cada vez que te intentes ponerte de pie, cada vez que quieras caminar, cada vez que te des vuelta en la cama, va a doler.

Al día siguiente, ignorando una posible interpretación extrema del tipo: “mirá lo que recibís de afuera, mejor encerrate”, salís. Te movés con cuidado para evitar el gritito de dolor que emite tu rodilla cada vez que te olvidás. Volvés con un libro de poemas que acaba de presentarse. Lo abrís en cualquier lugar: “Un dolor nuevo echa en mí sus anzuelos. / Trae con él un dato del mundo y le hago lugar como se le hace lugar a lo inevitable. / Aprendí hace tiempo que cuando el dolor calla, el dolor miente.” (Alejandra Correa. La nieve.) 

Los libros también son oráculos que suelen aparecer con una sincronicidad muy precisa. Ahora quisieras decirle al universo que ya está bien, que estás casi segura de que esta vez sí entendiste pero vaya a saber unx qué más tiene para decir.