Santiago Hidalgo tiene 18 años y la rompe. Es una de las grandes promesas de Independiente y fue uno de los pocos atrevidos en esa caldera que fue el Ricardo Enrique Bochini el domingo, ante Instituto. Unas 38 mil personas -según cifras oficiales- en un estadio con capacidad para casi 53 mil. Pura presión. Hinchas que cantan que hay que poner huevos y transpirar la camiseta porque no juegan con nadie. Silbidos cada vez que alguno da un mal pase o no llega a una pelota. Hidalgo entró cuando faltaban 20 minutos para el final por Martín Cauteruccio (35 años), autor de los dos goles del Rojo en el primer tiempo. Cauteruccio llegó para hacer goles en estos tiempos de sequía. Recién ahora pudo colmar las expectativas. Pero no alcanzó: Independiente ganaba 2 a 0 y terminó 2 a 2. Pudo ganar, pudo perder. Al final, empató y se fue silbado.
Es notable cómo se caen los jugadores de Independiente al recibir un gol. Se percibe en su forma de moverse en la cancha cuánto sienten la presión. No todos la resisten. Porque el Rojo jugó muy bien hasta que Adrián Martínez puso el 2-1. Hasta ahí, el partido fue del local. Hubo toques, gambetas y hasta tiros al arco, una de las falencias que tenía hasta ahora. Fue su mejor partido del torneo. Pero hay un gol y aparecen los nervios. Los jugadores se equivocan, se alejan de la pelota, se la sacan de encima. Ya no encaran ni patean al arco. Juegan para atrás, con el riesgo que eso significa. Algunos optan por una patada, la forma más sencilla de demostrar garra.
También está el hincha, impaciente. El gol de Instituto cambió el ambiente. De la euforia se pasó al insulto. Los supera el miedo a no ganar o, directamente, a perder. De los tres partidos jugados en Avellaneda, el Rojo no pudo ganar ninguno. En su primera presentación, con 42 mil personas y una expectativa tremenda, perdió 2 a 1 con Platense; en la segunda, con una convocatoria similar, cayó 2 a 0 ante Defensa y Justicia, que le hizo precio.
¿Cómo pueden pibes que recién asoman a Primera jugar en semejante ambiente? El director técnico, Leandro Stillitano, en la cuerda floja, pidió paciencia. Y avisó: “Terminamos jugando con chicos de las inferiores”.
No hay dudas de que el equipo necesita una ayuda en lo mental. Desde el club, le dicen a Página/12: “El plantel tiene un psicólogo que empezó este año. Conoce a la mayoría de los jugadores porque estuvo con ellos en inferiores”. Stillitano habló de ese mismo problema. Pero pasa el tiempo y no se ven avances.
Hay esperanza a partir de jugadores como Mateo Barcia (22 años), Matías Giménez (23), Nicolás Vallejo (19), Rodrigo Márquez (21), Tomás Pozzo (22) y el mencionado Hidalgo. La llegada de Rodrigo Rey al arco fue un acierto: tuvo atajadas enormes ante Instituto. Habrá que ver si se consolidan en su nivel Patricio Ostachuk, Sergio Barreto y Ayrton Costa. E Iván Marcone. Las cosas con Juanito Cazares, que no fue titular, están rotas. Fue el único silbado cuando lo mencionó la voz del estadio y su nivel no es bueno, más allá de algún esporádico pase. Difícil rompecabezas tiene por delante Stillitano.
Sus hinchas sufren por impotencia. Porque ven al equipo y entienden que eso es todo lo que hay. Dura realidad para un club acostumbrado a grandes gestas, títulos y jugadores brillantes. Tal vez sea cuestión de entender que aquellos tiempos se terminaron; no sólo para los del Rojo sino para el fútbol argentino en general. Alcanza con ver cualquier partido del ámbito local. No hay un equipo consolidado que juegue bien y sea efectivo. Boca está entre los de arriba porque gana pero no porque juegue en un buen nivel. Lo mismo San Lorenzo y hasta River. Tal vez algunas excepciones, como Racing, Argentinos Juniors o Defensa y Justicia. Pero no más.
En el fútbol de los campeones del mundo juegan aquellos que pegan la vuelta, las promesas a las que hay que esperar y otros que no pasan la media. Ese es el fútbol que tenemos.