Carlos escucha el canto de los tordos, que le llega desde los árboles próximos a la ventana. Por la persiana, no se filtra luz, el otoño está avanzado.
Hoy cumple sesenta años, sabe que su mujer, “en secreto”, le está preparando una fiesta. Deberá hacerse el sorprendido y agradecer, pero el día de su cumpleaños lo pone melancólico. Desde hace tiempo lo preocupa la vida que avanza. Ya es un sexagenario, piensa y traga saliva.
Sus padres aún viven y han superado los noventa, por ellos se enteró del festejo, metieron la pata, no los va a delatar. Ellos no van a ir, están muy grandes, no se sentirían cómodos. Y Nico que está tan lejos.
Otra vez lo mismo, aún no ha sonado el despertador y él totalmente despabilado, sabiendo que más tarde tendrá sueño y el horario de trabajo le resultará eterno. Mira el reloj, son las 5.00, es la hora en la que nació.
En los altos plátanos de la vereda, los tordos siguen cantando. Sus ramas cargan una multitud de esos pajaritos renegridos. Demasiado temprano para levantarse. Demasiado despierto para seguir durmiendo. Se mueve en la cama, gira para un lado y para el otro, acomoda la almohada bajo las cervicales, no hay caso, el sueño no va a venir.
En cambio Graciela, su mujer, duerme como un lirón, plácidamente, con un ronquido suave, acompasado. Dentro de poco cumplirán treinta y siete años de casados, más de la mitad de su vida. Discuten mucho, por tonterías. Es que con los años fueron creciendo sus diferencias. Pero siguen juntos.
Tienen la misma edad, ella unos meses más, es docente, con muchos intereses culturales que ocupan su tiempo además del gimnasio y la vida social. Él es de hábitos más rutinarios, contador, volcado a los números.
Su hijo, Nico, venía en camino cuando se casaron. Luego no llegaron otros, Carlos también es hijo único. Hace unos quince años, cuando terminó el profesorado de educación física, Nico comenzó a viajar; desde hace tres está radicado en París. Carlos lo extraña, querría tenerlo cerca, ir a la cancha juntos, a las carreras de autos. Le gustaría tener nietos,
Nuevamente el canto de los tordos atrapa su atención, escucha su trinar, agudo y muy bullicioso, cantan todos juntos, en patota. Ha leído que ese pájaro tiene fama de ser precursor de la buena suerte. Que será afortunado quien lo observe.
Vuelve a mirar el reloj, hoy va a almorzar con sus padres, Graciela no irá, a esa hora empieza a trabajar, no tiene que olvidarse de reservar la mesa. Sigue escuchando el trino de los pájaros. Esa ave se refugia en muchos sitios, no sólo en la copa de los árboles y coloca sus huevos en nido ajeno. ¿Cómo hubiera sido vivir como ellos? Dentro de poco tiempo llegará el frío y los plátanos perderán sus hojas, ¿dónde irán a resguardarse los tordos?
Últimamente su trabajo no lo estimula. Podría tomarse el día, pero ¿qué haría?, molestaría en la casa, tiene que dejarle espacio a su mujer para que prepare la fiesta “sorpresa “
Piensa en Celeste, su nueva secretaria, le cae muy bien, hace que el tiempo de la oficina le resulte tolerable. Tiene algo más de treinta años y está muy buena, pero además es simpática, inteligente y le gusta cómo lo trata. Es compinche, lo carga, le dice: “ay jefe, sos un machirulo” y se ríen, hace que se sienta más joven.
Vuelve a mirar a Graciela, suspira y se mueve en la cama. Se pregunta si tendrá sueños eróticos, si es así está seguro que no son con él. Hace años que sin demasiadas explicaciones dejaron de tener sexo. Desde entonces él tuvo muchas relaciones con otras mujeres y calcula que ella también, en una de esas lo piensa para justificarse, para no sentir culpa.
Suena el reloj, son las 6.30, mejor será que se apure, se mete al baño, al salir se lleva por delante una silla, su mujer murmura algo y sigue durmiendo, se viste rápido desayunará en el bar del Ministerio.
Sale a la vereda, levanta la vista, allí están los tordos, son una verdadera multitud, ”una vida larga y feliz”, les pide. Sube a su auto, se aleja de la casa rumbo al trabajo, en la radio suena música de los Beatles.
Estaciona frente al ministerio, está nublado, bastante oscuro, por el horario y porque la calle tiene una arboleda tupida. Sale del coche y siente que alguien lo empuja, le arrebata las llaves que aún tiene en su mano.
-¡Dame la billetera, el celular, el reloj, todo! -le grita un hombre joven que parece drogado, ¡no me mires!
Son dos los asaltantes, están armados, lo apuntan. Les da todo temblando, pero ha visto a uno de ellos, lo conoce, es el hijo de Pepe, un empleado de mantenimiento de su oficina. El pibe lo mira con cara desencajada, le dispara, uno, dos impactos, duele, cae al piso, tiene mucho miedo.
Algunas personas que han visto lo ocurrido se acercan corriendo, los ladrones suben al auto, lo ponen en movimiento, hacen chirriar las gomas, doblan en la esquina. La gente lo rodea, piensa en Nico, en sus viejos, en Graciela, en la fiesta. Ve gente de la oficina, Celeste está a su lado, siente su mano cálida, “Quedate conmigo Carlín, aguantá, ya viene la ambulancia”, escucha el sonido de la sirena, se le nubla la vista no quiere cerrar los ojos, quiere permanecer consciente. Ve de cerca la cara de una médica joven, ella le mira las heridas, lo vuelcan de costado, “son dos balas con orificios de salida, no han tocado órganos vitales”, la médica le sonríe, “hoy naciste de nuevo”, le dice.