Las mujeres nunca pudimos hacer, desear ni pensar cualquier cosa. Nuestra potencia ha sido y sigue siendo --por ahora-- conquista.
Conquista y potencia del cuerpo de las mujeres para desprenderse de las figuras del cuerpo del delito, y del campo de la prueba.
¿De qué maneras, de cuántas maneras, el cuerpo de las mujeres es capturado por un deseo ajeno? Cuerpo de las mujeres condenado a un destino ligado a la ficción de naturaleza femenina, y a la representación que fija lo femenino a ser madre. Cuerpo de las mujeres condenado a ser también objeto de posesión exclusivo para el deseo del hombre, para la sumisión, para la violencia o para la muerte.
Quiero decir: ¿cómo despegar el encuentro sexual de una presunción de peligro, de un estado básico de alerta, hacia el ejercicio de una sexualidad que tenga los mayores grados de libertad posible, en los modos singularísimos con los que cada una tendrá que resolver ese enigma que la sexualidad siempre representa? Que la sexualidad pueda ser enigma y no lugar hipersaturado de sentidos.
¿Cómo continuar separando sexualidad y castigo? Todavía en este siglo, no hay avance tecnológico, ni científico, ni político, que haya logrado desarmar esa soldadura. Aún.
¿Cómo recuperar, hoy, entonces, la palabra y el cuerpo para vivir una sexualidad no peligrosa ni culpable? ¿Cómo arrancar nuestro cuerpo de “el cuerpo del delito”, como poderosa representación dominante? Me refiero de este modo al peso que “la prueba” cobra en el cuerpo de las mujeres. Pruebas que verifican a su vez la magnitud y algunos de los alcances de nuestra captura en el régimen patriarcal, ese sistema que opera legitimando y reproduciendo su propia violencia, como si ella fuera natural.
Usamos --cada vez más-- las mujeres, la palabra para defendernos, y vaya que la usamos, a contramano de otras palabras, prácticas y poderes. Pero ¿cómo usamos el cuerpo? El cuerpo colectivo aloja, acompaña y posibilita el intento por inscribir el cuerpo de las niñas, adolescentes y adultas, de cada una de ellas, de otras maneras.
Entonces, ¿cómo seducimos hoy las mujeres sin ser putas ni víctimas? Tanto de otrxs, por empezar, pero además víctimas de nuestras propias representaciones, representaciones psíquicas y sociales, singulares y colectivas, cuando suponemos, en particular las más jóvenes, que el avance erótico siempre es potencialmente amenazante o peligroso.
¿Cómo desarmar la idea de “hombre supuesto atacante“? ¿Y la representación de “mujer desecho“? (Se usa y se tira, en un plano metafórico y en otro bien concreto y real).
¿Cómo lograr que crimen y castigo no sean la perpetuidad moralizante tejida en saberes y prácticas que posibilitan aún hoy que las mujeres sigamos suponiendo que somos nosotras mismas las responsables de la opresión padecida, por haberla provocado, propiciado o deseado? ¿Cómo desamarrar nuestros cuerpos de esos discursos del Poder que todavía lo marcan? ¿Cómo liberar al cuerpo de la búsqueda de aprobación y de la amenaza del oprobio?
El cuerpo de las mujeres se enfrenta cada día al trabajo de desasirse de esas representaciones de cuerpos que funden sexualidad, delito y prueba. Representaciones ligadas a los afectos de culpa y vergüenza.
Tenemos el desafío de construir para la sexualidad un campo de paridades. Pero sobre todo de alegres maneras, maneras de probar y explorar que no queden aplastadas por otras “pruebas” que capturen en la dominancia de unx por sobre otrx, o en la exigencia en nombre de ningún valor o ideal.
Que probar pueda ser eso: ser sujetos capaces de experimentar, tener derecho y libertad de hacerlo -con el cuerpo y con las palabras: ambos son la materialidad de nuestro capital libidinal y deseante, con ellos decidimos el rumbo de nuestra vida.
Dejar atrás la agenda de las pruebas, vivir fuera del guion que el poder nos asigna, que nuestro tiempo sea siempre, y cada vez más, nuestra potencia y conquista.
Un nuevo 8M nos encuentra batallando por dar fin al genocidio interminable.
Ni una menos.