Sentados a la mesa, luego de un almuerzo familiar de un día cualquiera, a mis 12 años --a principios de la década de 1980-- recibí una lección cuyos efectos fueron muy duraderos, por cierto; podría decir que hasta hoy mismo lidio con ellos. Luego de almorzar, mi madre y mis hermanas se ponen de pie para levantar la mesa y llevar los utensilios y restos de la comida a la cocina y proceder a lavar los platos. Por mi parte, sorprendido, miro a mi padre. En esa mirada --ahora me doy cuenta-- hay una pregunta: ¿y nosotros qué hacemos? Como respuesta sólida, concisa y sin dobleces, él simplemente sorbe otro trago del líquido que tenía en su vaso --probablemente soda-- y continúa mirando el televisor --tal vez un noticiero--. Su respuesta en acto es obvia: las mujeres levantan la mesa, lavan los platos y se ocupan de esas cosas; los varones no estamos afectados a esas tareas.
Tengo el claro recuerdo de lo que pensé como respuesta subjetiva a aquella escena en la que estaba involucrado: esto está buenísimo. Hasta hoy suelo sorprenderme aprovechando los privilegios que me regala la vida por razones genitales y genéricas, aun cuando no lo busco.
Me pregunto por qué escribo esto en la semana del Día Internacional de la Mujer y se me ocurren algunas respuestas. Las más racionales: porque amo a las mujeres de mi vida (pareja, hija, hermanas, amigas); porque considero que en estos tiempos es necesario que los varones --sobre todo los de mi generación, alrededor de los 50 años más o menos-- nos revisemos y ejerzamos una autocrítica sobre este tema. Sin embargo, la principal respuesta, la que más pesa para mí es la siguiente: me resulta increíble una serie de anécdotas que se organizan bajo la estructura paradigmática del recuerdo que comparto más arriba.
¡¿Cómo es posible que aquello fuera lo normal en determinada época para muchas familias argentinas?! Me pregunto también: ¿todavía se dan este tipo de escenas?
Mi madre, la mujer adulta en aquel recuerdo, no solo obraba conforme al guion consensuado por los discursos imperantes y, en ese sentido, acompañaba correctamente a su macho, sino que, además, junto con los designios que ambos actuaban --ella y su marido, mi padre-- criaban y educaban a su machito --quien suscribe-- introduciéndolo de ese modo al mundo de privilegios que le correspondía simplemente por portar el genital correcto. A la vez, educaban a sus hijas, mis hermanas, por supuesto, que estaban allí actuando el papel reservado para ellas.
El gesto silente
De la anécdota, me interesa reparar en el gesto silente de mi padre, quien ni siquiera necesitó responder mi mirada inquisitoria con palabras: estaba todo claro y sobre la mesa, acaso nunca mejor dicho. Mi interpretación correspondiente no se quedaba atrás: la coproducción hereditaria de los varones al servicio de la perpetuación del mismo sistema estaba consumada.
Recuerdo también un paseo en mi niñez junto a un amigo y sus padres. Tal vez tendría unos 9 o 10 años, eran los finales de la década de 1970. Cenamos en algún restaurante y luego paseamos despreocupadamente por algunas calles de la ciudad. En la vereda de enfrente, supongo que cerca de la medianoche, se oyen gritos destemplados de un hombre y tal vez, no recuerdo bien, alguna musitación ahogada de mujer. Miro y alcanzo a ver algo así como un zamarreo de él sobre ella y en la semipenumbra se oye un cachetazo y adivino movimientos defensivos. Al unísono, los padres de mi amigo nos ordenan a ambos niños: “no miren, vengan con nosotros, sigan caminando”. Luego, en la intimidad del auto, de regreso a casa, nos explicarán que no hay que meterse en cuestiones de parejas ajenas porque lo más probable es que el tercero salga perjudicado ya que probablemente ella también reprobaría la intromisión del comedido.
El gesto silente en este caso no se dirigía al niño que yo era, sino que esos adultos le enseñaban a él --es decir a mí, también a mi amigo-- que hacer lo correcto era no meterse. En este caso, el gesto silente no era el medio sino la prescripción.
Me pregunto qué haría hoy en una situación similar: ¿intervendría en defensa de la mujer o mantendría la neutralidad “correcta” que me inculcaron hace 50 años? Me gusta pensar que sería capaz de interceder para proteger a la mujer agredida (ojalá no me venzan la comodidad, la cobardía o ambas).
Me parece que el trillado “no te metas”, el viejo refrán “todo comedido sale mal”, o la creencia referida a que en cuestiones de pareja debemos respetar los modos de encontrarse, desencontrarse y gozar de cada una, aun cuando estas tres admoniciones continúan, en distintos grados, conservando algún grado de eficacia, sin embargo, deberíamos poder intervenir cuando una mujer es violentada en la vía pública. Lo mismo si sucede puertas adentros pero por distintos signos nos anoticiamos de la situación. Si la violencia ocurre en público o si sus signos toman estado público (moretones, heridas, ruidos, gritos, etc.) la situación nos llama, nos involucra querámoslo o no. Y nosotros, por supuesto, tenemos que hacer algo con ese llamado.
Algunas campañas públicas que apelan a que todos nos comprometamos en situaciones de estas características me hacen pensar que a lo mejor algo está empezando a cambiar. Supongo que desnaturalizar la violencia, visibilizar el problema y no mirar para otro lado ni hacer silencio cómplice son elementos clave para un cambio posible.
Martín Alomo es psicoanalista. Doctor en Psicología. Magíster en Psicoanálisis. Docente del Doctorado en Psicología y de la Maestría en Psicoanálisis de la UBA. Codirector de la Maestría en Psicopatología (UCES).