Un primer libro siempre es una apuesta y una declaración de principios; en el principio siempre hay algo profético que marca el camino y muestra al mundo cómo narra quien firma, cómo mira quien apuesta a la literatura como religión. Porque hay algo de ofrenda y rito en Los mejores días, de Magalí Etchebarne (Buenos Aires, 1983), algo de decir en silencio, a una misma, mientras los otros caminan apurados por el mundo del trabajo, por la cornisa de las mentiras del amor y la verdad absoluta del sexo (“una artesanía de la paciencia” como se dice en “Jinete inexperto” de un orgasmo primerizo).
La escritora Inés Acevedo dice en la contratapa de LMD (editado por la independiente Tenemos Las Máquinas) que Etchebarne reúne cuentos sobre mujeres sabias, y es cierto porque en este libro el saber se teje como una manta enorme donde algunxs quedan adentro y otrxs pasan frío, en ese patchwork de colores y terminación desprolija que siempre forma la trama de las relaciones familiares. Mujeres sabias que se transmiten palabras justas, como contraseñas de felicidad o simplemente como claves de la vida en este planeta. “Cuando aparecen las madres, las tías, las hermanas, es cuando realmente me meto. Como si adivinaran el futuro, guardando el manual de instrucciones del hijo. Pienso que saben antes que nosotras cómo va a salir todo. Los hijos tienen definiciones para presentar a sus madres. Dicen mi mamá está rayada, o mi mamá es una santa, sufre bocha por nosotros. O: mi mamá soportó todo lo de mi viejo con estoicismo. Y se creen que las guardan ahí, que las agarran” dice en “Que no pase más” y es una de las tantas pruebas de complicidad entre ellas, de guiños invisibles antes de las advertencias firmes con motores de fondo. “Acá eso no” dice la tía Inés y manda a la pareja de Córdoba a Buenos Aires, sin saber que con esa sentencia la dupla se solidifica como el metal de una bala, “en una sola dirección, hacia el futuro” dice la narradora.
La prosa de Etchebarne se desliza con una suavidad exquisita; no se ven los enganches, las transiciones son tan sutiles que de repente estamos en un paisaje de sierras con cipreses y lavandas y sin darnos cuenta, la narradora nos lleva de la mano a la terminal de ómnibus, donde el rictus cambia porque el clima se espesa y la niña que mira a la madre se anticipa a la amargura, a ese sabor extraño del jarabe del tiempo. La bailarina que describe se mueve liviana con panzas y jorobas, se mueve con novios encima, como cadáveres alegres que le complican la vida, y también con ocasionales chamanas que le enseñan cosas mientras le gritan forra de mierda. Porque de esa espesura también esta hecho el bosque de la amistad, de la enfermedad y de la muerte, como cuando una madre sale del quirófano aterrada y anciana para siempre. “Tiene los ojos abiertos de par en par, mirando el cielo con locura, como en una canción de rock barrial ¡pero es mi mamá! Y me gustaría que saliera y volviera a entrar. Que la devuelvan como estaba cuando llegamos!” (“Cosita preciosa”). Allí deconstruye su propia existencia llegando al hueso de la relación de sus padres cuando todavía no eran sus padres y la trenza con paciencia a su relación con Ramón, un novio loco que aparece y desaparece a lo largo de todo el libro, como un fantasma que pega donde más duele pero a la vez endulza y obsesiona, un alma vieja al que su familia le dice El profeta pero que no puede ver la panorámica más que pegada en la puerta de la heladera. La panorámica la tiene la autora y en su paisaje el amor y el odio son tan bebés como ancianos. M
Los mejores días
Magali Etchebarne
Tenemos las Máquinas