La crítica literaria se ha convertido en un asunto de archivo. En los últimos años, diversas producciones han emergido como sorpresivos encuentros en el museo o la colección, en los manuscritos guardados en el tesoro de una biblioteca o en el tropiezo casual con un incunable mientras se rastreaba alguna otra cosa. El lugar de enunciación de la crítica, entonces, es el espacio de archivo, como síntesis de un modelo de investigación que sale menos al encuentro con la polémica y más al informe ordenado que raya con la prosa de catálogo. Por eso, es casi un milagro que las dos líneas se encuentren como sucede en Trastornos en la sobremesa literaria. Textos críticos dispersos, un libro que David Viñas parece haber escrito después de muerto, con un impulso y una fuerza que muestra la vigencia de una prosa crítica que siempre fue a por todo, a la manera de un cuchillo filo, contrafilo y punta, como el libro de Jauretche (quien lo mandara a Viñas a la cárcel en el marco de una huelga), como el arma de los duelos de los hombres de finales del siglo XIX y comienzos del XX que tanto deambularon por sus escritos. Una prosa de cuchillo, entonces. Parafraseando el consejo de Vizcacha al hijo menor de Fierro al hablar de las armas: la de Viñas es una escritura que, al salir, sale cortando.
¿De dónde sale este libro? De un cuidado trabajo de recolección de artículos dispersos que provienen de diferentes épocas, de mitad de los 70 hasta entrados los 2000, pero que encuentran su punto de condensación, no por casualidad, entre finales de los 80 y comienzos de los 90. El astuto trabajo de Marcos Zangrandi en la edición, organización de los textos e introducción, logra que Viñas hable solo, sin andamiajes, haciendo ese juego tan propio de su estilo crítico entre el pasado y el presente, leyendo un problema en la actualidad que puede rastrearse históricamente y que, de algún modo, implica el encuentro con una unidad inconmovible, una suerte de constante histórica que es, en definitiva, el verdadero antagonista. Porque Viñas, si hace algo, es pelearse, y pelearse todo el tiempo con esa matriz que ha producido no sólo una literatura, sino también un modo de organizar la cultura burguesa argentina y un modo de fundamentar un sistema de explotación capitalista. No por nada el texto con el que dialoga este libro es la edición de 1981 de la revista de Sartre y compañía Les Temps Modernes, donde un Viñas en el exilio se encarga de dirigir, junto a César Fernández Moreno, el número 420-421, un análisis de la caída de los movimientos de los 70 y la emergencia de la crueldad de la dictadura, todo parte de una lógica económica, histórica y literaria que todavía puede leerse en sus detalles más nimios, como la “entronización” de Borges como escritor total, hasta en asuntos de estructura, como en la transformación del capital proveniente del modelo agroexportador en los fondos financieros de la bicicleta, Martínez de Hoz y la “plata dulce”.
En los artículos de Trastornos en la sobremesa literaria, Viñas irrumpe en escena para leer sus temas recurrentes, que van, claro está, de la conformación de la literatura nacional hasta el lugar de los intelectuales en la organización del Estado (con especial énfasis en la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del siglo XX, esto es, entre Caseros y el golpe del 30), lugar que es cuestionado tanto en el tiempo pretérito como en el presente: no sorprende leer cómo Viñas recupera a Sarmiento o critica a Lugones para saltar de allí a Neustadt y Mariano Grondona (un movimiento que también puede encontrarse, en paralelo, en los textos de otro contornista, Carlos Correas, en sus artículos dispersos de mitad de los 90). Porque ahí reside la pregunta fundamental de su producción crítica, de su modo de leer: cómo puede encontrarse en la figura del intelectual un rol que permite entrever las formas de mediación entre la obra y la sociedad. Su mirada, siempre atenta al detalle, no se queda nunca vanamente en subrayar un adjetivo o entrever una retórica, sino en leer cómo una serie, la literaria, dialoga con otra serie, la social, a partir de estas mediaciones, las cuales alejan a Viñas de una crítica esquemática para convertir su estilo en nuestro modelo local de crítica literaria dialéctica. Esto es, que busca las instancias de mediación, pero que también dialoga abiertamente con los otros, con la tradición, con sus lectores. Un estilo que, como se suele decir, es el hombre.
CULTURA DE FACHADA
En esa crítica dialógica de Viñas, varias son las entradas en donde se observa una conversación fluida con un otro que, en casi todos los casos, es el propio crítico. O sea, Viñas mismo. Una estrategia fragmentaria, polifónica, que coincide con sus modos novelísticos del período que se abre con Cuerpo a cuerpo (1979) y termina con Tartabul (2006), pasando por Claudia conversa (1995), texto comentado en varios artículos por estar justamente “en preparación” en los años recogidos en el libro. Crítica y escritura literaria van de la mano como parte de un proyecto intelectual que bebe de esos dos mundos sin necesariamente oponerlos: mediados, atendiendo a sus diferencias específicas, pueden estar y complementarse para avanzar sobre el enemigo común que es lo que el propio Viñas entiende como la cultura de fachada de la burguesía porteña.
La metafórica arquitectónica del marxismo se traduce con otros términos en Viñas, eso se sabe. No es lo que la ortodoxia ha denominado base y superestructura lo que impera. Muy por el contrario, vemos sucederse una y otra vez el mismo conjunto de términos: fachada, contrafuerte, contrafrente. La cultura de fachada corresponde a esa idea de una tradición construida “a la vista” que exhibe lo mejor y más fino y muestra la separación estratégica de lo argentino como más europeo que latinoamericano. Es el proceso de desrealización que lleva a hacer coincidir la literatura argentina con lo “espiritual”, con lo francés, con el viaje como obsesión de la elite escritora que siempre se piensa más cerca de las luces parisinas que del barro sudamericano. Tendencia que Viñas ya ha puesto de manifiesto en libros emblemáticos como De Sarmiento a Cortázar: entre un escritor y otro puede muy bien leerse ese intento por separarse de las miasmas locales que insiste desde el siglo XIX hasta el día de hoy. El contrafrente, como espacio oculto, bien puede explicar la aparición de literaturas marginales que son rescatadas para mostrar un movimiento de respuesta a la tendencia: es la línea que va de Arlt a Walsh, del escritor del barrio, de las cosas bajas, de la moralidad a contrapelo de lo bienpensante, al escritor que pone el cuerpo de manera total, casi en una entrega crística, para firmar con su lado más material lo que sus palabras dicen. El cuerpo habla, sin dudas, en Arlt, con rengos, bizcas, castrados que se organizan para mofarse del ideal argentino (blanco, racista y, sobre todo, también, misógino y antisemita, como destaca en su análisis de la prostituta Clara Beter como sosías de César Tiempo); el cuerpo desaparecido también termina hablando, qué duda cabe, en la Carta a la Junta Militar de Walsh. Reactualización de la dicotomía que abre Literatura argentina y realidad política, al menos, la que se presenta en el primer artículo del libro, “Buenos Aires. De la fundación a la vanguardia” (1992): si la metáfora central de la literatura argentina es la violación, lo que hay que ver es la lucha simbólica e imaginaria entre las clases bajas como cuerpo y las elites como espíritu de una cultura de lo superficial, que se cree dueña de valores que nada tienen que ver con la barbarie del territorio. Por eso, Viñas recupera a Horacio Quiroga, que se “re-barbariza” para oponerse a la cultura central, yendo de vuelta al encuentro de lo salvaje. Por eso el desprecio a Mallea, patente en artículos como “Eduadro Mallea. Un modelo de intelectual latinoamericano” y, sobre todo, “Yo era Hemingway”, marcando también una literatura extranjera donde verse reflejado. Por eso el complejo lugar que ocupa Sarmiento y, luego, Lugones y Borges: escritores que evidencian el paso de lo más inmediato y corporal a lo más espiritual, paso que se presenta como desprendido de violencia y oculta otro modo de re-barbarización, esto es, la funesta organización de la barbarie como violencia institucional. Se ve en Sarmiento (objeto de cuatro artículos y de numerosas menciones desperdigadas) con la defensa de una violencia que sirva para aniquilar a los gauchos y superar a los indios; se ve en el Lugones que abraza la espada luego de una cercanía intelectual al socialismo; se ve, finalmente, en Borges, que se olvida del barrio y sus cuchilleros para pasar a tratar sobre Babilonia y problemas que exceden toda geografía, volviéndose “universales” (tema abordado en el artículo que le da nombre a este libro, de 1985).
Trastornos en la sobremesa literaria nos muestra al Viñas que cualquier lector ya conocía enfocado en problemas que, por momentos, resultan inéditos o aparecen como rearticulaciones puntuales de su mirada crítica. El estilo, cortado y preciso, tiene giros que se celebran, sobre todo, pensando que en gran parte del período, Viñas era docente de la Facultad de Filosofía y Letras. Allí, entre cursos y seminarios, volcaba su perspectiva crítica sin abrazar un estilo burocratizante. Estamos hablando del Viñas que llevaba esa reflexión también al café, La Paz o Losada o cualquier otro, también a su mirada distante en las fotos íntimas (algunas, compartidas con su pareja de los 80, Soledad Silveyra), como si todo el tiempo, como el comensal irascible e irritante que era, estuviese esperando el momento para decir la palabra justa que deje a todos atragantados. Comer, para Viñas, era también una clave corporal sobre la que su literatura, esa de Dar la cara, siempre se quiso meter. Lo que quedan son los libros y, también, luego de la incómoda cena que Viñas comparte con Sarmiento, Lugones, Rojas, Arlt, Walsh, Barletta y Mansilla, un reflujo ácido.
>Algunos pasajes de Trastornos en la sobremesa literaria
MIGAJAS CRÍTICAS
El estilo arrebatado y siempre polémico de Viñas funciona con la misma lógica de los grumos: acumula, condensa, rejunta, para, de algún modo, interrumpir el prístino fluido del relato liberal. Cada una de las entradas de Trastornos en la sobremesa literaria puede ser leída de esa manera: aquí, seleccionamos tres fragmentos o migajas de una comida de difícil digestión.
Literatura fuera de lugar
(de “Macedonio Fernández. Nueva literatura analgésica”, Nuevo Sur, Buenos Aires, 17 de octubre de 1989)
—Argentina no se va a fundir —me advirtió parsimoniosamente ese alemán que se ocupa de Buenos Aires con cierta localidad más allá de la Vístula—. Va a resistir, seguro: como siempre.
—¿Por? —lo apuré.
—Porque por detrás o por debajo de la fachada oficial tienen ustedes, todavía, un contrafuerte sagaz.
—¿Y con Macedonio eso que tiene que ver?
—Muy simple —dibujó el alemán un par de paréntesis con los pulgares—. Cuando a Enrique Larreta majestuosamente lo llamaban “el caballero de las letras de la gran metrópoli del sur”, a Macedonio lo tenían arrinconado en alguna pensión de morondanga; o en el preciso instante en que Lugones, canónico, sacaba pecho y culito haciendo esgrima en el Círculo Militar, y La Nación aseguraba que era “el paradigma mayor de la literatura argentina desde Domingo Faustino Sarmiento”, el autor de No toda es vigilia la de los ojos abiertos apenas si funcionaba de secreto que se iba muriendo de frío.
—Friolento Macedonio —consigné.
—Muy —subrayó el alemán del que no lograba acordarme si se llamaba Dieter o Hans—. Tan friolento —complementó— que la manera con la que trataba de conjurar el frío se le fue convirtiendo en emblema: ni frío ni dolor, creo, es la divisa de Macedonio. Y a partir de ese lugar…
—Hans: Macedonio no tiene lugar.
—Cierto. Sí, Macedonio es uno de los escritores argentinos que siempre estuvo fuera de lugar.
—Por lo mismo, Hans, por lo mismo: yo creo que se puede definir su estilo como literatura analgésica; y eso ya lo propuso hace años, me parece, Germán García.
—No se me olvida. No, porque Macedonio por frío, por debilidad, por miedo legítimo, así como eludía su cuerpo de carne y hueso frente a las miradas malévolas llegando tarde a las citas, cambiando de domicilio a cada rato o no trepando jamás una pasarela pituca, al resistirse a publicar el corpus (“Perdón”, intercaló Hans como si eructara), el corpus de sus escritos de la eventual malignidad del público o de los críticos…
—“Que no me cojan” —propuse moderado—, esa podría haber sido su divisa, Hans.
—En su sentido más fuerte, sí: “que no me agarren de atrás”. Eso quería decir: que no me agarren desprevenido —puntualizó el alemán—. Por eso, su relación con la muerte: al desmaterializarse de acuerdo a sus propias postulaciones, de hecho se le escurría a la Parca.
—Todo lo contrario del Lugones de la fachada oficial.
La cossa nostra con celular
(de “Mafia y política en Rodolfo Walsh”, Página/12, 15 de septiembre de 1995)
Si Federico García Lorca, por su obra y por su muerte ordenada por el fascismo, sintetiza la “generación española de 1927”, Rodolfo Walsh —por su producción literaria y por su final trágico ejecutado por el fascismo local— condensa esencialmente los comunes denominadores de la llamada “generación de los sesenta”.
—Dadas las costumbres reinantes, me permito advertir desde ya que esto que voy escribiendo no es ningún borrador hagiográfico.
Hay algunos matices y diferencias entre el andaluz y el argentino: el autor del Romancero gitano solo tangencialmente se ocupó de la política y la muerte asesina lo agarró de sorpresa, de perfil y en medio de un descampado, con Walsh la cosa fue diferente: él se fue metiendo cada vez más con la política, y sus trabajos y su día a día van dibujando un itinerario que se le convierte en aprendizaje.
—Como suelen decir los profesores de literatura alzando un poco las cejas: en un Bildungsroman.
Walsh se hubiera sonreído ante semejante palabra (aunque él solía ser ecuánime con los alemanes antihitleristas). Pero pasando la mano por encima de sus textos, desde Variaciones en rojo, a través de Operación masacre, hasta desembocar en su Carta abierta a la Junta Militar del 77, resulta evidente ese balance: la política argentina ha segregado burocracia. La burocracia se ha institucionalizado al pretenderse permanente. Semejante institucionalización ha producido un poder corrupto. Y todo eso ha generado, a su vez, un proceso proliferante más y más degradado que suele llamarse mafia.
A Walsh tuvieron que matarlo de frente. “No pudieron agarrarlo de atrás y distraído”. Por algo, al llegar a enunciar la secuencia que va enhebrando burocracia/poder inmovilista/mafia, no sólo había aprendido que la violencia funcionaba como paralela y yuxtapuesta a esa serie.
—Sino que, además, fue comprendiendo que, para entender lo que el poder presentaba como algo fragmentado, resulta imprescindible encontrar el centro que articula una aparente polvareda de datos inconexos.
Su progresivo des-encanto explícitamente cuestiona así su primitiva “ingenuidad”. Ya no enfatiza. Ni con el sindicalismo amarillo, ni con la policía corrupta, ni con los jueces venales, ni con el ejército verdugueador.
Eso, a partir de 1956 hasta llegar al 77. Porque los otros días, alguien me escribe desde México. Y después de recordar los whiskies tan desenvueltos de Rodolfo intercalados con largas tiradas de Ricardo III o del Timón:
—El detective inicial de Walsh —me subraya— ya no puede buscar a un solo culpable. Necesita encontrar al responsable en la sociedad global. Argentina 1995: no criminal aislado, sino mafia, no asesino solitario, sino aparato. Hay que pasar de Sherlock Holmes a la novela negra norteamericana. Porque si un almirante en falsa escuadra justifica el asesinato de periodistas, un ministro complementario denuncia (y encubre) los negociados de la totalidad de un poder burocratizado en su permanencia. Y previsiblemente cada vez más violento. Me temo —y esto es lo que preanuncia Walsh en su Rosendo— que el efecto tequila no se detenga en medio de la Bolsa ni entre los yuppies engominados con movicón.
Pasado y presente
(de “Crítica, denuncia y conjuro”, Nuevo Sur, Buenos Aires, abril de 1990)
Ha sido la literatura, y en especial la argentina, la que me ha servido de mapa y desafío para un quehacer específicamente crítico. De ahí que hablar del par de coordenadas en cuyo cruce he tratado de situarme pueda ser fecundo: en primera instancia, aludiendo a la coordenada crítica de nuestro país hacia el pasado. Como rescate del pasado utilizable. Ineludible y magra: en primer lugar, Muerte y transfiguración de Martín Fierro, de Ezequiel Martínez Estrada. ¿Por qué? Entre otras cosas, y más allá de seducciones esplengerianas o metafísicas, por la operatividad puesta en escena por Martínez Estrada entre el análisis interno y la inflexión histórica. Martínez Estrada al comienzo, entonces, y algunas bisectrices provenientes de Pedro Henríquez Ureña de América Latina allá por 1946, y quizá José Luis Romero con su trabajo sobre las ciudades y las ideas desde México hasta el Río de la Plata. Desde ya que lo fundacional del viejo Rojas —por cierto que con discrepancias en torno a sus postulaciones telúricas—; inesperadamente (pero válido entonces) el Anderson Imbert del Payró y sus tres miradas pícaras. Mi ecuanimidad casi me espanta de tan virtuosa…
Por eso, por ahí, paro de contar, dado que tengo que dar un brinco hacia mis compañeros de Contorno. Ah, tiempos, y qué le voy a hacer: en materia crítica, rescato, inolvidable, al Ramón Alcalde que cuestionó a Ramos Abelardo por su versión esquemática de Borges. Por lo menos, El sagaz trabajo —de 1954 estoy hablando— de León Rozitchner con motivo de Eduardo Mallea y su Pasión argentina. De Oscar Masotta: sus insolencias saludables con el pretexto de la traición y el sexo en Roberto Arlt o en dirección al desdichado Ghiano. Y en esta serie, jubilosa, el Adolfo Prieto de La literatura autobiográfica argentina o el más reciente de El discurso criollista en la formación de la Argentina moderna. No hay mucho más en mi biblioteca crítica argentina y, probablemente, esté hablando de mis limitaciones. Aunque va de suyo el excelente trabajo de Beatriz Sarlo sobre el Buenos Aires 1920-1930, así como la sagaz exposición de Cristina Iglesia y Julio Schwartzman en dirección a lo colonial y a las mitologías zurcidas en catecismos y conversiones.
De toda una expansión de mis lecturas de la otra coordenada, desde Dilthey hasta Lukács, Sartre y Goldman, Bachelard, Starobinsky y Mukarovsky, ¿qué presiento como ojo/eje de una faena crítica? En primer lugar, el espectro puede ir desde el marxismo más explícito con rumbo a una sutil fenomenología y desde los telquelianos, que se zambullen en minucias o palpajes muy diestros, hasta caminadas de nuevas retóricas o de filos con Saussure o más o menos freudianos.
Sea. No se trata de postular aquí eclecticismos. Más bien —sobre todo desde Buenos Aires y Argentina—, una capacidad muy abierta de expropiación. Sabiendo desde el vamos que toda crítica, a fin de cuentas, es un test proyectivo y que cualquier escuela o tendencia crítica lo que hace es acentuar privilegiando uno de los componentes analíticos en detrimento de los otros. Lo decisivo en este aspecto, me parece, es cómo se integran esas mediaciones o de qué manera, incluso el aparente collage crítico producido con ingredientes de diverso origen se cataliza en torno a un pivote decisivo. No tanto “teoría” unificada como actitud fundamental.