En el trabajo, y aun de pibe, le incomodaba que lo llamaran “Vasco”: cuando lo escuchaba se sentía inferior. Sin embargo, a su primogénito lo hizo bautizar con el nombre Aitor. Es éste quien ahora me cuenta que en euskera significa “hijo de buenos padres” y su origen se remonta a una leyenda literaria de mediados del siglo XIX que lo ubica a Aitor como el patriarca vasco que tuvo siete hijos quienes, a la sazón, fueron los creadores de las siete regiones -cuatro en España y tres en Francia- que constituyeron Euskal Herría.
Como no podía de ser de otra manera, tanto en el barrio como en la escuela y luego en el secundario, a Aitor todo el mundo le decía el Vasco y, a diferencia de su padre, a él no le molestaba; al contrario, le resultaba un timbre de distinción. Le gustaba, dice, que lo llamaran así y mucho más cuando fue elegido el mejor bailarín de la cumbia colombiana en el 77 Fútbol Club de Morón. Eran los tiempos en los que se mezclaban sin conflicto “La cumbia del pescador” y “La pollera colorá” interpretadas por Los Wawancó, con “Twist and shout” de los Beatles y “Revolution” de los Rolling Stones. A la salida del baile, Aitor y su barra paraban en la Sportman, una mítica pizzería que quedaba en la esquina anterior al 77 y que -aclara- ya no existe. “Ahora, en esa esquina -agrega- hay un negocio multimarca; señal de que el capitalismo, como en aquella famosa película rusa, no cree en lágrimas”.
Un día de 1965, Aitor descubrió que el capitán de los Pumas era tocayo y fue esa razón la que lo llevó a asistir a un partido de rugby en la cancha de Los Matreros, el club que estaba al otro lado de las vías del estadio de Deportivo Morón. Le pareció una buena idea empezar a jugar ese deporte y se anotó para los entrenamientos. A la mañana iba al cole, a la tarde laburaba de cadete en una empresa de Ciudadela y a la noche, dos veces por semana, entrenaba en Matreros. “Ese año, la 5ta. División del club salió campeona. Había un pibe que jugaba de medio scrum, Martín Grigera, que la rompía. Muchos años después me enteré que siendo médico, Martín había sido arrastrado por los pasillos del Hospital Italiano por una patota de militares y nunca más se supo de él”. Agacha la cabeza, mira hacia abajo, hacia ninguna parte en verdad y sigue: “Dejé de jugar rugby cuando entré a la facultad. Un poco porque ya no me bancaba esa atmósfera rancia que los jugadores que venían del colegio marista le impregnaban al club y otro poco porque en la facu descubrí, de repente, el universo en un golpe de vista. Ahí, al alcance de mi mano, estaban el Mayo francés, la ofensiva del Tet en Vietnam, la huelga en el Chocón, Taco Ralo, Malcolm X, los Panteras Negras y Angela Davies, Cooke, qué se yo…"
"Era todo un mundo que giraba en la estela que había dejado la figura del Che y que en la facultad se acompasaba con las clases de Justino O´Farrell, Roberto Carri, Alcira Argumedo, Juan Carlos Portantiero, Alberto Plá, Carlos Okada. Los debates eran furibundos y las polarizaciones no admitían medias tintas: si era revolución no era reforma, si era anticapitalismo no era desarrollismo, si era peronismo no era izquierda, si era guerra popular prolongada no era insurrección, si era cuerpo de delegados no era centro de estudiantes, si era Paulo Freire no era John Dewey y así por delante”.
Para 1972 ya se había recibido y aplicó para una beca en La Sorbona. Viajó poco después de la masacre de Trelew. Como era más barato el pasaje su primer destino fue Madrid y de ahí se iría por tierra a Francia haciendo el cruce mítico de los Pirineos. Pero nunca llegó. En la obligada pausa madrileña, y de paso por El Rastro, conoció a Maite, una bilbaína bellísima que vendía cerámicas en el mercado y ahí, literalmente, su vida cambió. Él, argentino y con nombre vasco; ella, vasca y en silencio de euskera en la meseta castellana. Fue un flechazo. “Maite vivía en un departamentito en Vallecas y allí nos acovachamos los dos. Amor era lo que nos sobraba aunque no pudiéramos decir lo mismo de las pesetas, pero el rebusque en El Rastro y algunos mecanografiados que yo hacía por encargue nos mantenían en pie. Eso fue hasta diciembre de 1973 momento en el que, de sopetón, ella decide volver a Bilbao”.
Aitor dice que en ese momento se desconcertó, que no entendió ni el apuro ni las razones que Maite alegaba para dejar Madrid tan de repente pero que, al final, accedió a acompañarla. Ella le planteó que debía viajar primero “para arreglar todo allá” y que le avisaría desde Bilbao para que él hiciera lo propio. El tiempo que el Vasco pasó solo en Madrid se atontó con la lectura de los diarios que daban cuenta de lo que había sido el atentado con bomba que había hecho volar el auto que llevaba al almirante Luis Carrero Blanco, sucesor en el gobierno de España designado por el Generalísimo Francisco Franco, el dictador. Se trataba de la “Operación Ogro”, un minucioso plan urdido y ejecutado por un comando de la organización guerrillera Patria Vasca y Libertad (Euskadi ta Askatasuna -ETA). Aunque jamás le preguntó a Maite si su apurado viaje a Bilbao estaba relacionado con aquel atentado, Aitor afirma hoy que no tiene dudas de que la chica, al menos, formaba parte del apoyo a la operación, o sea, no había intervenido directamente en la acción ya que el día de la voladura del “Ogro” ella estaba junto a él en Vallecas, “pero que estaba en el rollo, estaba, eh”.
Sea como fuere, casi un mes después, Aitor llegó en un bus a Bilbao y Maite lo estaba esperando como si nada. Fueron a un apartamento más pequeño que el de Madrid que quedaba en el barrio de Santurtxu (el “Santito” en euskera) y allí volvieron a afincarse juntos. El Vasco salió de inmediato a buscar trabajo y consiguió conchabarse como sereno en una fábrica de perfiles de aluminio. No le habían exigido los papeles de la residencia pero, en su condición de “sudaca”, sabía que el jornal sería inferior al de cualquier trabajador formal. Así y todo, con lo justo, una vez por semana salían con Maite por el casco viejo de Bilbao “y nos perdíamos en los ‘poteos’, esa saludable costumbre de andar de tasca en tasca, paladeando ‘pintxos’ y tomando vino duro junto a cuadrillas de gente que no se conoce entre sí”. Poco a poco, Aitor fue conociendo, a instancias de Maite, las alternativas de la lucha de los nacionalistas vascos, las diferencias que los separaban y que hacían que unos se reivindicaran de la izquierda “abertzale” y abrazaran las acciones armadas y otros, como los socialistas y los del Partido Nacionalista Vasco, abogaran por institucionalizar la lucha independentista.
Hacia 1977, el gobierno de Adolfo Suárez promulgaría la Ley de Amnistía con el objetivo de aislar a los más duros y alcanzar una transición entre la dictadura franquista y un sistema de partidos reconocidos. La respuesta de la ETA, a partir de 1978 y hasta 1980 fue violentísima, al tiempo que grupos de derecha, provenientes de las fuerzas armadas franquistas, accionaban brutalmente contra la militancia nacionalista aun en territorio francés y con la complicidad de las autoridades galas. En febrero de 1981, el coronel Tejero, un fascista de la Guardia Civil, intentó dar un golpe de Estado ocupando por la fuerza la sede del Parlamento. Pero fracasó, no sólo porque no tuvo los apoyos que esperaba de la derecha más institucionalizada sino porque la entera sociedad española ya había comenzado a transitar los caminos del “Destape”, verdadera expresión cultural del fin del franquismo. El Vasco detalla todos esos sucesos pero sospecho que es para hablar de otras cosas.
Faltaba todavía un año para que Aitor se conmoviera hasta la médula con el desembarco militar en Malvinas ordenado por la dictadura de Galtieri, pero ya intuía que su amor por Maite lo había puesto en un lugar en el que ya no se sentía a gusto. Ella, ahora sin rodeos, le había confesado que estaba involucrada con una fracción de ETA, la que había decidido denominarse ETA Político-Militar o los “polimili”, que propiciaba el inmediato cese al fuego, el inicio de negociaciones y el abandono definitivo de la lucha armada.
Aitor se sentía inmerso en un remolino. Sentía que amaba a Maite, pero también que ya deseaba volver a la Argentina tras casi diez años de ausencia, una ausencia que, dicho sea de paso, le había impedido ser parte de todo el proceso del retorno de Perón y de la posterior resistencia antidictatorial al golpe de 1976 y, paradójicamente, lo había acercado de costado al independentismo de sus ancestros. Pero entre junio y septiembre de 1982 ocurrirían dos hechos que marcarían para siempre la suerte de la pareja de Aitor y Maite: la rendición de Puerto Argentino y la completa disolución de la fracción etarra que ya se había integrado al partido Euskadiko Ezquerra (Izquierda Vasca). Para cuando el Vasco juntó sus cosas y salió de Santurtxu rumbo al aeropuerto madrileño de Barajas, se despidieron tal y como suponía que debía ser una despedida para reencontrarse al mes siguiente. Eso no sucedió y jamás volvieron a verse. “Nunca me arrepentí de mi experiencia en Euskadi -dijo cuando lo entrevisté- pero mirá vos qué cosa rara ésta: regresé a la Argentina y me instalé aquí sin darme cuenta del nombre de esta calle”. Por esas vueltas de la vida, Aitor vive en una casa de la calle Nuestra Señora del Buen Viaje, en Morón, muy cerca de los lugares que había trasegado en sus años mozos. Claro: sus amigos le siguen diciendo el Vasco.