Qué eran para nosotros los “raros” más que una esencia de lavanda, el perfume de lo extraño, un algo que los representaba y los corporizaba, pero más allá de esto, siendo ajenos, umbríos, indescifrables, no representaban amenaza alguna. No eran el fuego fatuo ni lo horripilante de los cuentos de sordideces que se oían de las bocas, por lo bajo, en las conversaciones de las señoras.
Los dejábamos hacer, ir, venir; comentábamos sus movimientos furtivos que imaginábamos como sketches cómicos y desde la altura de chicos como éramos, conjeturábamos sobre sus naturalezas: seres para una exposición, como esos nacidos con dos cabezas o con una seria malformación que los hacía diferentes de nosotros, bien hombrecitos.
Contenían la misma incógnita que una sirena o un fauno, que un dragón o un mago con cola de demonio. Nos resultaban atractivos, más ninguno se atrevería a tocar la tapa de sus arcones; pero nos gustaba que estuvieran andando sus huesos seculares por los mismos caminos que los nuestros. Por eso les perdonábamos lo que llamábamos “sus desvíos”. Visto de este modo, no constituía nada malo: por el contrario, los adultos, fieras serviles de la cultura, los denostaban, afeaban sus figuras y en ello, secretamente, veíamos algo peor, más oscuro y de verdad temible, mucho más que la anormalidad cordial detectada por nosotros. Era algo más sucio lo de los adultos hombres; era maldad, era veneno, era infortunio y un tinte de asco exorbitante en sus decires de masticar manises y escupir por el costado algún gargajo de cigarro los nombres, como si nombrasen apestados, mientras se caldeaban groseramente en el salón de billares, lejos de los delicados andares que tenían ellos, los invertidos.
Solo eso nos incomodaba un poco: sus meneos, como de arrebol, sus orgullos de señoritas sin serlo, y claro, cualquier perturbación en el agua del estanque del barrio, cualquier cosa diferente que no fuera el fútbol o los cuentos verdes producía extrañamiento. Era algo cómicamente patético para nosotros, pero nunca horrible. Los que conocíamos resultaron amables, y por más que nos advirtieran de sus mugrosas garras y lo que decían solían hacer con niños como nosotros, ninguno se propasó vez alguna y resultaron, por el contrario, eficientes, despiertos y fundamentalmente, en esta galaxia de machos cabríos traidores de tangos, buenas personas. Lo eran el peluquero de señoras, el de la mercería, Vincent, el más famoso por su condición de pintor y artista y un mocito -el Richard- rubio en edad de jugar a las barbaridades de manada pero que se reservaba púdico tras el mostrador de una casa de fotografía y se acomodaba el pelo lacio en un mohín de niña. Ahí terminaba nuestra apreciación.
Repito: los tomábamos como a seres singulares y los respetábamos. Tendrían algo distinto para enseñar, al contrario de las hastiadas moles milenarias que barruntaban vegetando, diciendo asquerosidades, pedorreándose en medio del humo de los Avantis y los Imparciales.
Ocurrió una noche de invierno, una de esas con perros aulladores, cuando apenas son las seis y el mundo se derrumba desvanecido de chuchos de frío en un abismo de bocanada donde la luz artificial que tarda en llegar propone un sitio abisal, ideal para la emboscada, el amor prohibido y la aparición de fantasmas. Eran cuatro o cinco. Mayores, como de dieciocho. Estarían en la esquina fumando y vieron venir a Vincent con su bici verde inglesa, sus apuntes a carbonilla en la retaguardia, elegante, derecho en su andar. Vimos todo. Cómo se parapetaron, cómo dejaron de fumar y lo que le gritaron. Luego la baldoza que lo volteó. Le cayeron entonces. Bajo el farol pendiendo erguido como en un teatro, él se quejaba sin gritar mientras lo pateaban. Estábamos a unos metros pero era como si no contáramos para ellos. Tomé una rama, de esas gruesas que deja el plátano podado: la cabeza de uno de ellos crujió, fue un retumbe seco que me asustó. Antonioni dejó su bicicleta y extrajo un inflador que usó de garrote y la panza de otro sonó a tambor vacío. Alguien, uno de nosotros, azuzado por el hedor antiguo de lidias, llegó hasta a patearle las costillas a uno de los malevitos. Todo sucedió en un brevísimo lapso. No conocíamos la fuerza, el odio que llevábamos dentro. Él era Vincent, nuestro desviado preferido, y a pesar de ser lo que era, no se merecía que lo matasen. Habíamos visto sus pinturas expuestas y él resultaba mucho mejor que todos estos imbéciles sacados del vientre de los barriales y las sevillanas. En pleno instante final de la batalla comprendimos la magnitud y casi huimos, pero uno gritó que esperásemos. Era extraordinario poder contemplar aquello: los heridos eran muchos y se estaban retirando derrotados.
Una pareja mayor pasó, detuvo el Valiant, repuso a Vincent contra un paredón, y como enfrente estaba el Hospital Carrasco lo condujeron alzado hasta la guardia. Antonioni se llevó la bici de Vincent. Vimos la escena, desde lejos, aturdidos por el poder de nuestro fuego, asustados por derramar sangre o haber matado tal vez. Incómodos por no comprender por qué habíamos actuado así. Yo había empezado, era el criminal iniciático, el que encendiera la llama. Escapamos corriendo a nuestras casas, cada cual por senderos distintos. Yo cené en silencio y aún me temblaba la mano derecha, tanto que tomé la cuchara con la zurda. En la tevé, Royal Casino presentaba un concurso de belleza, donde cada chica lucía junto a su cadera el redondelito de cartón con el número. Atrás, por sobre los peldaños de cartón se movían unos bailarines. Mi padre soltó una carcajada. Yo estaba serio, concentrado en el asunto de ver sin ver.
-Mirá los mononos -dijo él, que jamás profería un insulto- Vos nunca vas a bailar así ¿eh? Prometeme que vas a salir milonguero como tu padre.
-Dejalo tranquilo -alargó mi madre.
Mi hermana, como de costumbre, me hizo burla: -Si es medio mariconcito, no te gastes, papi.
-Yo… yo… quiero aprender a tirar con escopeta -alcancé a decir.
-Así me gusta, ya te voy a llevar al campo -recitó mi viejo bajo la mirada amonestadora de mi mamá.
En los días posteriores cambiamos de esquina por un terror pavoroso de que los muchachones nos hubiesen identificado y anduvieran de cacería vindicatoria. Nunca más volvieron. Lo de Vincent se supo, pero nosotros, héroes en la oscuridad, permanecimos anónimos. Él ni se había enterado: su coma profundo duró una semana hasta que al mes pudo salir del nosocomio. Antonioni sigilosamente había dejado su bicicleta en la Guardia. Nunca más hablamos del asunto.
Hoy recuerdo esta estampa llameante y pura porque vaciando muebles encontré una acuarela de Vincent, que vaya a saberse por qué reapareció de su sarcófago y no pude evitar pensar por dónde andará aquel pintor, si aún vive o ya partió a la suave tierra que creíamos existía cuando ellos fallecían y era la de todos los raros del universo, a los que muchos lastimaban por el mero hecho de haber nacido lo que pensábamos de ellos: monstruos buenos.