Una vez lo escuché a Carlos Kunkel contar que él, de muy joven, había participado de los actos relámpago de la resistencia peronista. Yo había escuchado la expresión “actos relámpago” muchas veces, pero nunca me había detenido a descifrarla. “Eran actos relámpago porque gritábamos viva Perón, tirabámos volantes y rajábamos”, dijo él. Y entonces se me corrió el velo de lo que habían significado los 18 años de proscripción del peronismo en la Argentina.
Sólo entonces tomó dimensión la clandestinidad a la que fue obligado el pueblo peronista, pero no en los grandes rasgos, sino en lo íntimo de las personas. En la vida cotidiana, en las casas, en las calles, en la plazas, en los bares, en los almuerzos familiares, en lo privado, ser peronista fue un problema. Y en lo público, un motivo de persecución. Y a eso, durante todo ese tiempo, el poder dominante logró que se le llamara democracia. No lo fue.
Así como todo el aparato de comunicación del poder real todavía hoy le saca peso al salvaje bombardeo a civiles en la Plaza de Mayo y no lo admite como lo que fue, un acto de terrorismo de Estado, un hito de horror que marcó el país de la proscripción, también ha encubierto el dolor persistente, la humillación y la frustración de un pueblo impedido de expresar su identidad política, que en definitiva era la que lo había hecho feliz, sí, pero antes, sujeto de la historia.
El poder real de entonces tuvo 18 años para emitir su único mensaje y sembrar los mitos ultrajantes sobre los humildes, como el del parquet para el asado o el de la pedofilia de Perón. Hubo saña real y simbólica contra los grasitas que habían sido engañados por Evita, la mujer que les había hecho creer que en cada necesidad nace un derecho.
El dolor político es personal y colectivo al mismo tiempo. Hubo generaciones que crecieron en esa asfixia, en ese amordazamiento que impedía decir la verdad.
Y por acá llego a Cámpora. A ese 11 de marzo de 1973. A esa explosión de vitalidad popular que fue catártica porque liberó la angustia acumulada durante tantos años. El triunfo de Cámpora significaba liberar las gargantas, Perón volvía al poder. Y terminaba la proscripción. Terminaba el ocultamiento forzado de las emociones, terminaba el duelo por la propia dignidad, se renacía, y el viva Perón era un relámpago que iluminaba el futuro.
En esta época de perpetuo presente, que suprime la historia porque en ella se lee claramente que quienes oprimen hoy descienden de los que oprimieron antes, no hay pasado y tampoco hay futuro, porque millones de personas no saben dónde vivirán el mes que viene, ni dónde atenderse si se enferman, ni si comprar en cuotas porque el trabajo es inestable o precario, nadie planifica nada. Y el viva Perón siempre tuvo adherida la sensación de bienestar que da el poder hacer módicos planes a futuro, porque en el futuro están los que nos siguen en la rueda de la vida.
No se proscribe a un líder. Siempre se proscribe a un pueblo que es capaz de llevar adelante su propio proyecto y sabe quién estará al frente.