Consultado sobre sus lecturas, Mauricio Macri, que no destaca por comentarios que resalten una cultura libresca, nombró en 2007 a una escritoria rusa exiliada en Estados Unidos y recomendó sus obras. El entonces jefe de Gobierno se fanatizó con Ayn Rand. Poco meses más tarde, Hugo Biolcati llegó a la presidencia de la Sociedad Rural Argentina tras la crisis de la 125 y en una entrevista mencionó como libro de cabecera a una novela de Rand, de lectura compartida con Macri, uno de quienes apoyó el paro de la Mesa de Enlace. La novela, de algo más de mil páginas, trata de un paro empresarial llevado hasta sus últimas consecuencias contra el intervencionismo: La rebelión de Atlas.
Alisa Zinovievna Rosenbaum nació en San Petersburgo el 2 de febrero de 1905. Su familia se instaló en Crimea cuando llegó la Revolución. De vuelta en su ciudad natal, estudió filosofía e historia. Por esos años, y espantada del comunismo, escribió su primera novela, Los que vivimos, que pudo publicar en 1936 cuando ya estaba instalada en Estados Unidos y había adoptado el seudónimo de Ayn Rand. Había emigrado en 1925 y no regresó más a la Unión Soviética.
Trabajó en Hollywood y allí conoció a su marido, el actor Frank O´Connor. En 1938 apareció su segunda novela, Himno, donde comenzó a tomar forma su ultraindividualismo. El momento de éxito llegó en 1943 con El manantial. El protagonista es un arquitecto, Howard Roark, que se revela contra la burocracia y demuele un complejo de edificios que había diseñado. Llevado a juicio, su alegato se convirtió en el medio a través del cual Rand sentó las bases del objetivismo, como denominó a su filosofía personal.
El manantial se convirtió en un best seller y le dio fama a su autora. Fue llevada al cine en 1949. Para entonces, Rand estaba enfrascada en la escritura del que sería su libro más conocido.
Conviene detenerse en el argumento de La rebelión de Atlas, aparecida en 1957. Un repaso a su trama permite comprender por qué, amén de cuestiones de copyright, no llegó al cine o a la televisión en pleno apogeo de las ideas más aproximadas a las de Rand, en los '80. El hueco lo llenaron series como Dallas y Dinastía. Dicho de otra manera: J. R. Ewing y Alexis Carrington tienen más sustancia que los personajes de La rebelión de Atlas. A continuación, un resumen de la obra, que puede saltearse si hay intención de leer el libro.
Una antiutopía contemporánea
La historia de La rebelión de Atlas (Atlas Shrugged en su versión original) se ubica en un presente distópico en los Estados Unidos. La familia Taggart maneja una poderosa ferroviaria. La joya de la corona es el transporte de cobre desde unas minas en México, propiedad de un noble europeo, Francisco D´Anconia, que se exilió y, según cuenta Rand, inició su periplo latinoamericano en la Argentina. El aristócrata invirtió 15 millones de dólares. Semejante suma se convierte en la nada cuando el gobierno mexicano expropia las minas y el ferrocarril de los Taggart. El espejo de Rand es la nacionalización del petróleo por parte de Lázaro Cárdenas en 1938, que expulsó a los trusts estadounidenses. Lo curioso es que Rand corre al nacionalismo económico de Cárdenas y el PRI a la izquierda revolucionaria al hablar de “República Popular de México”, lo cual remite a la República Popular China. Lo mismo dice de Noruega y de Portugal, país que, al momento de publicarse la novela, todavía sufría la dictadura fascista de Salazar.
Los Taggart se quedan sin recursos tras la nacionalización mexicana y encima precisan expandir sus vías hacia otros puntos de los Estados Unidos. Entonces deciden apostar por una aleación diseñada por un empresario metalúrgico, Hank Rearden. El denominado “acero Rearden” parece algo novedoso y seguro, aunque hay estudios que dudan de su fiabilidad. Rearden sufre la presión del gobierno de los Estados Unidos, que quiere quedarse con su empresa a través de un ente llamado Instituto Científico del Estado. A esto se suma que toda iniciativa empresarial de Rearden y los Taggart se ve amenazada por una versión extrema de una ley antimonopolios que aprueba el Congreso. La ley de Igualación de Oportunidades establece que no se puede tener más que una sola empresa.
La ambiciosa Dagny Taggart convence a su hermano Jim de crear una empresa subsidiaria para burlar la ley, que ella dirigirá con el objeto de concretar una línea férrea hacia Colorado, que utilizará el cuestionado “acero Rearden”. Los sindicatos se oponen, por motivos de seguridad, y ella presiona con que no contratará a ningún trabajador sindicalizado. El tren de Dagny cruza sin problemas un puente diseñado con la aleación de Rearden.
Mientras, el Gobierno ordena racionalizar los recursos naturales y el Instituto Científico del Estado presiona a Rearden para comprarle su metal, al tiempo que amenaza con llevarlo a juicio por haberle vendido unas cuantas toneladas a un industrial. Dagny descubre en una fábrica abandonada un modelo de motor que podría ser revolucionario y se embarca en la búsqueda de su creador para poder desarrollarlo. El misterioso inventor sería un tal John Galt, cuyo nombre recorre la novela a través de la recurrente pregunta “¿Quién es John Galt?”, que se usa como latiguillo en varios diálogos.
A todo esto, sale una normativa gubernamental que prohíbe despidos, congela salarios, precios y dividendos y además fija cuotas básicas de producción. Por si fuera poco, se establece la cesión de la propiedad intelectual al Estado a través del Certificado de Otorgamiento Voluntario. Rearden acepta esto bajo el chantaje del Instituto Científico del Estado, que amenaza con hacer público el romance del empresario, un hombre casado, con Dagny Taggart. La heroína de la novela tiene que lidiar con un accidente de su ferrocarril, que le acarrea mala prensa.
En eso, entra en escena un pirata noruego llamado Ragnar Danneskjöld, perseguido por las autoridades. Se encuentra con Rearden y se solidariza con él. Le dice cuál es su objetivo: “Persigo a un hombre al que quiero destruir. Murió hace siglos, pero hasta que el último rastro de él haya desaparecido de la Tierra no tendremos un mundo decente donde vivir”. La obsesión del noruego pasa por un personaje de ficción: Robin Hood. “El que se dedicó a robar a los ricos para dar a los pobres. Pues bien, yo soy el hombre que roba a los pobres y les da a los ricos… o para ser más exacto, el hombre que roba a ladrones pobres para darles a los ricos productivos”.
Dagny sale al mando de una avioneta en busca de Daniels, el científico al que encargó que investigue el motor atribuido a Galt. La avioneta cae en el desierto y es rescatada por el mismísimo Galt, que vive en comunidad con otros empresarios, con los que piensa vengarse de los saqueadores a través de un lock-out. Le confirma a Dagny que él creó el revolucionario motor y resulta que es amigo de D´Anconia y Danneskjöld. Al mismo tiempo, el Estado virtualmente nacionaliza el sistema ferroviario, con lo cual se hace del control de la empresa de los Daggart. Además, se planea la nacionalización de las minas de cobre de D´Anconia en todos los países donde se encuentra.
El día en que Chile se dispone a expropiar la producción de cobre de D´Anconia (paso previo para que lo haga la “República Popular de Argentina”) explotan todas las minas del empresario. Ya no hay cobre. Días más tarde, se rompe un cable de cobre en Minnesota y no hay repuesto. Se para toda la producción de granos. La falta de repuestos de cobre produce la parálisis en los Estados Unidos. Hay estados que piensan en separarse del resto del país e incluso hay linchamiento de cobradores de impuestos, los malos de la película, mientras se mantiene el paro patronal.
Galt sabotea una transmisión radial y televisiva de funcionarios del Gobierno. A lo largo de un extenso monólogo de 50 páginas, expone su defensa del individualismo. Las autoridades lo capturan y lo torturan con descargas eléctricas para que lidere la restauración del anterior orden económico. Se niega. El Gobierno cae y Galt celebra que sus ideas pueden refundar al mundo.
Individuo vs. "saqueadores"
El tema central de la novela pasa por demostrar una frase atribuida a Churchill, según la cual "muchos miran al empresario como el lobo que hay que abatir, otros lo miran como la vaca que hay que ordeñar y muy pocos lo miran como el caballo que tira del carro". Rand se propuso mostrar las consencuencias de un Estado saqueador (la palabra "saqueador" es una de las que más aparece en el libro) ante lo que es un lock-out patronal.
Los apologistas del neoliberalismo y los randianos suelen machacar con que países con alta carga impositiva se encaminan a un escenario como el de La rebelión de Atlas y dan por sentado que ocurriría lo que narra el libro. Esto trae aparejado dos corolarios: uno, que validan con carácter científico a una obra de ficción, cuando no hay antecedentes de algo similar en la vida real; dos, que las condiciones en que se produce el lock-out del libro no se condicen con las de un país como los Estados Unidos. Rand juega en su antiutopía a exacerbar el intervencionismo del New Deal y deformar así las políticas de Roosevelt. Lo que trasluce la novela (que nunca menciona al Presidente; el Estado es algo con una omnipresencia que para los parámetros de Rand y sus acólitos sería levemente inferior a la del 1984 orweilliano) es la deriva a la que podrían llegar los Estados Unidos por esa senda.
Justamente, el modelo cambió en 1973 con la crisis del petróleo. El Estado de bienestar entró en crisis y se combinaron la alta inflación y el estancamiento económico. Para salir de la estanflación se cambió el paradigma y llegó el liberalismo recargado de Friedman, Hayek y Mises. Pero ni siquiera en esos años hubo algo similar a la ficción randiana. Más bien lo contrario: las grandes empresas (en especial automotrices) apostaron al salvataje del Estado, un anticipo de lo que sería el rescate a los bancos en la crisis de 2008.
Poco antes de morir, Rand quizás viera su sueño profético llegar a la realidad. En agosto de 1981, el gobierno de Ronald Reagan enfrentó una huelga de controladores aéreos. El exactor cruzó el Rubicón: enfrentó la medida de fuerza con personal jerárquico y esquiroles, declaró ilegal la huelga y despidió a 11 mil trabajadores. Ese mismo escenario se repetiría en 1985 con la derrota del sindicato minero inglés, que perdió su pulso contra Margaret Thatcher después de un año de conflicto.
Al momento de publicar la novela, en 1957, los Estados Unidos tenían bien aceitado el sistema del Welfare State. Tanto, que era una política que trascendía a los demócratas. Los republicanos (que todavía eran una derecha conservadora moderada) recuperaron el control de la Casa Blanca en 1952, después de dos décadas, y bajo la presidencia de Dwight Eisenhower desarrollaron una política impositiva que elevó los gravámenes a las grandes fortunas a un 90 por ciento. Mientras Eisenhower decía combatir al comunismo (de hecho lo hacía con el intervencionismo militar), las arcas públicas se engrosaron con impuestos a los ricos a una tasa inédita. En ese marco vio la luz La rebelión de Atlas.
Un mal intento por anticipar el futuro
La novela tiene una prosa sin vuelo, la acción se demora (lo cual la vuelve tan voluminosa) y el argumento es insostenible. Aun como obra de ficción, es imposible el correlato con la realidad que algunos exégetas plantean como si Rand hubiera sido una visionaria. Ejemplo concreto: el pasaje en que se narra la nacionalización del cobre en Chile, que determina la destrucción de las minas por parte de D´Anconia. Rand se anticipó más de diez años a una medida que concretó Salvado Allende. No solamente que ningún empresario destruyó sus propiedades, sino que, pequeño gran detalle, el cobre sigue en manos estatales desde entonces, incluso después del golpe de 1973.
Sumemos otro ejemplo, risible y grotesco. Se lee que durante la huelga empresarial "la República Popular de Guatemala rechaza el pedido de los Estados Unidos de un préstamo de mil toneladas de acero". Rand pudo haber corregido algo que, probablemente, escribió tres años antes de la publicación del libro. La novela es de 1957; el golpe en Guatemala, que desalojó a Jacobo Árbenz acusándolo de comunista e instauró un régimen de derecha, ocurrió en 1954. Por lo demás, Guatemala ha sido siempre un país dependiente de la producción frutihortícola, y no parece sensato, aunque se trate de una ficción, mencionarla como una potencia metalúrgica, capaz de no venderle al primer país del mundo. Salvo que, de fondo, lo que trasluzca por parte de la autora sea un sentimiento supremacista.
Los randianos, entre cuyos cultores y lectores de la gurú de derecha hay hombres de negocios, insisten con la noción de que La rebelión de Atlas es el libro más influyente después de la Biblia, de acuerdo a un sondeo realizado a comienzos de los '90 en la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos. De ser así, se produce una paradoja. Porque Rand descreía de la religión y su obra se cita como una verdad revelada, con sus adoradores marcando su impacto casi al nivel del texto religioso más difundido del mundo.
Rand buscó tener incidencia política a partir de su obra. Varios think-tanks conservadores comenzaron a citarla al tiempo que ella editaba un boletín, The Objectivist Newsletter. Apoyó candidatos presidenciales republicanos, entre ellos, a Barry Goldwater. Fue este senador por Arizona quien sentó las bases del neoconservadurismo, que florecería con Reagan y luego llegaría al Tea Party y Donald Trump. Goldwater se atrevió a proponer el uso de armas nucleares y, en plena lucha por los Derechos Civiles, tuvo, además del apoyo de Rand, el del Ku Klux Klan.
La ultraindividualista Rand, la mujer que publicó un ensayo titulado La virtud del egoísmo y detestó siempre la acción del Estado en cuestiones básicas como salud y educación, padeció cáncer desde 1974 hasta su muerte, el 6 de marzo de 1982, a los 77 años. No se puede decir que haya muerto en su ley: pasó sus últimos años dependiendo de Medicare y la Seguridad Social, o sea que puso su salud en manos de entes públicos, sostenidos a través de la recaudación de impuestos. Lo que se dice un gaje del oficio.