Existe un debate en torno al ámbito económico: están quienes aseguran que esta disciplina consiste en un cúmulo de conocimientos técnicos específicos ya demostrados, a partir de los cuales se desprende un único recetario de políticas posibles; y quienes afirman que se trata de una materia en dónde prácticamente no existen leyes ni principios, en la que todo se reduce a un conflicto de intereses, a partir del cual toda trasformación depende simplemente de la voluntad.
Para analizar esta cuestión, tan interesante y fundamental en términos epistemológicos, resulta de utilidad partir desde el análisis propio del concepto que distingue a la asignatura en cuestión. En nuestros días, la definición más difundida es la que caracteriza a la economía como la ciencia que estudia la administración de recursos escasos para la satisfacción de las múltiples necesidades humanas. Esta definición se condice con la primera perspectiva en diputa en donde, dada la restricción de recursos, existe un único compendio de medidas técnicas que permite maximizar la utilidad de los agentes económicos.
Esta conceptualización no permite abarcar todo el terreno de estudio ni la complejidad de esta disciplina. El hecho de que la definición más difundida incurra en ciertas inexactitudes no es casual y tampoco inocua. Su vigencia se debe a la hegemonía de la ortodoxia económica en la formación de economistas, que promueve el divorcio de la economía y la política, con la pretensión de presentar su discurso y su acción como si fueran neutrales.
En primera instancia, el problema de esa definición radica en que los bienes no son escasos. Si bien es cierto que no son infinitos, los recursos con los que el planeta cuenta resultan suficientes para garantizar una vida plena a todos sus habitantes. Además, el ser humano posee una capacidad asombrosa para transformar su entorno y, a través de ello, incrementar la producción de nuevos bienes mediante el trabajo, la ciencia y la tecnología. Complementariamente, si bien las necesidades de los seres humanos son diversas, no son infinitas, como la sociedad de consumo intenta establecer.
A partir de esto, la tradicional definición de economía invita a la resignación de quienes no tuvieran una suficiente dotación de recursos, ya que estos son exhibidos como escasos e insuficientes o en todo caso justifica la competencia descarnada por la obtención de esos bienes entre los disconformes.
En la misma dirección, esta escuela de pensamiento económico recurre frecuentemente a la metáfora de la manta corta para explicar los problemas en economía. Sin embargo, la manta no es tan corta y cada día se hace más grande a partir del trabajo, la producción y la innovación. De lo cual se desprende que el verdadero inconveniente no se circunscribe a la escasez, sino en cómo se distribuye.
Según estimaciones de la ONG Oxfam, el agregado del 1 por ciento más rico de la población mundial posee más del doble de riqueza que el conjunto del 90 por ciento más pobre. Mientras algunos tienen una fracción de la manta mucho mayor a la que necesitan para abrigarse, otros se mueren de frío.
El origen de esta tendencia, que propone el estudio de lo económico como ámbito disociado de lo social y de lo político, se constituye desde la dinámica propia que surge de las entrañas del modo de producción vigente. Es decir, que la ciencia económica tal como nos la presentan está asociada con el surgimiento del Estado capitalista moderno. Circunstancia a partir de la cual la economía ortodoxa desempeña el rol de promover y legitimar las políticas que favorecen a los sectores dominantes.
Sin embargo, la realidad económica resulta mucho más compleja que los modelos matemáticos que se enseñan en las universidades. El desequilibrio es el rasgo distintivo de las sociedades, debido a la permanente interacción de factores contradictorios e imprevistos. Por lo que los fenómenos sociales y políticos no pueden ser modelizados a partir de ecuaciones inflexibles que dejan de lado variables fundamentales como el hambre, la miseria y el sufrimiento de los seres humanos.
La ciencia económica no puede reducirse sólo a cuestiones matemáticas, fundamentalmente, porque el comportamiento humano no puede ser, al menos por el momento, reflejado en todas sus dimensiones a través de la formulación matemática. Por eso, cuando la economía deja de lado las cuestiones morales, éticas, sociales y políticas que le son inmanentes y se reduce simplemente a modelos algebraicos puros, se cercena la esencia del análisis económico.
La economía es política en toda circunstancia, por lo cual resulta impropio procurar escindir la economía y política en el análisis y la comprensión de los procesos históricos o sociales. Teniendo en cuenta este contexto, una definición que aproxima con mayor precisión al concepto bajo análisis es aquella que establece a la economía como una ciencia social que estudia las leyes que rigen la producción, la distribución, la circulación y el consumo de los bienes que satisfacen necesidades humanas.
De forma tal que el campo de estudio de la ciencia económica no se circunscribe únicamente a los detalles técnicos de la administración o la producción, sino que abarca también las relaciones sociales que se desprenden del propio proceso de producción y del modo en que la acumulación se despliega.
Ahora bien, el hecho de que la economía se encuentre permanentemente atravesada por la dimensión política no implica que no existan en esta ciencia social un conjunto de conocimientos comprobables y de capacidad predictiva.
La cuestión relevante aquí es que como la política es el ámbito donde se enfrentan y disputan los intereses de los distintos sectores que conforman la sociedad moderna, en esa discusión la metodología propia de la ciencia queda absolutamente desdibujada por la polvareda propia de la confrontación. Es justamente esto lo que complejiza el debate y los acuerdos en torno a las leyes fundamentales de la economía.
El pensamiento crítico se debe ejercer en cualquier disciplina y mucho más en una ciencia que no es exacta. En todo ámbito científico, la posibilidad de partir de un paradigma equivocado permanece siempre latente, pero en el mundo de la ciencia económica el eminente componente político dificulta aún más la capacidad de acuerdo frente al acervo de conocimientos de índole teórico.
Más allá de esta relación dialéctica existente entre el método científico y los intereses políticos inmanentes a todo abordaje económico, la síntesis de esta contradicción avanza sistemáticamente en la construcción de leyes generales debidamente estructuradas y con sus correspondientes características de comprobación empírica y facultad predictiva. Esto no inhibe que a cada paso que se avanza en esta dirección pueda provocarse la apertura de nuevos interrogantes, como distintivamente ocurre en todo devenir asociado al mundo del conocimiento y al propio método científico.
Esta es la tarea del pensamiento crítico, habitualmente ausente en las formas que asume la discusión económica en los medios de comunicación masiva y en diversas instancias de la propia disciplina. De tal forma, la contradicción entre intereses políticos y conocimiento no debería implicar la vulgarización ni el voluntarismo.
*Economista UBA @caramelo_pablo