Corina Fiorillo y Antonio Grimau compartían, además de amplias trayectorias y carreras consagradas, el deseo de representar un clásico teatral, una asignatura pendiente que funcionó como excusa para reunirlos por primera vez en un proyecto escénico. El avaro, la célebre comedia en prosa escrita por Molière, fue la pieza elegida por Fiorillo para saldar esa deuda. Estrenada hace más de tres siglos, en 1668, la obra del dramaturgo francés cuenta la historia de Harpagón, un hombre obsesionado con el dinero que acumula y custodia celosamente, y que lo lleva a someter a su familia a una austeridad extrema. Su afán desmedido por lo material entra en contradicción con los intereses de sus hijos Cleanto y Elisa, quienes soportan también, junto con los sirvientes y criados, el despotismo de su padre.
Con un trabajo interpretativo excepcional, que lo obliga a una transformación física y vocal, Grimau se impone en escena en la piel de este villano particular, acompañado por un elenco de doce actores igualmente talentosos e histriónicos entre los que se destacan Iride Mockert, Nelson Rueda, Silvina Bosco, Marcelo Mazzarello y Julián Pucheta. A sus 73 años, y mientras graba los últimos capítulos de la miniserie televisiva Sandro de América, dirigida por Adrián Caetano, en la cual se convertirá en el icónico cantante Roberto Sánchez, Grimau asegura que el rol protagónico propuesto por Fiorillo lo volvió a colocar frente a un nuevo desafío y abrió un nuevo punto de inflexión en su carrera, al igual que sucedió cuando fue elegido por el director Alberto Ure para integrar el elenco de Los invertidos, en 1990. “Esa oportunidad me cambió la vida a todo nivel, porque a partir de ahí me empezaron a convocar los directores prestigiosos, que hasta ese momento no me habían tenido en cuenta porque yo era tal vez un galán de las tardes de Canal 9 y nada más, y no sabían que detrás de esa figura un poco superficial podía haber un actor”, recuerda, y agrega: “Cuando uno siente que su carrera podría empezar a declinar, aparecen estos llamados como el de Ure o Corina que te revitalizan, y te ponen otra vez en el tapete y en el juicio del público y de los críticos. Esto es fantástico porque cualquiera podría pensar que a mi edad estoy en el ocaso de mi carrera, y no, queda mucho por hacer, y es muy alentador para la vida de uno, más allá de la actuación, tener proyectos y tener este hálito de energía todavía para enfrentarlos”.
Por su parte, Fiorillo se muestra satisfecha con los resultados obtenidos y las buenas críticas que ya cosecha su adaptación de una obra que cuenta con otra versión local muy recordada, dirigida por Juan Carlos Gené, y protagonizada por Walter Santa Ana, en el Teatro San Martín, en 1996. La directora, responsable del montaje de otros títulos estrenados durante el año con gran éxito como Tebas Land y Dignidad, decidió adaptar el texto a un lenguaje cotidiano y sumar al relato elementos del musical, con músicos-actores en vivo, aunque conservando la esencia del autor. “La obra habla mucho acerca de la hipocresía, y de los lugares donde uno coloca los objetos de deseo”, cuenta. “La puesta mía tiene mucha mirada sobre eso, y sobre cómo uno transita los lugares de poder. Harpagón no puede desprenderse de su dinero, y del poder que le entrega el factor económico, pero también tiene una gran necesidad de ser querido. Por otro lado, los demás personajes se van acomodando como pueden a su tiranía para sacarle mejor provecho, y no para hacerle frente, y de esta manera todos aparentan ser lo que no son para conseguir algo, y este es un camino que Molière critica”.
–Este es el primer clásico que dirige. ¿Cómo se gestó este proyecto?
Corina Fiorillo: –El año pasado me convocó Eva Halac, la directora artística del Teatro Regio, porque quería que estuviera acompañando la programación de este año, y empezamos a tener reuniones de búsqueda en las que llegamos a la conclusión de que queríamos hacer un clásico. Ahí llegó instantáneamente el nombre de Molière, y su obra El avaro, porque realmente tenía muchas ganas de hacer un clásico, pero que fuera una comedia. Este proyecto representa un doble desafío para mí, y estoy muy agradecida porque a un director pocas veces se le da la oportunidad de dirigir elencos tan grandes, y con una producción completa como es la del teatro oficial. Los clásicos son lugares en los que uno se siente bendecido.
–Esta puesta también significa un desafío actoral para usted.
Antonio Grimau: –Sí. Desde hace mucho tiempo tenía la necesidad de enfrentar un clásico, y tuve la suerte de que la propuesta viniera de parte de Corina Fiorillo, a quien admiro muchísimo. Había visto algunas de sus puestas, y me decía: “Ojalá alguna vez me toque trabajar con ella”, y no sólo me tocó trabajar, sino también hacerlo con esta obra, lo que me garantizó estar en muy buenas manos. No cualquiera puede dirigir un texto de Molière, porque es un autor que requiere de una enorme responsabilidad. Con Corina se ha dado una química muy feliz, en relación al trabajo, y también fuera de él. Hemos hecho muy buenas migas, coincidimos en muchas cosas, y tenemos intereses comunes respecto del arte en general.
–¿Cómo fue el proceso de adaptación de la obra? ¿Qué elementos respetó y cuáles incluyó?
C.F.: –Primero, trabajé el lenguaje, porque quería que fuera cercano y similar al modo en que hablamos nosotros, pero con el código determinado de Molière. Realmente tenía muy en claro, tanto en la puesta como en la adaptación, que quería hacer lo que, según mi criterio, Molière haría ahora. Él hacía un teatro popular, para todo el mundo, y hacía un teatro divertido, con sustento, porque tiene una enorme crítica social, y creo que la adaptación juega con las dos cosas, con la comedia y con el drama. Mi idea fue también acercar lo musical como un elemento a veces distanciador, pero no quería hacerlo por fuera del texto, entonces elegí algunos fragmentos para convertirlos en canciones. De esta manera, la adaptación fue mezclándose con la puesta, pero siempre tratando de rescatar el espíritu de Molière, y de hacer lo que creo él haría hoy: algo atrevido, lúdico, transgresor, y no algo tibio.
– La complicidad de los actores con el público también es un rasgo importante de su adaptación…
C.F.: –Sí. Los actores, en general, no suelen disfrutar tanto de vencer la cuarta pared, pero esta decisión fue muy trabajada con ellos, y lo hacen genial. Estoy muy contenta con el elenco, y agradecidísima con la entrega que han tenido hacia mí, y con el crecimiento que tuve, porque estar en contacto con tan inmensos artistas, y tan buenas personas, hace que inevitablemente crezcas.
– ¿Por qué eligió a Antonio Grimau para asumir el papel protagónico?
C.F.: –Me tomo mucho tiempo para elegir el elenco, porque creo que es una de las partes más importantes de un trabajo. Harpagón es un rol muy complejo, que tiene que tener una energía, un cuerpo y una voz muy particulares. Tiene que poder, además, atreverse al drama tanto como a la comedia, correr riesgos, porque es casi ridículo en muchos momentos, y transitarlo con naturalidad, y me parecía que Antonio tenía todas esas condiciones. Cuando lo llamé, tímidamente, para ver si le interesaba, pensé que el barco iba a estar bien comandado por una cabeza de compañía humilde. Él quería trabajar conmigo, y yo también. En ese momento, me preguntó para qué rol era la propuesta, y le contesté: “¡Qué nivel de humildad! Para Harpagón”. Antonio es un ser humilde, y en todos los ensayos fue el primer trabajador. Es un lujo haber tenido el placer de dirigirlo, como actor y como persona.
–¿De qué manera trabajó la composición de este personaje tan particular?
A.G.: –Empezar a trabajar este personaje tuvo que ver con entregarme de pies y manos a la dirección de Corina, y ofrecerle mi docilidad como actor y mi confianza más absoluta. Todos los personajes están dentro de uno, y hay que atreverse a empezar a bucear y a pellizcar dónde está el núcleo que te puede ayudar a acercarte al personaje. En este caso, tenía que ver con el egoísmo, con la avaricia, y el egocentrismo, y si uno se atreve hay zonas donde están todos los personajes, y entre ellos está el mío que es una triste figura porque además de su condición de avaro, usurero y mala persona con los hijos, tiene la pretensión de gustar, de enamorar, de seducir, y cae en un ridículo que causa gracia.
–Harpagón genera cierta empatía. No es el típico villano…
A.G.: –Sí, pero también despierta las habladurías y las críticas a sus espaldas. Este tipo de personajes que se creen muy habilidosos, muy vivos y muy por encima de los otros, no se dan cuenta de que en realidad son el hazmerreír de los demás.
– Este rol requiere de un esfuerzo corporal y vocal notables. ¿Cómo se preparó para eso?
A.G.: –Es una verdadera prueba de esfuerzo. Durante dos meses ensayamos todos los días, y solamente descansamos los lunes, y eso fue llevándome a una plasticidad que tuviera que ver con el personaje, de modo de llegar al estreno ya con el cuerpo muy acomodado a la actitud que tiene que tener Harpagón. Además, estuve rodeado de los afectos más grandes por parte de los compañeros, porque todos han sido gentilísimos conmigo, y me cuidaron, me apoyaron y me sostuvieron, sabiendo que era un esfuerzo muy grande para mí en particular. Eso también me ayudó muchísimo.
–¿Implica una responsabilidad especial encarar un clásico de estas características?
C.F.: –Creo que cada hijo, como yo le digo a las obras, tiene su desafío, pero el clásico tiene muchísimo trabajo. Las seis horas de ensayo, que habitualmente sobran, no nos alcanzaban. Hay mucha cantidad de trabajo, y el elenco que tengo es un dream team actoral impresionante. Arranqué a trabajar en la puesta en diciembre del año pasado con todo el equipo artístico, realizando reuniones disparadoras de ideas creativas, y una vez que llegamos al ensayo, dos meses atrás, todos tenían muy claro el proyecto. Creo que ese tipo de preparación que tuvimos hace que esta puesta tenga esta rigurosidad y exigencia. Montar un clásico en dos meses es un desafío.
A.G.: –Cuando tuvimos la primera reunión de elenco, Corina le preguntó a cada uno de los actores qué sentía frente al proyecto, y yo contesté claramente: “Mucho miedo”, aunque no fue exactamente esa la palabra; fue mucho más ordinaria (risas). Todos se rieron, pero ese era el ánimo que estaba en mí, porque si bien uno tiene una trayectoria, en muchas oportunidades en los ensayos tuve la sensación de haber vuelto a los talleres de teatro, como me había pasado con Gené alguna vez, o con Alezzo.
–¿La interpretación de Sandro que está realizando para la miniserie Sandro de América también significa un desafío?
A.G.: –Sí, es un enorme desafío, en el que también me amparo en la dirección de Caetano, a quien admiro y respeto muchísimo. Encarnar a un ser que está tan metido en la gente, de quien cada uno tiene su visión particular, y poder conformar a todas esas visiones, es una tarea tremenda. Pero los desafíos te hacen crecer, tanto en teatro como en televisión, y sacarles el cuerpo es una tontería. De modo que, con todos los riesgos que conllevan los proyectos mi idea siempre ha sido encararlos, enfrentarlos y ver qué pasa.
–Salir de la zona de confort…
A.G.: –Claro. Los directores como Ure, Corina o el mismo Caetano, te sacan de esa zona, te sacuden, y te sacan del letargo. Esto es lo que te hace crecer y hace que no te vayas quedando en la carrera. Me parece hasta aburrido quedarse en lo que uno ya sabe hacer.
–El avaro es una obra del siglo XVII. Transcurridos casi 350 años desde su estreno, ¿qué la hace tan vigente hoy?
A.G.: –Creo que sigue vigente por la universalidad de la temática. Es una obra que tiene varias lecturas porque habla también del amor controvertido, y del perjuicio que causan la avaricia y la acumulación de dinero en la vida personal de este hombre y en la de quienes lo rodean. Además, la obra habla del sometimiento de este avaro hacia sus sirvientes y criados. Pienso que al ver la puesta la gente siente una gran identificación con muchas situaciones de la vida actual. La vigencia está dada por una característica que se sigue sosteniendo, que es el egoísmo en todos sus órdenes. Recuerdo que siempre me llamó poderosamente la atención el almacenero de mi barrio que laburaba de 8 a 8, pobre hombre, pensando que un día plantaba bandera y después descansaba. Pero a los 50 años se murió, y todo lo que acumuló en esos 30 años de labor lo disfrutaron los hijos o vaya a saber quién. Este es el contrasentido de Harpagón. La mortaja no tiene bolsillos, y en algún momento hay que disfrutar de un viaje, o de una salida, pero acumular para llenar la bolsa y nada más no tiene sentido. Pienso en las enormes fortunas que existen, y me pregunto: “¿Cómo puede ser que esa gente no se conmueva en algún momento con el hambre de la infancia, o con los tipos que duermen en la calle? ¿Cómo puede ser que sigan acumulando, sin reparar en todo eso?”. Tal vez sea una idea muy romántica e idealista, pero la verdad es que no puedo entender cómo en algún momento no se detienen frente a esa miseria. Harpagón, de hecho, no se detiene.
C.F.: –Cuando comencé a hacer la adaptación, me parecía que estaba adaptando a un autor de ahora. La realidad es que ahí, antes de ponerme a ensayar, entendí que la obra tiene el abc de las grandes comedias teatrales y de la sitcom; tiene sus gags, sus remates y sus tiempos. Molière sigue vigente porque es el origen de todos nuestros grandes comediantes, y toda la comedia contemporánea tiene lo que ya estaba en su escritura de hace casi cuatro siglos. Pero, además, el lujo es que es una comedia con un sustento de crítica, y uno siempre agradece que el humor sea la mejor vía de reflexión de una sociedad.