En agosto de 1833 un inglesito de 24 años dormía por primera vez en su vida al aire libre. Apenas al norte de Carmen de Patagones hacía un frío de los mil diablos, pero el pibe estaba encantado. Los gauchos, sus primeros gauchos, le habían enseñado a hacerse la cama con el recado criollo que, sorpresa, abriga bien. Era la aventura de una vida y el inglesito se fumó un toscanito para festejar el cielo extraño, con las estrellas en desorden. Charles Darwin era feliz.
A este inglés lo recordamos como al viejo de la foto, un hombre cansado de polémicas y de las cargadas de que había inventado la evolución porque tenía cara de mono. Pero cuando Darwin se sube al Beagle para su vuelta al mundo, es un chico de 23 años invitado al viaje como acompañante del capitán Robert Fitzroy, con quien comparte calles en Palermo Hollywood. Fitzroy era otro pibe, le llevaba algún año a su flamante amigo, pero como capitán de una fragata de su majestad tenía la más absoluta autoridad sobre todo y todos. Esa autoridad se hacía respetar a lonjazos, si fuera necesario, pero tenía un grave problema para este joven oficial: la distancia era enorme, nadie podía hablarle como a un ser humano, ni corregirlo, ni discutirle.
Fitzroy era un hombre inteligente y culto, un pasable escritor y un geógrafo excelente, que por algo le habían encargado una vuelta al mundo dedicada a mejorar los poco confiables mapas de la época. Había paz y Fitzroy hizo algo común en la época, preguntarle a los amigos en Londres si conocían a algún civil compatible, que fuera un caballero de buena charla y le interesara el increíble viaje de exploración, all inclusive. Así le presentaron a Darwin.
Que era de la clase correcta -no era noble pero sí hijo de un caballero y nieto de un obispo anglicano- más o menos contemporáneo y con una de esas educaciones extrañas de la época, una mezcla de tutor privado y de la universidad de Cambridge. Desde los trece años, Darwin coleccionaba insectos de a miles, sabía diseccionar animales, secarlos y preservarlos, y era un geólogo competente. Uno de sus profesores, el reverendo John Henslow, fue su maestro de minerales y el que le hizo dos gauchadas enormes, la de convencer a su viejo que Charles no quería ser párroco anglicano y la de presentarle al joven capitán Firzroy. Los muchachos congeniaron, hablaron de insectos, caza y geografía, y quedaron en viajar juntos. Partieron de Plymouth en diciembre de 1832.
Después de tocar las Islas de Cabo Verde, el primer lugar tropical que el joven naturalista vio en su vida, y pasar por Río, el Beagle llegó al Plata. Darwin recorre Maldonado, ve una Punta del Este dominada por los pájaros, se aburre por el paisaje "excesivamente monótono" y finalmente, en pleno invierno parte a la boca del Río Negro. Ahi comienza su aventura, porque Fitzroy le explica que van a pasar por lo menos un año mapeando la costa y le recomienda ir por tierra "a Buenos Ayres". El once de agosto, con un guía, un inglés de nombre Harris y cinco soldados que tienen que reportarse, Darwin sale para el río Colorado a pedirle permiso "al General Rosas" para cruzar la provincia.
En camino es que Darwin se exalta por "la independencia de la vida del gaucho", la noche "silenciosa como la muerte, los perros haciendo guardia, el grupo de gauchos como gitanos haciendo sus camas alrededor del fuego". Rosas andaba en una de las tantas expediciones contra las tribus y había acampado en las barrancas del río, donde había pastos para las caballadas. El joven inglés es muy bien recibido y le asignan un ranchito donde vivía un español veterano de las guerras napoleónicas. Eventualmente, lo recibe Rosas, "un hombre de extraordinario carácter", "un jinete perfecto" y un exacto comandante que tiene el respeto "de un ejército de bandidos y villanos".
Evidentemente, el todavía futuro Restaurador decidió que el muchacho no era un espía y no sólo le dió un salvoconducto para su viaje, sino un permiso para usar las postas del Estado y cambiar caballos. Darwin no cuenta el detalle de en qué idioma hablaron, si en su castellano chapurreado o en el más firme inglés de Rosas. Como sea, el naturalista agarra los papeles y se va para Bahía Blanca.
El ya clásico diario de viaje de Darwin, publicado poco después de la vuelta a casa, abunda en observaciones geológicas y botánicas, en colecciones de fauna, en gastronomía -la mulita asada es muy rica, pero apenas alcanza para uno- y en paleontología. Pero donde el autor impresiona es en las observaciones sociales, donde de a momentos tiene visiones casi de futurología.
Por ejemplo, cuando habla de los indios. Darwin explica que Rosas es un pícaro que hace alianzas con una tribu para que pelee contra la de al lado, y que la intención es crear una guerra civil entre las primeras naciones. De esa época viene una división que todavía algunos tratan de mantener viva, la de indios de las pampas contra los de la cordillera, supuestamente chilenos. Rosas, señala el inglesito, integra a los indios amigos al ejército pero siempre los pone en primera fila, cosa que tengan muchas bajas. "Tiempo después de abandonar Sudamérica, me enteré que esta guerra de exterminio fracasó por completo", agrega. Y aun asi, Darwin acierta calculando que "en medio siglo no va a quedar un indio libre al norte del Río Negro". Se equivoca apenas por un par de años y por optimista, porque para 1880 tampoco queda un indio libre al sur de ese río.
En sus andanzas, es recibido amablemente por un estanciero en una zona donde, le contaron, hay fósiles aflorando. Darwin se queda encantado con los modales ceremoniosos del señor de la casa y con su primer contacto con la Argentina vieja donde el gauchaje vivía en tierra ajena, trabajaba y era tropa del patrón en la guerra civil o de frontera. Es un arreglo evidentemente medieval con una enorme diferencia, que si el gaucho no está cómodo se levanta y se va, con lo que el patrón mejor que se cuide.
Darwin le explica al lector británico que los campos de este señor son enormes, para medir en millas cuadradas más que en acres, y que tiene decenas de miles de cabezas de ganado. Pero que su casa es un rancho de adobe y techos de paja, con pisos de tierra batida, pocos muebles y ninguna alfombra. El inglés se sienta con los hombres en la matera sobre cráneos de vaca, cebando de una gran pava morocha y abollada, y nota que el patrón está vestido igualito que la peonada. La señora se pone un vestido anticuado y le sirve la comida en un plato de loza, que por algo hay visitas.
Y el inglés te explica que algún día este estanciero y todos los demás van a estar conectados a los mercados del mundo y van a exportar algo más que cueros y carne salada. Y que entonces van a vivir en verdaderos palacios y sus damas van a tener calesas de ocho caballos, las mejores sedas de Francia, muebles refinados y toda la porcela que quieran para las visitas. Que es lo que también ocurrió cincuenta años después.
El Viaje del Beagle es recordado más que nada por sus capítulos sobre las islas Galápagos, donde Darwin encuentra a sus pajaritos iguales pero con picos distintos que le muestran el mecanismo de la evolución. Pero un tercio del libro está dedicado a nuestras pampas y nuestras costas, donde el viajero no descubrió nada en particular, excepto tal vez cómo es eso de andar solo y libre y tan joven.
Cuando volvió a Inglaterra se casó con una prima rica y chupacirios. Publicó papers y artículos y se sentó por años sobre su descubrimiento estremecedor, ese que terminó con la explicación de todas las religiones sobre de dónde viene todo lo vivo. No recibió los honores que se merecía, porque se había atrevido a sugerir que hasta la reina Victoria descendía de un mono. Su mujer no le habló por años.
El viejo de la foto debe haber soñado con su primera noche en el sur bonaerense, tapado con un recado, fumando un habanito.