Una práctica ritualizada y un método profundamente asociado al espíritu ancestral japonés pueden filtrarse con naturalidad en la cultura occidental -la porteña, por ejemplo- y encontrar un lugar entre la vorágine de la vida cotidiana. Esas parecen ser las "enseñanzas" que se desprenden de El viento entre los pinos (editorial Fiordo), una exquisita crónica-ensayo escrita por Malena Higashi. La autora, licenciada en letras y periodista nikkei -argentina de tercera generación, bisnieta de japonesa-, relata allí sus experiencias en "el camino del té" y los cambios que produjeron en su vida.
Para alguien no iniciado en la práctica del chadō (en japonés, "cha" significa "té" y "dō", "camino"), la ceremonia del té puede remitir, a priori, a un conjunto de gestos y movimientos sobredimensionados para algo aparentemente tan común como juntarse a beber una infusión. Quizás quienes se entreguen a cierta práctica ritualizada del mate, con sus técnicas de preparación y su despliegue de saberes, encuentren una primera -aunque insuficiente- aproximación al significado del chadō.
Higashi viajó a Kioto para aprender en profundidad el camino del té y lo que se trajo excedió largmente la mera acumulación de referencias formales: el sabor y la temperatura de la bebida, el cuenco en el que se sirve, la posición del cuerpo, la cucharilla de bambú, los arreglos florales adecuados, el kimono que debe usarse según la época del años, las técnicas de purificación de los utensilios, etc. Mejor dicho, estas "referencias formales" implican e introducen una cosmovisión. Lo que aprendió Higashi, al mismo tiempo que esas prácticas, fue un modo diferente de habitar el mundo.
En la entrevista con PáginaI12, la autora señala: "ese año que pasé en Kioto sumergida en el mundo de la ceremonia del té dejó marcas tan fuertes que todavía hoy siguen apareciendo. En primer lugar, un cambio de vida rotundo. Todo lo que hago ahora gira alrededor del té y de Japón. Hay un pensamiento ligado a la práctica de té y al budismo zen: 'Ichi go ichi e'. Significa que cada momento es único e irrepetible. El chadō se trata de disfrutar con todos los sentidos ese momento para compartir una taza de té, en un ambiente que el anfitrión preparó con dedicación para su invitado. La práctica del té se extendió en Japón en una época signada por guerras civiles, y el momento de tomar té era un momento de paz. Hoy tenemos, en otra escala, nuestras propias guerras: la falta de tiempo, el estrés. A través de la práctica se puede llegar a un estado de tranquilidad que ordena y tranquiliza la mente".
Integrante de Urasenke, una de las escuelas de té más reconocidas dentro y fuera de Japón, Higashi despliega en el ensayo citas y reconocimientos a grandes maestros y/o divulgadores de la disciplina, desde Sen Sōshitsu XV hasta Sen no Rikyū. También expresa su gratitud hacia su abuela (con quien años atrás había practicado la ceremonia del té y quien la acompañó a Japón en su primer viaje, en 2015) y hacia sensei Maruoka (nikkei como Malena, pero mexicano).
En Kioto, el entrenamiento de la autora incluyó el estudio de otras disciplinas afines; la cultura japonesa se manifiesta como un entramado. Las más diferentes expresiones se nutren mutuamente: poesía clásica, historia del arte, shodō (caligrafía japonesa), etc. El paso por una de las más bellas ciudades de Japón se convirtió de ese modo para Higashi en un viaje introspectivo y transformador. El chadō le permitió, de algún modo, "meditar en movimiento"; ése es el espíritu que hoy intenta transmitir en las clases que brinda en la Argentina.
-En la ceremonia del té hay algo intransferiblemente japonés, pero aún así se practica en muchas partes del mundo. ¿Cuál es el secreto?
-Creo que es imposible trasladar una práctica cultural, una disciplina, un lenguaje de manera pura e inalterada. Un ejemplo: el cuerpo. La postura, la manera de sentarse en seiza, la manera de caminar, todos estos elementos son armoniosos, pausados, discretos. Hay algo de esa gestualidad que hay que aprender, no viene con una naturalmente. Todo se practica y se repite una y otra vez: la manera de sentarse, de tomar y dejar cada cosa, la manera en que el cuerpo se mueve. Y con los años todo eso se da con naturalidad. Pero no solo para los occidentales, también para los mismos japoneses. Otro ejemplo: muchos elementos de la ceremonia del té tienen nombres poéticos (gomei) y muchos de ellos representan fenómenos de la naturaleza que son propios de Japón. Kogarashi es un gomei que se utiliza a principios del invierno. Se refiere al viento del norte que anuncia la llegada del invierno. Y quizás un gomei para nosotros podría ser Sudestada. Una de las cosas más hermosas del chadō es que te enseña a observar profundamente la naturaleza y todo lo que te rodea. No importa entonces si estás en Japón o en Argentina, lo que te enseña es cierta sensibilidad. Una manera de estar en el mundo.
-¿Cómo explicarías brevemente el vínculo entre cultura y naturaleza que existe en Japón?
-Es un tema muy interesante porque se asocia Japón directamente con la armonía con la naturaleza. El crítico literario Haruo Shirane estudia muy bien este tema y dice que es una construcción cultural que llega a través de la literatura (la poesía waka y la novela cortesana). Esa construcción de naturaleza armoniosa se sigue sosteniendo aún hoy, y si lo pensás, Japón es un país que está constantemente amenazado por terremotos, tsunamis, tifones, etc. En el imaginario de la ceremonia del té, recibimos a nuestros invitados en una cabaña austera perdida en medio de la montaña. En un entorno silencioso y natural. Pero la realidad es que el auge de la ceremonia se dio en el siglo XVI en espacios urbanos en donde justamente, la práctica servía para evadirse del ajetreo y el ruido cotidiano para sumergirse en un ambiente en donde todos los elementos (los gomei que mencioné antes, una caligrafía que habla de la naturaleza, un dulce con forma de flor, un arreglo floral simple) recrean un ambiente ideal para disfrutar el encuentro. Shirane la llama “naturaleza secundaria”: es una naturaleza recreada.
El viento entre los pinos (libro que tiene ilustraciones de Nicolás Stimolo) se disfruta en los detalles de un aroma sugerido, una tímida exposición de colores, un gesto invocado. Está atravesado por una ligera nostalgia, ese "mono no aware" (concepto japonés que alude a un tipo de sensibilidad vinculada con lo efímero) que impregna un viaje de ida y vuelta a los orígenes. No es un libro "autónomo" en su divulgación de saberes sino que se abre hacia innumerables referencias. El título mismo es una cita que remite, al comienzo y al final del libro, a dos textos literarios: "La voz del viento en los pinos /hace la soledad algo familiar /¿quién hará ese despertar para cada amanecer" (Sōgi, poeta y monje zen del período Sengoku) y "Aquí, en mi viejo hogar, al que he vuelto sola y con aspecto cambiado, oigo soplar entre los pinos un viento cuyo sonido me es familiar" (de la escritora Murasaki Shikibu en la novela clásica de la era Heian: La historia de Genji). El libro se lee así, como dejándose llevar por una suave brisa.