“Argentina entrará en la Historia con mayúscula, y permanecerá su nombre entre los nombres de los pueblos por los siglos de los siglos, entre otras cosas, por haber aportado al mundo un santo varón”, me dijo un taxista de Buenos Aires, a ritmo de dos por cuatro. Uno de los santos de la puerta de al lado, agregué. Me preguntó: “¿Cómo es eso?” Le contesté: “sí, uno de los santos de la puerta de al lado, uno de tantos de nosotros, un vecino de Flores, un trabajador de a pie, un hombre con zapatos viejos, un porteño de ley, un emprendedor con éxitos y fracasos, un hombre con misericordia, uno que conoció la lealtad tanto como la traición, un hincha de San Lorenzo, un lector de Borges, un degustador de empanadas…, uno de nosotros, uno de las periferias del mundo, uno de los de acá sentado allá, en la silla de San Pedro, con toda la memoria de un pueblo latinoamericano por detrás y con todos los sueños de la humanidad por delante”.
Bajé del taxi y me dije: “... y sí, tiene razón porque: quién recordaría hoy a la vieja Macedonia si no fuese por Alejandro Magno.
A veces los imaginarios que emergen de los cuentos que nos cuentan no nos permiten apreciar el valor de las cosas. Por el contrario, le bajan el precio. Dios quiera que la “remembranza” -como diría el maestro Osvaldo Pugliese-, no nos lleve un día a decir, perdidos en lontananza: “Ay, que triste es recordar, después de tanto amar, esa dicha que pasó…
Pero estamos a tiempo. Nunca es demasiado tarde. No nos dejemos aguar la fiesta. Convirtamos el agua en vino ahora, que aún podemos. Es nuestra fiesta, la fiesta de todos los argentinos. La fiesta también es parte de la dinámica evangélica.
Se cumple una década de un pontificado. Quizás no lo valoremos por no ser conscientes de la dimensión que eso adquiere a luz de la historia de la humanidad. Pero quiero insistir: eso no ocurre muchas veces en la Historia; menos aún en la historia de unpueblo de la periferia.
Setenta y seis, de 266 pontificados -es decir, solo un poco más de una cuarta parte-, han llegado a la meta de cumplir una década. Algunos de esos pontífices son nombres familiares: Gregorio I, León I, Inocencio III, Pío IX, León XIII, Pío XII, Pablo VI, Juan Pablo II y, por supuesto, el mismo San Pedro. Pero muchos de ellos son oscuros y olvidados.
Unos dejaron como legado obras de arquitectura, otros encíclicas, algunos escándalos, y otros disputas con gobernantes terrenales o con toda una época.
Al cerrar el X año de su pontificado, el pontífice argentino ha legado a la historia: en valor de las voces de las periferias como sujetos soberanos, como conciencias justas; una reforma curial que pone al centro la conversión personal para sanar la carne sufriente con palabras y gestos; la revitalización del Concilio Vaticano II iniciando un sínodo sobre la sinodalidad donde todas y todos, tutti, tienen derechos a ser escuchados y a discernir; y un renovado magisterio social que, tomado como corpus, constituye un nueva teología que, desde la pastoral, emerge como “estilo de vida con sabor a evangelio” (FT 1).
Tal vez el legado que acabo de enumerar no represente mucho para un mundo que lee cantidades. Pero si digo que casi 7 millones de personas asistieron en un solo día a ver a Francisco, quizás eso pueda ser más significativo en la era de la acumulación. Ocurrió en Luneta, Filipinas. Pocos saben que fue el evento pontificio más grande de la historia, más que el mundial de la juventud en el mismo lugar en 1995. Ese escenario se repitió en África, Norteamérica y Latinoamérica.
¿Por qué?
Simplemente porque en un mundo atravesado por muchas guerras, la palabra soberana de Francisco no se deja correr por derecha, ni por izquierda. No se deja encuadrar por la agenda mediática confiada en intereses partidistas, ni por la agenda indiestrista de los desconfiados.
Para Francisco, como para cada uno de nosotros, ninguna guerra es más importante que otra, ningún enfrentamiento es más digno que otro, ninguna muerte es más legítima que otra. Por eso somos santos, porque somos víctimas del mal que se expresa cotidianamente en una guerra mundial a pedazos, como dice el Papa. Una guerra que se manifiesta en el conflicto armado tanto como en la trata de personas, la migración, el extractivismo, los abusos, el desempleo estructural, el quiebre de las empresas nacionales o el endeudamiento externo.
Quienes confían en Francisco son muchos, son millones. A diez años de su pontificado, su magisterio ecológico socio-ambiental es tema de estudio en casi todas las disciplinas de todas las universidades del mundo; es parte de las políticas públicas de casi todos los Estados occidentales; y es agenda compartida con todas las religiones.
El ruido no podrá tapar la voz, permanecerá en el tiempo porque es la continuidad de otras voces, que a su vez son la continuidad de la Palabra. Esperemos que el canto de las sirenas no nos aparten de los laureles que supimos conseguir.
Francisco es orgullo nacional. Si no, preguntemos al gran pueblo argentino, y responderá: salud!
*Teóloga