1. En su libro “El 45. Crónica de un año decisivo”,[1] - a mi juicio, uno de los mejores libros de historia argentina que he leído y releído en muchas oportunidades - el historiador Félix Luna nos recuerda que, ya en el año 1945, una de las mas grandes ambiciones de la supuesta “clase alta” de la sociedad argentina, era ubicar al Poder Judicial por encima de los demás Poderes del Estado, en el entendimiento de que lo que mal se conoce como “la justicia” debía ser siempre el último baluarte de la decencia, la honestidad y hasta del buen gusto. Dicho autor, ilustra como los mejores ejemplos de lo expuesto, la conocida “Marcha de la Constitución y la Libertad”, del 19 de Septiembre de 1945 y la violenta concentración en la Plaza San Martín del 12 de Octubre de ese año, destacando como nota de color, que, en torno a la aludida marcha, “si bien fue una demostración política, ni Bond Street podía haber hecho una exhibición tal de modelos “, y con respecto a la segunda concentración de Retiro, fueron “restos de caviar, pavita y botellas de champagne, lo que cubrieron abundantemente la zona”, cuyos asistentes reclamaban, como la única solución posible para terminar con el gobierno de la Revolución del 4 de Junio de 1943, la entrega del Poder a la Corte Suprema de Justicia, para terminar, de una vez por todas, con la “tiranía” y la “demagogia”, traducida ésta en la sanción legislativa del estatuto del peón, la creación de los tribunales laborales y otras reformas de similar contenido y que contaban con iniciativa y/o autoría intelectual del por entonces Coronel Juan Domingo Perón.
Pues bien y dentro del profundo desconcierto que provocaron y caracterizaron los sucesos acaecidos en nuestro país entre los meses de Septiembre y Octubre de 1945, la oposición vio satisfechas sus aspiraciones cuando, preso el Coronel Perón en la Isla Martín García, le fue ofrecida a la Corte Suprema de Justicia de la Nación hacerse cargo del gobierno nacional encomendándosele esa gestión al por entonces Procurador de la Corte, el Dr. Juan Álvarez, quien transmitió la propuesta al referido Supremo Tribunal de Justicia, que aceptó finalmente el convite, tomándose su tiempo para elaborar el gabinete ministerial con el cual – como condición innegociable – se haría cargo de los destinos de la Nación. Quiso el destino que esa lista de ministeriables fue recién elaborada y aceptada por sus beneficiarios el mismo 17 de Octubre de 1945, cuando la ciudad de Buenos Aires había sido objeto de lo que fue una de las concentraciones mas emblemáticas y numerosas de nuestra historia, integrada por trabajadores que desde todo el país, pero fundamentalmente del conurbano bonaerense, que habían llegado multitudinariamente a esta ciudad desde horas muy tempranas y que pacíficamente se habían adueñado de la Capital Federal para reestablecer al Coronel Perón en las funciones que había sido desplazado, todo lo cual provocó un profundo disgusto a las clases altas de nuestra sociedad. Pero dejemos que el mismo Félix Luna nos cuente, con sus palabras, este insólito episodio:”Pero algo faltaba para agregar un toque sonanbúlico, increíble a ese loquero. Eran las 20,30 cuando entró a la Casa de Gobierno el secretario del Procurador General de la Nación: venía a traer la lista ministerial firmada por Álvarez, con el curriculum de sus integrantes y una cuidadosa nota firmada por todos, manifestando que aceptaban sus cargos en el entendimiento de que se les otorgaría “plenitud de facultades”, se levantaría el estado de sitio y no se adoptarían medidas cuya validez requiriera sanción legislativa… Un vodevil de Feydeau no hubiera regulado mejor la entrada de ese funcionario que venía a transmitir algo incomprensible de un fantasma ya olvidado. Afuera la plaza repleta parecía una caldera a punto de reventar, pero Álvarez y sus amigos nada habían visto, nada habían comprendido… Lo recibieron con estupefacción, lo despidieron con cortesía y después el manicomio siguió funcionando en su plenitud. Ni siquiera se leyó la lista de ministros propuesta por Álvarez; si lo hubieran hecho, se hubiera agregado un buen elemento para los discursos que ya se estaban anunciando por los altoparlantes, porque esa nómina era, sencillamente, “un escarnio para el país…”[2].
2. Como todos sabemos, para bien de la República Argentina y sus habitantes, esa iniciativa jamás prosperó, pero la idea de que la Corte Suprema de Justicia de la Nación, y en definitiva, el Poder Judicial, sea quien tenga la última palabra respecto de los destinos del país, no fue una aspiración circunstancial propia de aquellas históricas épocas, sino que es algo que está profundamente incorporado al espíritu de nuestras clases dirigentes, que por supuesto, no confían en la democracia en general y en el sufragio universal en especial, mucho menos cuando el gobierno elegido tiene raíces populares. Es cuestión entonces, para quienes así piensan y sienten, de ir armando un Poder Judicial a medida de los sectores privilegiados de nuestra comunidad, y en tal sentido no hay mejor forma de hacerlo que dotar a sus integrantes de beneficios excepcionales, que podrían quedar suprimidos cuando exista consenso en efectuar reformas sustanciales al actual régimen de administración de justicia, como lo constituye hoy la aspiración de la gran mayoría de los argentinos, para los cuales los Tribunales, como están hoy organizados, constituyen un resabio del poder medieval, con un lenguaje propio ( plagado de latinazgos ) y un estilo literario muy particular, que resulta muchas veces inaccesible para quienes son los destinatarios de las sentencias judiciales.
No hay, en nuestra sociedad, sectores mas privilegiados que quienes integran hoy el Poder Judicial de la Nación: no son elegidos por sufragio popular sino por sistemas que no se caracterizan por su transparencia y que siempre ha fracasado; la duración en sus cargos es perpetua y no están sujetos a valuación alguna respecto del cumplimiento de sus funciones; gozan de una remuneración excepcional y una jubilación de superprivilegio, a punto tal que, conforme estadísticas confiables, el 75% de las jubilaciones de mas de un millón de pesos corresponden al Poder Judicial. Pero ello no es todo, pues los magistrados – cualquiera fuere la instancia en que desempeñen sus funciones - están eximidos de pagar impuesto a las ganancias y disfrutan de interminables vacaciones, así como de la inveterada costumbre de proponer la designación de funcionarios inferiores, que serán los aspirantes a jueces en pocos años, introduciendo a sus candidatos a lo que se conoce como la nunca bien ponderada “carrera judicial”, siempre ocupada con personas del mismo apellido, de la misma familia o de la misma clase social.
Las estadísticas demuestran que, hoy por hoy, el Poder Judicial es el mas desprestigiado de los Poderes del Estado, con un porcentaje de mas del 75% de desaprobación y ello no es caprichoso ni tendencioso: el ingreso a la administración de justicia de personas absolutamente inexpertas para el cumplimiento de esa función es moneda corriente y la inexistencia de todo sistema de renovación en sus cargos, mediante un test periódico de idoneidad constituye una gravísima omisión en nuestro sistema legal que carece de toda explicación. Todo se desarrolla de una manera perversa: por lo general y usufructuando el privilegio de los magistrados de recomendar a sus pares el nombre de sus jóvenes familiares con “vocación de jueces” para acceder al poder judicial, los cuales inician ese “cursos honorum” desde el cargo de empleados, para, una vez recibidos de abogados, aspirar al cargo de secretarios letrados y con ello van formando un curriculum que les resulta de muchísima utilidad al momento de pretender su nombramiento como juez. Todo ello sin tener la menor experiencia de lo que sucede en la calle, pues – y perdóneseme esta verdad de Perogrullo - pues ellos ven la vida según los libros, como acontece en determinados fueros del Poder Judicial. En definitiva: una vez designado como juez, con una nutrida foja de servicios frente a un escritorio, no se necesitará revalidar sus méritos nunca jamás, hasta el momento de la jubilación o su ingreso a un distinguido estudio jurídico de Puerto Madero, en carácter de consultores, dada su vinculación con el Poder Judicial y a la posibilidad de acceder con libertad a los despachos de sus magistrados.
Este sistema, donde el pueblo no participa de ningún modo y donde nada es transparente, ha sido siempre un absoluto fracaso y no ha dado el menor resultado para el servicio de administración de justicia de la República Argentina. Los efectos de lo expuesto se advierten con mucha mayor nitidez en los fueros especializados y no se aprecia con tal nitidez en el fuero común, pues todo el mundo, de alguna u otra manera, tiene las experiencias normales de una vida personal y familiar, que son, en general, los temas que trata la justicia civil. Pero ello no acontece en aquellos tribunales especializados, como los comerciales donde se requiere conocimientos y experiencias personales muy intensas en una determinada actividad – el tráfico mercantil y sus protagonistas - para poder impartir justicia y resolver los entuertos que en esa actividad se producen en forma permanente. Es por ello que, en otras latitudes no puede accederse al carácter de juez sin haberse ejercido por un número determinado de años la profesión de abogado, actividad que puede – de alguna manera - suplir la falta de experiencia en un determinado aspecto de la vida. Así sucedía en la República Argentina hasta que, por los años 50, se reemplazó los años de ejercicio de esa profesión, requisito requerido por la Constitución Nacional de 1853 para acceder a la magistratura, por los años de trabajo en Tribunales siempre detrás de un escritorio, lo cual constituyó un gravísimo error que todos los días padecemos quienes, de una manera u otra, ejercemos la profesión de abogados. Sin embargo, y como contrapartida de ello, a la hora de designar a los jueces, los años que el aspirante a magistrado se desempeñó en la justicia son mejor apreciados y valorados que los años que otros aspirantes exhiben y durante los cuales trabajaron de abogados. Nada es casualidad.
El fuero mercantil nacional es el mejor ejemplo de lo que no debe acontecer en la administración de justicia. No se puede ser juez en lo comercial si no se conoce suficientemente – a través de hechos y no de libros o de recopilación de jurisprudencia - como funciona en la practica un contrato de colaboración, una asamblea de accionistas o una reunión de directorio en sociedades comerciales o de que manera se presenta un concurso preventivo, un pedido de propia quiebra o se encara una negociación colectiva sin conocer, en los hechos y con experiencia personal y concreta, las razones que han llevado al concursado o fallido a someterse a un proceso universal y cuales son las consecuencias mediatas e inmediatas que se derivan de esa presentación. Precisamente, la falta concreta de experiencia en estos temas genera la existencia de una permanente doctrina judicial que, por lo habitual, va a contrapelo del acontecer diario de las cosas, y provoca la naturalización de la abstracción y su consecuencia directa: la adopción de dogmas, que nada tienen que ver con la realidad, pero que, para los magistrados, tiene mas fuerza y obligatoriedad que la normativa legal misma. Basta recordar un simple ejemplo para aclarar lo expuesto, y éste se refiere a la doctrina judicial que predica que la decisión de la asamblea que aprueba estados contables falsos y fraudulentos no es susceptible de ser suspendida en sus efectos, tal como sostuvo y lo sostiene aún hoy algunos magistrados de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Comercial desde la década del 80 en adelante, con la cual los jueces comerciales evitan, al comenzar el juicio, analizar las cuentas de los balances, terreno que, por lo general les resultan sumamente incómodos transitar, porque la mayoría de los jueces desconocen las técnicas de la contabilidad, dependiendo, para resolver el conflicto de una pericia contable, que se llevará recién a cabo en la etapa probatoria y no al momento de iniciarse el juicio, cuando por lo general el actor reclama el dictado de medidas cautelares.
De ordinario, estos dogmas o muletillas tienden a favorecer al sector corporativo, porque, vaya a saber el porqué, los tribunales mercantiles ven con desagrado los pleitos en los cuales un socio o accionista reclama judicialmente el ejercicio de sus derechos ante una actitud reticente de la corporación que integran, viendo a esos accionistas como extorsionadores y a la sociedad como una víctima de todo tipo de conductas abusivas. Así nace – porque la ley 19550 no lo menciona en ninguna norma – el difuso y no menos absurdo concepto del “interés social”, que carece de toda significación real, pero que, a fuerza de ser un tema recurrente en la doctrina comparada, los tribunales comerciales lo reiteran hasta el hartazgo, condenando con todo rigor toda actuación contraria a ese supuesto interés colectivo, diferente al de los socios que integran la persona jurídica, lo cual constituye una mera abstracción. Ello demuestra el nulo conocimiento práctico que los magistrados tienen del funcionamiento real de una sociedad y lo mismo sucede con el concepto de “grupos empresarios” – que por lo general del concepto de “grupo” no tienen absolutamente nada o con la actuación de las “sociedades off shore”, fenómenos societarios que nunca fueron comprendidos por los jueces mercantiles, en algunos casos por ignorancia de lo que acontece en el mundo real de los negocios o en otros supuestos, por vincular tales conceptos al enorme arsenal de herramientas – fácticas o legales - con que cuenta la clase dirigente para organizar sus empresas o evitar sus responsabilidades personales y que por lo general son elaboradas en usinas que predican la necesidad de lograr esa invulnerabilidad, como destacados Estudios Jurídicos y Contables, algunas universidades privadas y academias de derecho con integrantes elegidos a dedo. Basta otra pregunta para aclarar lo expuesto: ¿ Conoce el lector un jubilado o un trabajador que tenga participaciones reales en una sociedad off shore ?.
Este perverso sistema conduce inexorablemente a una situación explosiva, pues a la escasa formación práctica del juez en materia de negocios, se le suma el origen clasista de su designación y la consecuente adhesión a un sistema corporativo de la realidad mercantil, que tiende a rechazar o – cuanto menos – mostrarse como sumamente restrictivo para quienes integran una corporación a título individual y se niegan a aceptar, mansamente, los criterios del socio o sujeto controlante, como la ley 19550 llama a “los que mandan” en las compañías mercantiles. De esa manera se forma e integra un mundo absolutamente irreal, totalmente apartado del concepto de justicia, la cual se traduce, como hemos visto, en el rechazo a priori de cualquier reacción contra el carácter cesarista que frecuentemente se encuentra en las sociedades comerciales y por el otro, en la defensa incondicional del concursado o del fallido, a quienes y desde hace ya muchos años, conforme la corriente mayoritaria de la actual jurisprudencia del tribunal de alzada mercantil, se los absuelve de toda acción de responsabilidad o extensión de quiebra que se les pretenda imponer. Todo empezó – lamentablemente y en materia de derecho concursal – con la eliminación de la calificación de conducta del quebrado o de sus administradores por la ley 24522, instituto que constituía, en determinadas colectividades, un verdadero pero eficaz escarnio para aquel cuya conducta era calificada como fraudulenta.
Bueno es, sin embargo, aclarar que las cosas no fueron siempre así y para explicar este razonamiento, voy a recurrir a mi propia experiencia. Como estudiante de derecho me incorporé al Poder Judicial en el año 1972, ingresando precisamente y como empleado, a la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Comercial cuando ésta funcionaba en la planta baja del Palacio de Justicia, y estaba integrada por tres salas, cuyos secretarios eran en su mayoría escribanos y no abogados y no proyectaban resoluciones. Para ese entonces, los eminentes juristas Carlos Malagarriga y Carlos Juan Zavala Rodríguez habían dejado de pertenecer a ese Tribunal de Alzada, pero permanecía integrando la Cámara el Profesor Isaac Halperin como vocal titular de la Sala B, junto con los Dres. Alejandro Vázquez y Horacio Duncan Parodi, habiéndose convertido, el despacho del juez Halperin – por entonces también titular de Derecho Comercial Primera Parte en la Facultad de Derecho y desempeñando el cargo de Director de la Revista del Derecho Comercial y de las Obligaciones -, en un templo del derecho mercantil del país, y donde tuve el enorme privilegio de conocer a todos los grandes especialistas de derecho comercial de la época. Ello aconteció hasta fines del año 1973, cuando Isaac Halperín renunció a la Facultad de Derecho como consecuencia de la asunción del Justicialismo a la Presidencia de la Nación, acontecimiento ocurrido ese mismo año, ingresando a la Sala A del referido Tribunal de Alzada otro prestigioso comercialista, el Dr. Jorge Varangot, con varios libros de su autoría, pero ignorado por el establishment académico y judicial. Producido el golpe de estado cívico - militar en el mes de marzo de 1976, y ya contando la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Comercial con cinco salas, se incorporó a la misma algunos juristas destacados, como Jaime Anaya, Atilio Alterini, Juan Carlos Félix Morandi y Raúl Etcheverry, entre otros, siendo ascendido al cargo de magistrado de segunda instancia, el juez Edgardo Marcelo Alberti, autor de notables y originalísimas sentencias, que todavía son referencia obligatoria para todo interesado en el derecho societario y concursal. A esta Cámara Nacional de Apelaciones en lo Comercial, la comunidad le debe los fallos plenarios “Traslinea c/ Electrodinie” y “Difry“, de los años 1982, que pusieron punto final a la fabricación de pasivos falsos a través de la masiva emisión de títulos de crédito por el concursado o fallido durante los días previos a su presentación, que era una práctica muy utilizada por aquel entonces y que pretendía ser defendida, por quienes utilizaban ese recurso, mediante la aplicación del principio de la abstracción de los títulos de crédito, uno de los disparates mas grandes que se ha escuchado en el mundo del derecho, totalmente contradictorio con el concepto mismo de justicia.
Fue precisamente durante la década del 80 del siglo pasado cuando se originó en la Argentina, una corriente de pensamiento totalmente inversa respecto de la filosofía de los autores de las leyes 19550 y 19551, quienes no descuidaron la existencia de orden público en temas de derecho privado, para evitar, lo que acontecía antes de la sanción de la ley de sociedades y pasó a ser moneda corriente en las épocas que estamos viviendo actualmente y que se traduce concretamente en la naturalización de lo ilegítimo, de los irregular y de lo tramposo, esto es, lo que antes de aquella época se ocultaba, disfrazaba y se hablaba en secreto, como la constitución y actuación en el tráfico de sociedades ficticias ( compañías off shore ) o sociedades por acciones simplificadas ( SAS ), sin control estatal, sin capital, sin objeto y la mayor parte de las veces, sin domicilio conocido. Todo este movimiento, que florece en épocas de ultracapitalismo o neoliberalismo, se traduce, fundamentalmente, en mantener indemne al empresario – llámese sociedad comercial o comerciante individual – de los riesgos empresarios, lo cual se logra restringiendo al máximo la responsabilidad de los administradores sociales y evitando, por cualquier medio y con cualquier argumento, la posibilidad de extender la responsabilidad patrimonial de la sociedad a quienes integran el elenco de socios y accionistas en las sociedades en las cuales la responsabilidad de éstos se encuentra limitada. De allí que los remedios legales para combatir el delito económico, como las acciones de nulidad de sociedades, la aplicación de la doctrina de la inoponibilidad de la personalidad jurídica de las corporaciones, las medidas cautelares societarias o las acciones de extensión de quiebra, entre otros recursos legales estén siempre sometidas, conforme nuestra jurisprudencia mercantil, a un criterio restrictivo, que como bien expresó el magistrado Edgardo Marcelo Alberti, hace casi 30 años, “es una excusante retórica del cometido de los jueces de analizar las pruebas y de cuanto lo convencen de tales diligencias. Son peticiones de principio que oscurecen la trascendencia de la labor de oír a los testigos, leer los documentos, y extraer una conclusión discursivamente expuesta de lo acontecido, tal cual lo hagan suponer sucedidos tales elementos. La realización de esa labor de reconstrucción histórica excluye el establecimiento apriorístico de criterio ninguno, pues cualquiera que fuere tal módulo de interpretación, resultaría indebidamente antepuesto a lo interpretado y distorsionaría la pureza del análisis del intérprete”[3]. Mejor definición de esta permanente muletilla no puede lograrse.
Esta corriente de pensamiento, que pone muy por encima a la empresa y al capital por sobre las personas humanas que lo integran, valiéndose de entelequias como el interés social o el interés grupal, tuvo su momento de gloria con la unificación del derecho privado en el año 2015 y con la ley 26.994 ( que puso en vigencia el nuevo Código Civil y Comercial de la Nación ) , que, entre otras cosas, incorporó a nuestro ordenamiento legal la sociedad de un solo socio ( un enorme fracaso para una reforma legal tan anhelada por ciertos sectores del derecho mercantil ) y apuntó sus cañones contra el control de legalidad de las sociedades por parte de la correspondiente autoridad de control, premiando a los integrantes de las sociedades irregulares o de hecho con una responsabilidad simplemente mancomunada en lugar de solidaria o ilimitada, bonificando el incumplimiento doloso de aquellos que han violado a sabiendas la transparencia de las actuaciones y responsabilidades humanas. Para todos los que así piensan, el control e ingerencia del Estado en los negocios privados resulta intolerable y cualquier medio o recurso es válido para evitarlo, derivando a las víctimas de sus tropelías a la posterior actuación – prudente y mesurada - del Poder Judicial – en el caso, el tribunal de alzada mercantil – siempre lento, siempre corporativo, y algunas veces cómplice y protector de los artífices y autores de las malas prácticas comerciales y societarias, cuyos perjudicados son siempre los mismos.
3. La reiterada utilización de clisés o muletillas a las que tanto nos hemos referido en este breve trabajo, y que caracterizan la actuación de varios de los integrantes de los tribunales mercantiles desde hace mas de 40 años, es el verdadero sucedáneo de la ausencia de facultades legislativas del que el Poder Judicial carece y por ello, su manifiesta animadversión a las facultades reglamentarias que gozan ciertos Organismos Estatales, como la Comisión Nacional de Valores, la Administración Federal de Ingresos Públicos ( AFIP ) o la Inspección General de Justicia, entre otros y que con tanto desprecio se manifiestan respecto de sus potestades legislativas cuando se trata de dirimir, por vía de recurso directo de apelación, la legitimidad de una resolución administrativa emanada de aquellos organismos. Con otras palabras: las aludidas muletillas, justificadas solo por su mera enunciación ( criterios restrictivos, excepciones nunca previstas legalmente; opiniones de una supuesta y “autorizada” doctrina, como única interpretación de una norma etc.: vgr: la improcedencia de impugnar judicialmente el aumento del capital social; el predominio de una supuesta afectación al “interés social” por sobre el interés particular del socio impugnante, como requisito ineludible para la procedencia de medidas cautelares societarias; la inadmisibilidad de suspender provisoriamente la decisión asamblearia que aprueba los estados contables; la necesidad de que el promotor de la acción individual de responsabilidad deba invocar y probar la existencia de “daños directos” en su patrimonio y muchísimos etcétera ), revelan además de un agravio al valor supremo de las leyes como fuente de derecho, una ingenuidad tal que es solo explicable por su inexperiencia práctica en la materia, como lo es, a mero título de ejemplo, sostener que la existencia de una posición dominante no implica, en término generales, un obrar abusivo de los que mandan o que las sociedades off shore “pueden ser utilizadas con una finalidad ilícita en un porcentaje de casos” ( sic )[4], incurriendo, en este último caso, en una manifiesta arbitrariedad y en un inexplicable desconocimiento de fenómenos periodísticos mundiales como los “Panamá Papers”, los “Paradise Papers” o los “Pandora Papers”, de enorme repercusión en los últimos años. Para quienes así piensan, la necesidad de inversiones nacionales o extranjeras – vengan éstas de donde vengan, pues ello carece de la menor importancia – y su consecuencia, la aplicación de la “teoría del derrame” – una verdadera injuria para los trabajadores – justifican hasta la creación de un “partido judicial”, como acontece actualmente, con el único y exclusivo fin de sus defender privilegios propios y ajenos.
Hoy por hoy y a diferencias con lo acontecido en otras épocas, la Justicia en lo Comercial no está atravesando un buen momento. Sus fallos se refieren, en su gran mayoría, a demandas promovidas por adquirentes de automóviles contra la concesionaria o la administradora del correspondiente plan de ahorro y las páginas de sus correspondientes sentencias discurren fundamentalmente sobre la responsabilidad de los proveedores que incumplieron con su obligación de entregar la unidad adquirida, en especial sobre la indemnización en materia de privación de uso del automotor, daño moral y fundamentalmente el daño punitivo, tema sobre el cual el Tribunal de Alzada agota la paciencia del lector reiterando las mismas consideraciones en infinidad de casos, donde la fundamentación es mucha, pero las indemnizaciones por tales conceptos son miserables, desvirtuándose completamente la filosofía de la multa civil de atribuibilidad objetiva prevista por el artículo 52 bis de la Ley de Defensa del Consumidor. Los fallos dictados en materia concursal, que en otros años colmaban el interés de los estudiosos y especialistas en el tema hoy brillan por su ausencia, y en materia societaria, dicho Tribunal se entretiene en polémicas con la Inspección General de Justicia, exhibiendo sin ambages una posición corporativa, muchas veces incompatibles con los mas elementales conceptos de justicia, soberanía y de imparcialidad, pues, en consonancia con otros tribunales ( en especial los ubicados geográficamente en Comodoro Py ), la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Comercial – en la gran mayoría de sus Salas – se dedican a frenar las causas en que aparecen involucrados personas vinculadas al gobierno anterior ( 2015/2019 ), en especial, como integrantes de sociedades falsas, simuladas o fraudulentas, nacionales o extranjeras, adoptando soluciones que harían poner colorado a cualquier magistrado que, en otras épocas integraron este Tribunal de Alzada y que supieron poner freno, en su momento, a verdaderas aventuras judiciales o sentar doctrinas que hicieron historia en nuestro derecho societario y concursal, colocando los intereses de la comunidad muy por encima de los intereses personales o patrimoniales de ciertos aventureros, muy protegidos por los medios periodísticos hegemónicos, que hoy cuentan en forma incondicional con un Poder Judicial que a veces por propia ideología y otras por un instinto de conservación de sus inadmisibles beneficios, no hacen honor a la administración de justicia y su debido afianzamiento, ignorando los sagrados conceptos del preámbulo de nuestra Constitución Nacional.
Ricardo Nissen es abogado, profesor Titular de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires y de la Universidad de Avellaneda y actual Inspector General de Justicia
[1] Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1971.
[2] Félix Luna, ob. cit. Página 304, nota 77.
[3] CNCom, Sala D, Marzo 16 de 1995, en autos “Barbone Beatriz contra Zylberman Eduardo y otros”, publicado en La Ley 1998 – D- 874.
[4] CNCom, Sala D, Agosto 8 de 2011 en autos “Tecn. Limp SA sobre concurso preventivo”.