El fútbol argentino exhibió este fin de semana su rostro más insensible y despiadado. En medio del verano más tórrido de los últimos 117 años decidió jugar como si tal cosa los partidos de sus diferentes categorías masculinas y femeninas en el agobiante horario de las 17. Cuando los médicos recomiendan evitar todo tipo de esfuerzo físico a esa hora o limitarlo al mínimo posible, AFA, la Liga Profesional y la televisión sometieron a los jugadores y jugadoras, a los árbitros y también a los hinchas a un inhumano martirio: exponerse a pleno rayo de sol en un horario en el que la sensación térmica superaba los 40 grados a la sombra.
Sólo Rosario Central levantó el teléfono y consiguió que su encuentro con Unión, programado en principio para las 17 del domingo, se trasladara a las 21.30. El resto de los clubes prefirió acatar los horarios puestos hace tres semanas. Ni siquiera las jugadoras y los jugadores levantaron su voz en queja o hicieron notar su molestia por el trato desconsiderado. Engullidos por la voracidad del sistema, acostumbrados a que nunca se los tenga en cuenta, conscientes de que su poder es nulo, callaron, otorgaron y salieron a la cancha como si las condiciones fueran inmejorables. Alguna vez hubo un gremio que los representaba y que todavía se llama Futbolistas Argentinos Agremiados. Hoy parece ser sólo un sello de goma. A su secretario general, Sergio Marchi, hace años que no se le escucha la voz. Por algo será.
Un rasgo de sensibilidad básica de los dirigentes hubiera retrasado esos partidos a horarios en los que por lo menos, el sol no cayera a pique sobre los campos de juego y las tribunas. O en el caso de los torneos femeninos hubiera postergado las fechas a la espera de un clima más amigable. Pero nadie mostró la más mínima empatía. El capitalismo desatado del fútbol ordenó lo de siempre: no se puede ni se debe parar la pelota. Y el espectáculo (y el negocio) deben seguir. Sólo la nobleza (o la resignación) de los y las futbolistas y la inagotable e invulnerable pasión popular por el fútbol le dieron una barniz de normalidad a una situación anormal, que jamás debió haber sucedido.
En cierto punto, este fin de semana el fútbol argentino retrocedió casi un siglo. En la última decáda amateur (1920/1930) era común que los campeonatos se jugaran en los meses de verano y en medio de temperaturas sofocantes. Héctor Arispe, un futbolista de Gimnasia y Esgrima La Plata, falleció insolado en la cancha el 1º de marzo de 1931 mientras jugaba ante Sportivo Barracas con una temperatura de 38 grados. Y esa muerte provocó la huelga que tres meses más tarde, derivó en la creación del profesionalismo. Noventa años despúes, volvió a ponerse en riesgo la salud de las jugadoras y los jugadores y nadie se dió por enterado. Sobró calor en las canchas. Pero a la hora de las decisiones, en los escritorios faltó calor humano, sensibilidad, empatía.