Desde Barcelona

UNO De acuerdo: se cumple un año de la Guerra en Ucrania. Pero --la verdad que Rodríguez prefiere pensar en cualquier otra cosa-- también se cumplen cincuenta años de la salida de The Dark Side of the Moon de Pink Floyd. Cuarto disco más vendido de la historia (detrás del Thriller de Michael Jackson y del Back in Black de AC/DC y de la banda de sonido de The Bodyguard de Whitney Houston & Co.) y preservado por la Library of Congress por su valor "cultural, histórico y estético". Y, de algún modo, disparo de largada para otra guerra. La de David Gilmour (cada vez más parecido a un curtido y veterano marine de video-game) y Roger Waters (algo así como la versión Mr. Hyde de Richard Gere haciendo de Dr. Jekyll). Guerra cuya fecha final --tanto tiempo después y al día de hoy-- es tan incierta como la del duelo entre Vladímir y Volódimir. La diferencia está en que esa suerte de conradiano duelo entre ambos líderes de banda legendaria sólo afecta a ellos (sus fans ya hace tiempo que dejaron de soñar con una paz o al menos tregua como ese emocionante y formidable breve reencuentro en Londres, en el 2005, para el festival Live 8). Días atrás --seguramente como parte de los festejos conmemorativos con numero redondísimo-- guitarrista (vía su esposa) y bajista volvieron a acusarse de todo y de nada ("antisemita", "evasor de impuestos" y "apologista de Putin" y "cantante con playback") para seguir peleando no por quién es el padre de la criatura sino el dueño del negocio para alegría de abogados caros. The Dark Side of the Moon --por suerte y más allá de todo agujero negro y ácido lisérgico-- sigue sonando igual de bien que siempre. Y los quiere a los dos igual.

DOS Y, claro, tanto ruido y furia de parte de una (des)banda que --como definió alguien, con mucha precisión y gracia, es la única que puede compararse simultáneamente a The Beatles y a Spinal Tap-- no ha evitado que aquí vuelvan a resonar despertadores y cajas registradoras y latidos de corazón. Y esos armoniosos aullidos (que por fin le pagaron a la garganta profunda de Clare Torry en 2004) y el saxo de Dick Parry. Y el grand finale de "Brain Damage/Eclipse" y esa vocecita --la voz de Jerry Driscoll, el portero de los estudios de grabación Abbey Road, donde fue parido el disco-- quien justo antes de que todo acabe-- nos informa: "En realidad, no hay lado oscuro de la luna. De hecho, es completamente oscura". Y que se eleve de nuevo esa pirámide descomponiendo la luz para narrar por primera vez lo que a partir de entonces y hasta The Final Cut se convertirá en El Tema pinkfloydiano por excelencia en todo sentido: la alienación mental en memoria de un primer y efímero loco (Syd Barrett) y de un loco definitivo y resistente al paso del tiempo y de las modas (Pink) ligada a la denuncia (pero quedándose adentro) de los tejes y manejes de los ejecutivos ejecutores de la industria discográfica sobre la psique del verdadero artista. Así, The Dark Side of the Moon influyendo desde entonces (ver y y oír, entre tantos, al OK Computer de los androides paranoides de Radiohead) a tanto rocker con ganas de angst-existencialismo. Y ahora, también, por supuesto, de nuevo nueva (y van...) remix-master-mega-edición cincuentenaria (300 dólares), libro de-luxe (50 dólares), nuevo logo que no le gustó a nadie (se lo acusó torpemente de WOKE y despertó las iras de homófobos; pero sí es cierto que no aporta ni agrega nada al diseño magistral y original de esa miembro externo pero inseparable de Pink Floyd que fue el inmenso Storm Thorgerson), y bosques enteros siendo talados para la impresión de artículos y números especiales de revistas especializadas cantando y contando lo que ya tararearon hace veinticinco años con títulos como "Todo lo que no sabías sobre The Dark Side of the Moon" y volviendo con ese rumor de que hay que escucharlo viendo The Wizard of Oz y... (aunque sí vale la pena la graciosa lista de las 165 canciones de la banda ordenadas de peor a mejor que hizo on line Vulture). También hay zapatillas y vasos para whisky y t-shirts para todos, claro.

Por su parte y para seguir sin enterrar el hacha, Waters --listo para salir a girar por las suyas para despedirse-- ya anunció que está grabando de nuevo The Dark Side of the Moon a solas ("Este no es un reemplazo del original, el cual obviamente es irreemplazable. También es una forma de honrar la grabación que hicimos con Nick, Rick y Dave", atajó de entrada) porque es suyo y suyo y suyo y de ahí que no dude en llamarlo "my baby" en entrevistas.

TRES Y los revisionistas snob de hoy aseguran que en realidad el mejor disco de Pink Floyd es el debut, The Piper at the Gates of Down (1967), de la época en que todavía el ya mencionado Syd Barret no se había caído cual Obélix en una marmita de LSD. Y los sociólogos no dejarán de señalar la importancia behaviourista de The Wall (1979) como --a partir de su adaptación fílmica-- responsable de buena parte de la peor estética MTV, así como de la obligación iniciática de arrojar televisores por la ventana del hotel para acceder al status de rocker cabal. Y --en lo que a Rodríguez respecta-- su corazón estuvo, está y siempre estará con esa funcional obra maestra sobre la disfuncionalidad y el cómo-seguir-después-lo-que-conseguimos-casi-sin-darnos-cuenta que es ese after-hours sónico: Wish You Were Here (1975). Allí, ya todo comienza a complicarse aún más sin que esto implique esa cumbre que da nombre al disco. Y allí también la hora más alta del tecladista Rick Wright: su favorito siempre --ahí está esa última parte de "Shine On You Crazy Diamond"-- y hasta su muerte con esa cara de aguantar los arrebatos de Gilmour y Waters. Mientras, Nick Mason, como todo baterista, intentaba poner al tiempo buena cara pensando en el próximo auto de carrera que se iba a comprar. Y, con el tiempo, escribir en su muy buena y divertida memoir del asunto --Inside Out: A Personal History of Pink Floyd-- que hubo varios factores para el éxito de The Dark Side of the Moon. Uno, que era muy bueno. Otro, que la Capitol norteamericana apostó todo por él (el álbum salió un par de semanas antes en USA y llegó a UK ya como ganador). Y otro más fue que un crítico mencionó que era el soundtrack perfecto para hacer el amor (y no la guerra) y que su salida coincidiera con el boom de los equipos hi-fi domésticos: "The Dark Side of the Moon era ideal para probarlos e impresionar y darle envidia a los demás".

CUATRO Y no hay duda de que nada puede vencer al invulnerable como hito y hit The Dark Side of the Moon. Allí, una hasta entonces tan formidable como errática banda descubrió --con una ayudita de Alan Parsons y Chris Thomas en la consola-- la pirámide filosofal de lo que mejor hacían sin darse cuenta de qué era. Eso que, enseguida, con egos revueltos, procederán a deshacer pero --siempre lentos-- a su manera y sin mucho apuro, porque lo cierto es que Pink Floyd jamás tuvo mística de banda. "Ninguno fue muy amigo de los otros. Ni siquiera en los buenos tiempos. Nunca nos llevamos muy bien y siempre nos consideramos compañeros de trabajo", declararon David Gilmour o Roger Waters --da lo mismo-- mucho tiempo después.

 

Pero The Dark Side of the Moon tuvo y tiene y tendrá la mística que nunca tuvo Pink Floyd. Y --feliz cumpleaños y que cumplas muchos más mientras Gilmour y Waters se siguen peleando por la parte más grande del pastel-- sigue siendo un luminoso y muy buen amigo del cada vez más oscuro y lunático y eclipsado Rodríguez y de nosotros y de ellos.