Hace ya seis meses que Luciana me pidió un tiempo y me mudé acá, a casa de mamá, y me instalé en la que había sido mi habitación, dónde, los sábados de verano, a la tarde, con el pretexto de leer algún libro o escuchar alguna canción, nos encerrábamos con Luciana y, tirados en la cama fumábamos, hacíamos planes, nos jurábamos amor eterno.

Cuando llegué, la habitación estaba convertida en un depósito. Sigue igual. Las paredes, donde antes pegaba posters de la revista Pelo y tapas de discos, ahora, están descascaradas y con manchas de humedad. Solo liberé la que había sido mi cama y me conseguí un colchón. Sobre la mesa de luz puse la caja con ropa que traje y tire una alfombra en el suelo, con una vieja colchoneta arriba, donde duermo los fines de semana que viene Lucio.

Ahora mamá junta los platos. Yo estoy desparramado en la silla, con las piernas estiradas y amontonando migas en el mantel con el dorso de la mano. Lucio está en la punta de la mesa.

Arrodillado en la silla. A mí derecha. Tiene apoyado en la boca, y sostiene con las dos manos, un vaso alto, de vidrio grueso y esmerilado, lleno de Coca-Cola. Mira el televisor. Un capítulo de Dragon ball Z. Uno que vio no menos de doscientas veces. Uno en el que Gokú pelea contra Veguetta en un lugar desierto. Hablan y el sonido del viento está casi por sobre sus voces. De pronto, con música de suspenso primero y un estallido después, comienzan a pelear. La pantalla es un flash que dispara luces amarillas, blancas, rojas. Le toco el brazo. Le pregunto si ya tiene la mochila armada. Sin sacarse el vaso de la boca, me mira. Afirma moviendo la cabeza, mientras muerde el vidrio dos o tres veces; después, mira el televisor. Vegetta grita con voz grave y decidida, Gokú responde. Hay más ruidos. Los colores se superponen.

Mamá trae un pote plástico de helado y tres compoteras. Mira los ojos de Lucio fijos en la pantalla. Sé bien lo que piensa: Son iguales a los de la mamá. Yo sé que lo piensa pero no lo dice.

Me acomodo en la silla. Mamá clava la cuchara entre la frutilla y la crema americana.

-A mí, menta granizada -dice Lucio.

Mamá se queda quieta. Me mira. Lucio mira a Gokú y a Veguetta suspendidos en el aire, repartiéndose patadas.

Le digo a Lucio que pruebe el dulce de leche.

-Me gusta la menta- dice.

Le digo que esos son gustos de heladerías, de las que quedan en el centro. Le digo que, el dulce de leche, acá, no es tan cremoso, pero es más rico, le digo que lo eligen todos los chicos.

No me escucha. No me mira. La pantalla, ahora, se pone blanca, profunda, brillante.

Le pregunto quién ganó. Me mira.

-Gokú .Siempre gana Gokú.

-Porque come helado de dulce de leche -digo.

Mamá saca la cuchara de entre la frutilla y la crema americana y la clava en el dulce de leche. Llena una compotera. Se la da a Lucas.

-Traé cucharitas -me dice.

-¿No hay Operas? -le digo.

-En el aparador. En la puerta de abajo -me dice. Me paro y las busco.

Vuelvo.

Reparto las cucharitas, abro el paquete de galletitas y saco tres obleas. Clavo dos en el helado y sostengo otra con los dientes. Gokú mira al infinito sobre un desierto amarillo. El viento le agita el traje naranja mientras las puntas del pelo siguen firmes.

Agarro la compotera.

-Voy a la terraza -digo.

-¿A la terraza? -dice mamá.

Lucio chupa la parte de atrás de la cucharita, después agarra la compotera y se baja de la silla.

-Yo también -dice.

Apenas salimos al patio mamá apaga el televisor.

-Tengan cuidado que no hay barandas -dice. Apenas la escucho; subo los escalones de a dos. Cuando llego arriba miro a Lucio que, haciendo equilibrio con la compotera en la mano, sube los escalones, también, de a dos.

Me siento en el borde de la medianera, con los pies colgando. Me apoyo sobre el pilar del tanque de agua. Lucio se sienta al lado.

Mientras comemos el helado le cuento que, detrás del techo de chapa que está allá, cuando yo era como él, había un baldío donde nos juntábamos los chicos del barrio a jugar a la pelota. Me mira, tuerce la boca y se mete una cucharada de helado en la boca. Le cuento que, jugar a la pelota, no era lo único que hacíamos. También íbamos a la vía del cruce Alberdi y poníamos monedas, chapitas o algunos fierros redondos sobre los rieles, justo antes de que pasara el tren. Recién cuando le cuento que jugábamos con autitos por el cordón de la vereda parece interesarse.

-Autitos? -dice.

-Eran de plástico. Huecos. Los llenábamos de plastilina, para que sean más pesados y no se caigan del cordón.

-¿A vos nunca se te caía?

-Nunca -digo y muerdo una Ópera. Se quiebra y hace el ruido característico de la galletita. Nos quedamos callados. Mastico. Lucio me mira. Muerde su galletita pero no hace ruido.

-¿Ganabas? -dice.

-Era invencible -digo.

-¿Cómo Gokú?

-Más -digo.

Lucio se queda quieto. Me mira. Sé que duda pero todavía no tanto. Tiene la boca entreabierta. De la cuchara se resbala un poco de helado y cae, en cámara lenta, sobre el pantalón.

-¿Te conté de los rulemanes? -digo.

-¿Qué son los rulemanes? -dice.

Dejo la compotera y la cuchara en el suelo. Me acomodo. Le cuento de rulemanes como ruedas, de tablas como asientos, de sogas como volantes. De tirarse desde el viaducto sin frenos, sin cascos, sin rodilleras con el viento pegando en la cara mientras flotas en el aire.

Cuando termino, Lucio baja la cabeza y revuelve el helado. Miro su compotera. Parece un charco de barro espeso y frío.

-¿Qué pasa? -digo.

-Nada -dice.

-¿No te gusta que te cuente? -digo.

-Sí -dice.

-¿Entonces? -digo.

-¿Mi edificio queda en el centro? -dice.

Me inclino. Lo abrazo. Por el techo de enfrente pasa un gato y empiezan a ladrar algunos perros. Después de un rato suenan las campanas de la iglesia. Deben ser las cuatro. Es temprano. Recién a las seis lo pasan a buscar a Lucio.