Tres historias hilvanadas por su relación con un libro publicado inconcluso tras la muerte de su autor. Tres vidas golpeadas que sin embargo continúan como pueden. Un mundo paralelo de juego en línea que las ata en un universo en el que pueden elegir quién y cómo ser. Una obra de teatro que despliega capas narrativas que se entrecruzan en las que una ficción es el deseo de sus personajes. De eso se trata La vida sin ficción, de Francisco Lumerman, en la que también dirige y actúa. “Los seres humanos estamos todo el tiempo buscando mitos para asimilar la vida y la muerte. A mí la ficción me ayudó mucho a procesar algunas cosas, y creo que a mucha otra gente también. Eso quedó de manifiesto en la pandemia. Algo de todo eso está”, cuenta Lumerman a Página/12 sobre su última obra, que puede verse los viernes a las 20.30 y los sábados a las 21 en Moscú Teatro (Juan Ramírez de Velasco 535).
Tres amigos que quieren filmar un documental sobre el libro que los unió cuando eran adolescentes; una actriz que protagoniza una versión cinematográfica del libro visita a su hermano después de mucho tiempo, y conoce a su cuidador; el hijo del autor del libro quiere terminar una obra de teatro en una cabaña en la costa, y lo visita una casera particular. Nueve personajes en la piel de tres actores (Lumerman, Esteban Masturini y Rosario Varela) que mudan de personalidad frente a la platea para construir esas múltiples vidas en cada línea y en cada gesto, dándole densidad a todas las interpretaciones. Esta multiplicidad actoral fue idea del autor: “Me interesaba generar momentos o separadores para que el espectador respirara, por un lado, porque son historias contundentes. Y por otro lado, para volver a meternos en el teatro, personas que hacen de otras personas. Que resaltara el plano de los actores. Creo que hay algo de la idea de la comunión entre espectadores y actores”, se entusiasma.
Ese juego teatral también se manifiesta en la puesta en escena. Estructuras móviles que los actores reacomodan y cumplen distintas funciones: separadores de ambientes, cortinas, pero también superficies de proyección de videos o pantallas de computadora que comparten información de las historias para enriquecer la trama con recursos cinematográficos adaptados a las tablas. “Por un lado, me divertía que el público pudiera meterse en las distintas historias, y al mismo tiempo que se notara que es teatro. Como director me interesaba mostrar el truco”, asegura Lumerman, que elaboró un dispositivo ficcional con los resortes expuestos. “Tenía mucho que ver con el material, que todo el tiempo volviera al presente de 'estoy mirando una obra de teatro'...”, explica, y apuesta a que el teatro cumpla una función de catarsis: “Siento que la obra habla de elegir la ficción como manera de procesar cosas, y es una invitación a que los espectadores lo hagan”.
La vida sin ficción, una colección de ficciones, se va armando frente a los ojos de los espectadores. No solamente en su narrativa o con las distintas escenografías, sino también en las costuras que van uniendo a las tres historias, distintas entre sí pero enlazadas en sus tragedias (particulares y personales), y por ese objeto que remarca cada vez una imposibilidad demostrada en el propio artificio: una vida sin ficción. “No me gustan las historias de amor. Me enojan cuando terminan bien”, sentencia Marcos hablando con su hermana. En la complejidad de los personajes, en los pliegues de sus bondades y miserias, cada uno vulnerable a su manera, interpelan no desde la moral o lo políticamente correcto sino a pensar a quien está mirando qué haría en cada situación. Y al no haber respuesta correcta, un abanico de posibilidades se despliega, tan amplio como la reflexión que cada espectador pueda desarrollar.
La obra nació durante la pandemia, cuando el autor no sabía si alguna vez volvería a hacerse teatro, a partir de ver la adaptación de su hijo a la nueva situación. Lumerman recuerda que “en vez de encontrarse en la plaza con otros chicos lo hacía en los juegos en línea. Y si se hacía amigo de alguien, era amigo como en la plaza, o si se peleaba con alguien lo hacía de verdad. Todos nos empezamos a relacionar así, y me hacía muchas preguntas sobre quién somos en los jueguitos”, describe. “Porque soy yo pero no soy yo, sino quien me gustaría ser... De golpe sentí que también era una manera de ficción nueva”, detalla. Y en ese proceso, cada uno de sus roles fue apareciendo por etapas: “Fue en medio de la escritura, no me senté a escribir una obra que sabía que iba a actuar. A mitad del texto lo decidí, porque sentía que conocía esos mundos y podía hacerlo, y cambió un montón de cosas de la escritura. ¡Pero ahí tampoco sabía si la iba a dirigir! Fue muy progresivo todo, porque cuando la terminé, sentí que la quería dirigir”, ríe el autor, director y actor.
- ¿Por qué elegiste contar estas historias, cada una muy densa a su manera?
- Cuando terminé el material pensé que era medio bajón (risas), pero no estoy contando solamente eso. Me interesaban más los antes y los después, cómo lidiar con eso. Es algo que a todos nos pasa, aunque creo que nos cuesta, y me incluyo, hablar de la muerte o encontrarle un sentido. Poder ponerlo en un plano que no sea sólo de lo trágico. Y a mí me interesa el teatro como un lugar donde a uno le pasen cosas. A veces siento que hay un edulcoramiento de lo que se cuenta, y eso achica las posibilidades del teatro. A mí como espectador me gusta conmoverme con cierta dimensión humana, y trato de que eso aparezca. Pero también me parecía muy importante que hubiera momentos donde pudiera ser festiva. O divertida. Y eso está buscado. Mi anhelo más grande es que fuera medio una montaña rusa, porque la obra es un organismo vivo.