La biografía de la poeta y prosista italiana Alda Merini (1931-2009) se encuentra signada por una institución que infinidad de veces ha intervenido o participado ¡y cómo! en los campos de la literatura y la cultura: el establecimiento psiquiátrico (Sade, Nietzsche, Artaud, Warburg, Fijman), con sus métodos y prácticas –ya analizadas genealógica y críticamente por Foucault en libros como Historia de la locura en la época clásica y Vigilar y castigar–, arcaicas y permanentes aún bien entrada la segunda mitad del "moderno" siglo XX. Ahora, la editorial española Tránsito, que comenzó a publicar su catálogo en Argentina, presenta La loca de la puerta de al lado, de Merini, con traducción de Raquel Vicedo. Se trata de una narración –aunque su autora la denomina un par de veces en el libro “novela”– publicada originalmente en 1995, y que se caracteriza por lo que Merini ha hecho en varios de sus libros que no son poemarios “estrictamente hablando”: es un volumen en el que se intercalan textos en prosa (poética) con poesías propiamente dichas, que suelen cumplir la función de pórtico o entrada a algún “capítulo” o sección de la obra, cuya voz cantante, protagonista, se desdobla al mismo tiempo en un yo femenino y otro masculino, en posiciones de enferma/doctor, y todo tipo de desdoblamientos –una verdadera polifurcación– y vuelos discursivos, con sus temas reiterados, como ritonerlos. Así ya lo había hecho en uno de sus libros más conocidos, que tiene traducción al castellano, La otra verdad, subtitulado Diario de una diversa, donde se puede leer una y otra vez distintos episodios que constituyen uno de los más desgarradores testimonios de la brutal experiencia en el manicomio –donde permaneció por diez años: el psiquiátrico Paolo Pini, hasta 1972, y luego algunos más, internada intermitentemente–, individual y colectivamente.

“Por la noche se cerraron las rejas de protección y se produjo un caos infernal. De mis vísceras partió un aullido lacerante, una invocación espasmódica dirigida a mis hijas y me puse a gritar y a patalear con todas las fuerzas que tenía en mi interior. Como resultado fui atada y acribillada a inyecciones”. Así relata Merini el final de su primer día de internación en La otra verdad, una obra considerada como "clásico" por Giorgio Manganelli –con quien ella mantuvo relaciones como colegas literarios, y amorosas–, quien vio en el manicomio “la locura como espacio de amor y de búsqueda”.

En La loca de la puerta de al lado, Merini retorna a sus duras experiencias durante las internaciones, a cómo llegó ahí, al recuerdo de lo vivido, y de cómo actuaron su esposo, hijas y familiares, a la par que entona reflexiones y sentencias sobre arte, poesía, religión, y los demás temas fundamentales de la humanidad: la muerte, el amor, la sexualidad, la amistad, ¡e incluso los bancos!, reñidos con las palabras y con la literatura. “En el banco no se pueden conjugar los verbos”, escribe, “sólo se puede hablar de materia cifrada, de cosas restadas, de cosas sumadas. El banco acumula, esculpe, ensalza la palabra ‘fuerza’. Y no comprende que la fuerza del poeta es su debilidad”.

La obra literaria de Merini deviene en un continuo donde mucho se abarca, de manera abierta y frontal, cruda y sin tapujos: la confesión, el recuerdo de los sufrimientos padecidos y las alegrías vividas, la memoria del pasado feliz, los brutales episodios en cada internación, y sus ideas sobre religiosidad o vida del espíritu, la pobreza material, la población –sus pares– del centro psiquiátrico, y la poesía. Escribe: “cualquier música es sin duda una trama de amor. ¿Qué otra cosa se puede descubrir, aparte de una telaraña hecha de tiempo, esperanzas y engaños? Y sí, cuando sueño me veo en altamar, como si pasaran muchas barcas, barcas similares, barcas que se dirigen a puerto. Pero el poeta no tiene puerto y Homero no tenía cueva, ni tampoco la tiene la Sibila”. Y también: “dónde nace un poeta es algo que nadie sabe”; “es cierto que existe la locura, pero también es cierto que quien está loco no sabe escribir”; y todavía: “Quien no tiene miedo a la muerte es el poeta. Quien la desafía todos los días. Quien la busca. Quien se alimenta de comida inapropiada, quien se levanta a horas inapropiadas, quien se junta con personas inapropiadas y decide vivir de otra manera es siempre y únicamente el poeta. Por la poesía su alma se ciega, se apasiona y se domestica”. Merini, tras su primera internación, tuvo diversos diagnósticos: estrés traumático posparto, espectro bipolar, depresión, entre otros. Escribe, caleidoscópica, multifacética, contradictoria, en La loca: “Cuando alguien me ofrece su amor, pienso que me está engañando, cuando un médico quiere curarme, pienso que no volveré más a su consulta, así es como me escondo del amor. Me aferro a mi manicomio como a la propia vida”.

Y el dolor, el sufrimiento por lo pasado, relatado –con tantos episodios, casos y ejemplos– una y otra vez: “Y vuelvo a pensar en mí, en los días que precedieron al internamiento en el Vergani. Dijeron que había sido un internamiento voluntario. Nada más falso: en un internamiento voluntario no te quitan hasta los zapatos. Fue un abuso del todo inhumano”.

Las distintas secciones del libro abren con breves poemas. Como “La familia”: “Nací el veintiuno en primavera/ pero no sabía que nacer loca/ abrir la tierra/ podía desencadenar una tormenta.”, y “El dolor”: “Abismo oscuro, deflagración,/ chispa que remueve el pasado,/ tobillos que se rompen/ por correr detrás de ti, dolor,/ tú eres la liebre viva/ que mis manos conocen/ desde la infancia.” Y puede, tanto ofrecer definiciones: "La locura es el levantamiento de unos poderes ocultos que se proyectan en una sola dirección y que de repente irrumpen en el trazado de una vida que poco antes parecía lineal”, como también explicar reacciones: “Todavía hay gente que muere de amor. Y ante esta constatación yo enloquezco”.

Sin dudas fiel a lo que es una literatura visceral, inescindible de su propia vida, Merini puede evocarla, crearla y recrearla, junto a sus recuerdos, en un vaivén constante de apertura y empleo, y cerrazón y negación, en una poética del desgarro, donde lírica y sufrimiento (autobiográfico) se combinan en una “mística” muy intensa y particular, sufrida y espiritualmente amorosa. Así explica su trabajo: “En mis poemas a menudo cuento que mi vida ha sido pobre, moderada y que han soplado débiles vientos de alegría, porque la humildad es el mejor regalo que el ser humano puede hacerse a sí mismo. Hay que despreciar los dones que Dios nos ha dado y dejarlos a un lado. Con la esperanza de que algún día el Señor nos revele la verdadera entidad de su tesoro”.

Entre la escritura y la vida, Merini expresa su autoconciencia y deseos de expiación: “A menudo me preguntan a qué se dedican mis hijas y por qué están tan lejos. Es una de las preguntas más indiscretas y desagradables que me pueden hacer. Pero me armo de valor y respondo” (y responde). Y también: “Como mujer no tengo nada que decir, salvo que no he sido una buena madre. Y como madre habría tenido que ser más crítica conmigo misma, pero no lograba imaginar una tragedia así dentro de la tragedia que era mi enfermedad. Porque yo niego la existencia de la enfermedad mental y considero a sus inventores como personas que se aventuran a comprender o a intentar comprender qué es el bien y el mal sin conocer la filosofía. Estoy escribiendo un tratado que servirá, si acaso, para darle a mi hija una prueba de amor, tardía e inútil. Es evidente que la pobreza y la pulverización de mis mejores recuerdos me han llevado a la decadencia, así como a ser víctima de la más absoluta ignorancia y de una envidia considerable”. Más allá del diagnóstico y la clínica, de toda manía y megalomanía, Merini optó por una vida de reclusión y marginalidad, (sobre)viviendo precariamente, inestable en más de un aspecto. Elección que aparece como telón de fondo o presidiendo su situación, junto a la percepción de una amenaza latente, una y otra vez, en La loca: “No se puede escribir con el hambre pisándote los talones y una presencia obsesiva en la puerta”. Y revisando también su devenir tan autobiográfico y experiencial como literario: “Yo detentaba ese extraño poder metafísico que siempre había inundado mis poemas. Era la época de Delirio amoroso y nunca le había hablado a nadie de la felicidad de las noches de agosto, cuando Dios me inundaba de perfumes y de gracia”.

Cabe recordar de Delirio amoroso, que tiene traducción al castellano –como también Clínica del abandono y La paciencia–, su comienzo, con una boutade tragicómica: “Mi máxima aspiración es tener una ambulancia a mi disposición, como Salvador Dalí. La primera la tuve a los treinta y cuatro años, cuando, después de haber leído un horóscopo que me vaticinaba un alegre paseo, me vi sujetada por cuatro enfermeros que me metían dentro de una ambulancia”.

Proveniente de una familia humilde, Alda Merini estudió piano –un instrumento que la acompañaría a lo largo de su vida–, y comenzó a escribir poesía a los quince años. Fue publicada por primera vez en 1950, en la Antología de la poesía 1909-1949, y luego en varios volúmenes colectivos más. Su primer poemario, La presencia de Orfeo, apareció en 1953, y en 1955 otros dos: Bodas Romanas y Temor de Dios. Luego, al poco tiempo, el silencio (las internaciones). Y un reflorecer, desde fines de la década de 1970 (la aparición de nuevos libros). Mantuvo amistades con Salvatore Quasimodo, Pier Paolo Pasolini, Carlo Batocchi, Maria Corti, Giovanni Raboni, Oreste Macrì y David Maria Turoldo, quienes apreciaron y valoraron su trabajo positivamente. Con La Tierra Santa (1984), Merini obtuvo en 1993 el Premio Librex-Guggenheim “Eugenio Montale”, al que le seguirían varios premios importantes más, hasta la postulación para el Premio Nobel de Literatura.

Esta enemiga acérrima del manicomio y sus tratos inhumanos, (se) devela en su libro: “La loca de la puerta de al lado existe realmente: es una vieja perezosa y borrachuza, coronada por una mata de falsos rizos, y chismosa como buena vecina de corrala. Estaba conmigo antes del manicomio y conmigo seguirá toda la vida”. La poesía y la vida, el amor y el dolor, sel sexo y lo sagrado, y aún más: “Esta mujer es en realidad exonerante, está encorvada como el demonio”.


>Fragmento de La loca de la puerta de al lado, de Alda Merini

Un ángel enfermo

El poeta necesita personas que no irrumpan en su corazón, sino que se modelen a su medida, que lo sigan en sus trayectorias, en sus estados de confusión, en sus polémicas. Creo que en el fondo es bastante estresante tener una conversación conmigo, pero también a mí me resulta estresante, porque soy muy tímida. Uno no hace arte para que lo llamen poeta, sino simplemente porque ama el arte. Porque el arte es una segunda madre, porque cuesta mucho. Se paga con el ayuno, con caminatas inconcebibles, con calumnias. Todo esto amasa el pan de la crítica, pero también es la causa del hambre de los poetas.

Ni siquiera soy capaz de leer lo que escribo. Todos mis poemas los recito de memoria a medida que los escribo, los registro en la mente. No tengo papeles; los pocos que tengo, los regalo. Michele Pierri solía decirme: “A ti la poesía no te importa nada”.

No, la poesía o me importa demasiado: la poesía es una de las muchas manifestaciones de la vida. Es una forma de hablar y puede ser mala, buena, violenta o inútil. Es una forma de hacer teatro, una forma de disfrazarse. La poesía puede ser una máscara griega, un carnaval. Puede ser una dignidad que no se tiene, una dignidad que se sufre. Son tantas las definiciones de la poesía. Digamos que la literatura también puede ser una forma de sentir que se está loco. Pero la locura natural no debe confundirse con la locura del arte, ni con la locura de la santidad. La bella, gozosa locura de san Francisco, que renuncia a todo y se marcha, es como la locura del vagabundo, de ese vagabundo filósofo que se niega a pagar el alquiler y que duerme en la calle, precisamente porque no reconoce una paternidad humana, una paternidad social, sino únicamente una gran paternidad divina, cósmica. Y confiarse a la providencia es una forma de hacer poesía. Uno sale y se confía al azar, sale y va hasta el borde del pantano, sale y toca la bóveda celeste. Se gana un coscorrón, vuelve aturdido, vuelve más tonto, pero lo ha intentado: ha intentado escapar, salir, sobre todo ha intentado salir de sí mismo. Ha buscado una forma de llegar al cielo, pero ¿qué tipo de cielo? Se piensa en un paraíso dogmático, se piensa en un paraíso de dulzura, pero en cualquier caso se piensa en un paraíso. El hombre siempre ha sentido esta gran nostalgia del paraíso, del sosiego eterno. En recuerdo de una patria celeste que no es la evangelización común, ni la llamada al paraíso comunista donde todo nos será dado. No, es un paraíso de dicha, de contemplación. Nadie ha dicho que no se pueda alcanzar también en la tierra: a través de la filosofía, una fe de los sentidos, de la palabra, de las arengas también de sabor divino, puede llegarse a una especie de delirio casi oscurantista. Porque el hombre no puede comprender los mensajes de Dios, apenas los percibe. A veces siente la llamada porque, como decía un neurólogo, si los profetas son los hijos de Dios, los poetas son los nietos de Dios.

Y entonces el poeta debe hablar, debe tomar esta materia incandescente que es la vida cotidiana y convertirla en un maná de oro. Y debe registrar esta confusión de ideas que a los ojos de los hombres puede convertirse en un fetiche. Pero aquello que constituye la comunicación con Dios debe convertirse en lenguaje directo. No sé si vale la pena hablar tanto de poesía. En cambio, creo que vale la pena hablar mucho de la vida y del sistema de la vida, un poco más esplendoroso, menos condicionado, del que la poesía podría ser parte. Porque los pocos que leen poesía son los llamados elegidos, los aficionados a esa forma determinada de decir, de hacer de vivir. Y son los solitarios por excelencia. Ahora la poesía debería ser un fenómeno un poco más extracoyuntural, digamos, un fenómeno colectivo. Por el amor de Dios, no todo el mundo quiere, al volver al trabajo, leer a los poetas, ¡que Dios nos proteja! Pero la poesía educa el corazón, la poesía da la vida, tal vez pueda colmar algunas carencias incómodas, a veces incluso el hambre, la sed, el sueño. Tal vez también la herida de un gran amor, un amor que ha terminado o un amor que podría nacer.

Un terrible dolor de cabeza hace estragos en mí desde hace siglos. Es el terrible dolor de cabeza de quien encuentra arrebujado en la oscuridad el recuerdo de un amor prodigioso, en nombre del cual dividirá el mundo.

Los brigadistas nacieron así, los locos nacieron así, y hasta las madres encuentran la expiación en el amor.

Si pudiera advertir a mis hijas de que cada una de mis lágrimas se convertirá en una diadema, si pudiera garantizarles la paz, iría donde el primer ministro del mundo y le pediría que las perdonase. Pero no puedo hacerlo. Su destino será pagar por mi demencia.

Tengo que dejar de hablar del manicomio, tengo que empezar a hablar sólo de ideas. El Salón del Libro de Turín me había cabreado. Hay algo en Turín que me perturba. Y es mi juventud pasada. Mi enfermedad, que empezó justo allí, bajo la atenta mirada de mi tío, el teniente coronel.

Estoy feliz de ser un ángel enfermo. Un ángel que puede acoger la muerte con serenidad en cualquier momento.

Estoy feliz de poder anunciar a todos que el pecado ha resbalado por mí como el agua resbala por la piedra del río. La piedra sigue en el fondo del lecho, aparentemente silenciosa, pero pulida y lisa, y ni la lluvia ni el viento pueden tocarla. Y sobre todo, la piedra del río, como la poesía, no podrá morir jamás. A pesar del pecado y a pesar de la santidad misma.