A fines de la década de 1860 París se moderniza por órdenes de Napoleón III, que pretende que la capital sea un paraíso para la alta burguesía. Para el pueblo, en cambio, la miseria y el hambre van en aumento, generando un descontento tan marcado que el emperador intenta desviar la ira social contra un enemigo externo: Prusia. La guerra resulta un fiasco, Napoleón III termina preso, la cité acaba sitiada, el Imperio se derrumba. Aunque el pueblo se opone a la rendición, el gobierno provisional francés -liderado por Adolphe Thiers- acuerda el armisticio y demanda que los milicianos entreguen sus armas. Es en este contexto que envía a soldados a retirar 271 cañones apostados en la colina de un barrio obrero, Montmartre, el 18 de marzo de 1871.
Sucede al alba, cuando el sol aún no ha despuntado, y son las mujeres las que -camino a comprar pan y leche para sus familias- se topan con la escena: hermanos parisinos se disponen a retirar sigilosamente la artillería, y ellas, con gran coraje, se interponen entre los varones y los cañones que “apuntaban hacia la urbe del lujo y los palacios, de las conjuras monárquicas, de los infames especuladores y de los gobiernos cobardes”, en palabras de la periodista, novelista y revolucionaria André Léo, nom de plume de Léodile Champseix, autora de varias obras sobre la igualdad de derechos. Ni siquiera cuando las tropas reciben la orden de abrir fuego, las mujeres se retiran; aún más, convencen a los soldados de volver los rifles hacia sus generales, lo que resulta ser el disparador de histórico momento revolucionario: la Comuna de París, de cuyo inicio se están cumpliendo 152 años.
La utopía de este experimento radical de democracia directa duró, como bien se sabe, muy poco tiempo: fueron apenas 72 días en los que miles de personas dieron un paso al frente para participar en la defensa de su proyecto, un gobierno obrero y popular, laico y socialista, que tuvo brutal final, sofocado por el ejército de Versalles en la llamada Semana Sangrienta. Mientras resistió, empero, la Comuna de París impulsó una serie de medidas políticas y sociales de avanzada, aunque -por obvias razones- muchas no llegaran a implementarse en esas fechas. En su programa, figuraba: educación gratuita, laica y obligatoria; requisición de viviendas vacías para albergar a personas sans abri; eliminación de los intereses de las deudas; igualdad salarial para varones y mujeres; autogestión de fábricas abandonadas; prohibición del trabajo nocturno en panaderías; creación de guarderías para hijos/as de obreras; supresión de la distinción entre mujeres casadas y concubinas; apertura de instituciones de élite -como la Biblioteca Nacional y el Louvre- al gran público; consejeros municipales elegidos por voto en cargos que, además de ser revocables, no podían ser remunerados con sueldos mayores al promedio del proletariado…
Pese a su corajudo accionar, durante largo rato apenas se les reconoció a las mujeres un rol poco menos que accesorio, limitando la figura heroica a Louise Michel, educadora y escritora anarquista que pasaría a la Historia como una rara avis que se calzó el uniforme miliciano y defendió la causa desde las barricadas, dando perseverante batalla.
Asimismo prevaleció la caricatura de las “pétroleuses”, término peyorativo que designó a presuntas pirómanas delirantes, acusadas de hacer arder París para vengar a sus compañeros masacrados; un escuadrón que… nunca existió: mito de larga data, sirvió para satanizar y enmascarar la verdadera participación femenina en la Comuna, de vital importancia para la revuelta. “Los ojos enrojecidos, la piel agrietada, el cabello despeinado, los labios negruzcos y excoriados, presentaba un conjunto de fealdad repulsiva”: así describía un abad a Hortense Aurore Machu, condenada a trabajos forzosos de por vida por haber participado en un incendio de las Tullerías; acusación que careció de pruebas; no así la valentía de la susodicha, diestra e intrépida con el rifle según crónicas de época.
Lo cierto es que las mujeres lucharon para ser aceptadas en los batallones, a los que asistieron primeramente ofreciendo provisiones y como auxiliares médicas, cuando no recargando las armas de sus compatriotas. De los tantos testimonios que han sobrevivido, está la correspondencia de la ambulancière Alix Payen a su familia, describiendo el duro día a día en un batallón. La cantinière Victorine Brocher también relató con pelos y señales cómo fueron esas jornadas en Les souvenirs d'une morte vivante, biografía que publicó en 1909, a los 71 años, recordando el despertar de su compromiso político.
Tenaces y sumamente comprometidas, en muchos casos ellas lograron que se las admitiera en las filas; la famosa barricada de la Place Blanche, por ejemplo, fue sostenida por -al menos- un centenar de communardes. Pero además de apuntarse en la línea de fuego, las milicianas armaron comités de vigilancia, de apoyo; también talleres en cada distrito. La organización más grande y eficaz durante la revuelta, sin ir más lejos, fue obra suya: la Union des femmes pour la défense de Paris que, desde su creación, postuló que la lucha por la defensa de la Comuna era la lucha por los derechos de las mujeres.
Por otro lado, se hicieron escuchar en clubes políticos -tanto mixtos como femeninos- mostrando sus dotes como elocuentes oradoras, afirmándose en la arena pública. Paule Minck, la mentada André Léo, Jeanne Deroin, Nathalie Lemel, Béatrice Excoffon, Sophie Poirier, Anna Jaclard, entre las ponentes que suelen destacarse, aunque también hubo lavanderas, panaderas, parteras, costureras que intercambiaron ideas durante días de ardientes debates en los que se hablaba sobre cómo reorganizar el trabajo, dar acceso a la educación, entre otras conquistas por alcanzar.