(Aclaración: este texto contiene spoilers)

En el film Ellas hablan, dirigido por Sarah Polley, ganador de un Oscar en la categoría a mejor guion adaptado y nominado como mejor película, cuyo título en inglés es “Women talking”, mujeres hablando --enfatizando la continuidad del sucediendo del gerundio--, se propone una serie de inversiones de la posición de la feminidad y el lugar de la mujer en la estructura patriarcal. La acción transcurre en una comunidad Amish, en esa intemporalidad entre bucólica y ancestral, salvo por el único elemento discordante y externo proporcionado en el film, cuando una camioneta circula por la comunidad para señalarles que están siendo convocados al censo nacional del año 2010. Por allí ingresa también la única música no religiosa del film, el tema de The Monkees, Daydream Believer.

¿Sobre qué están hablando estas mujeres? Sobre la decisión que deberán tomar frente a una serie de hechos aberrantes, luctuosos y lujuriosos: las mujeres, incluso las niñas de la comunidad, han sido objeto de una serie incalculable de violaciones y rociadas con tranquilizante para vacas, atribuyendo esas acciones a la influencia del demonio o incluso de las alucinaciones grupales.

La acción transcurre durante un día hasta la noche, del día hasta la noche, y el desenlace ocurre a la mañana del día siguiente. La fianza a los violadores será pagada por los otros hombres de la comunidad y volverán para insertarse; el tiempo apremia para estas mujeres si quieren disponer alguna diferencia de una vida en el sojuzgamiento.

Sometidas hasta lo indecible, sin voz, analfabetas, deberán votar entre tres posiciones decisivas: perdonar y que las cosas continúen como hasta entonces, quedarse y luchar, o irse. Como vemos, esta película trata también sobre lo actual en el lazo social y no sólo sobre una remota comunidad separada del resto del mundo. Incluso hay un personaje trans sexualizado, una de las mujeres violadas que decide, a partir del hecho aberrante, nombrarse “Melvin” y vestir como varón. Melvin sólo juega y habla con los niños de la comunidad, y cuida de ellos. Si bien su transformación es un acto de confrontación, también ha regresionado y ha perdido la voz, vive todavía en la escena traumática.

En la trama de esta disertación entre mujeres para definir el futuro de su lugar y el de sus hijos en sus vidas, existe un testigo, quien lleva la minuta, August, un hombre hijo de una mujer referente y ya fallecida. August es un otrora excluido de la comunidad que ha vuelto universitario y habiendo conocido el afuera. August ha vuelto para enseñar a los niños de la comunidad. August ama a Ona, una de las mujeres laceradas, que está embarazada de esa violación y a tiempo de parir. En el otro extremo, Salomé, en la línea de su propia referencia bíblica, es quien denuncia y también incomoda con su ferocidad beligerante, impulsa quedarse y luchar, allí donde la disputa incesante de los derechos de las mujeres parecen por momentos enredarse en la lógica del complejo de masculinidad imperativo, que es el gran ariete del patriarcado. Salomé odia y lucha masculinamente.

El arco de edades de estas mujeres, que conforman un consejo que produce ecos de la estructura clásica de la tragedia, en particular el coro, va desde adolescentes hasta las ancianas referentes. Es una estructura transversal que intentará dejar una marca. La tensión entre el lenguaje poético y elaborado con la que ellas hablan contrasta con la condición de las que ellas provienen, en una convención que refuerza la dimensión épica y también universal de lo que allí están discutiendo.

El film se desarrolla como en una obra teatral, un escenario con preferencia de unidad espacial, el granero en el que acontece la jornada de debates, una acción principal casi en tiempo real y con continuidad diacrónica. La estética del film propone una apertura que remeda en ese espacio “la última cena”, y en su definición, las mujeres optarán por irse y dejar la comunidad llevándose a sus hijos, “el éxodo”. Esta inversión de la secuencia temporal bíblica propone también una subversión: van desde la crucifixión a la salida, del patriarcado al matriarcado, allí donde los profetas se vuelven mujeres.

En el curso del film recuperan la voz y deciden irse como posición fecunda y superadora a las vicisitudes del patriarcado, ya que “quedarse y luchar” es la trampa patriarcal, la trampa homoerótica --sea quien fuere quien la ostente--. Si se quedan deberán asesinar a los violadores encubiertos y readmitidos en la comunidad, se volverán ellos. De algún modo, el film propone incluso una posición superadora al asesinato primordial del padre de la horda descripto por Freud. A esta posición, presumiblemente inevitable, hay una alternativa lógica --revelada por la mención a las filipenses del texto bíblico--, ser éticas, ser justas, ser pacíficas. Es una revelación que nos propone la posición femenina no sólo como sujeto de procreación y de deseo, sino como inscripción fundamental en la cultura. Si bien este símbolo queda reforzado por el nacimiento del final, se trata de este otro nacimiento en ciernes: ¿será entonces la estructura matriarcal, milenaria, la auténtica alternativa en la época actual, de una posición superadora a las dicotomías y violaciones de las que somos objeto por la cultura del patriarcado, fundada en las jerarquías y en las relaciones de poder? El poder, en esta obra, se nombra abiertamente.

Por otra parte, en este éxodo, el patriarca será una mujer. Una matriarca no es una asesina, obra de manera ética, no requiere sobre sí, para funcionar, ni incriminación ni asesinato totémico.

Este nuevo ordenamiento bien podría arrojar luz sobre una línea sojuzgada en el psicoanálisis, respecto de dar voz al matriarcado. En este punto, el psicoanálisis se ha comportado también como una discursividad del poder establecido, ha interpretado y a veces interpelado al poder, pero no ha intentado desmontar la maquinaria de poder, maquinaria que tal vez yace en el interior de su propia lógica, a pesar de los intentos de denunciar el discurso capitalista como falso discurso .

La obra dialoga además con dos grandes hitos de nuestra cultura: La casa de Bernarda Alba, de García Lorca, y Las Troyanas de Eurípides --incluso en su reversión por Sartre--. Hay un contrapunto eficaz con Bernarda Alba, ya que se trata de dos paradigmas de matriarcado diferentes. Ambos son universos de mujeres y en ambos los hombres permanecen externos a la acción. En Bernarda Alba los hombres --encarnados en Pepe el Romano-- son una sombra o una promesa, un influjo externo, un objeto de seducción que posibilitaría la salida. En Ellas hablan los hombres son el objeto de la deserotización, el cáncer, la amenaza, la interioridad, la condena. Pero la tragedia de Lorca atenaza una crítica y una advertencia sobre los modos de ejercer un matriarcado, es por eso que Ellas hablan parece tomar el relevo de las grandes tragedias españolas de Lorca y dar un paso que hace la diferencia, y en nuestra práctica bien podrían conmutarse como inversiones en la dialéctica psicoanalítica respecto de la posición de un sujeto.

Las troyanas resisten al invasor en ese universo devastado, en Ellas hablan se apropian de sus cuerpos y lo cuidan para otros. Estas mujeres --actuales, podríamos señalar-- toman este relevo y le dan dimensión amorosa y maternal, matriarcal en la dirección no de la opresión sino de la ética, que es siempre ética del deseo. ¡Qué mejor imagen de la sensualidad que ésta! Que mejor deseo para nuestra cultura.

Analía Rodríguez es psicóloga social. Cristian Rodríguez es psicoanalista (Espacio Psicoanálisis Contemporáneo - EPC).