“Un día de un viejo árbol es un día del mundo”. Haroldo Conti
Todos hemos tenido la patria de la infancia marcada a fuego por algún ser vegetal, hermoso y enorme, que nos cautivó desde nuestros más tiernos primeros pasos. Nos hemos tropezado y caído en él, hemos padecido la rugosidad de su corteza en los raspones colorados que nos quedaban, indefectiblemente marcados en nuestras rodillas, brazos y piernas.
Hemos caído al suelo desde las ramas más altas de su genial envergadura, con mayor o menor consuelo según los casos, con mayor o menor cantidad de heridas según la suerte o pericia con la que cayéramos de él.
Mi patria infantil fue conquistada desde siempre por la presencia del ciruelo.
El ciruelo ya era un árbol viejo y estaba en la casa cuando mi papá la compró, ya era enorme en esa época y su fronda lindaba al fondo con los dos vecinos más cercanos, es más, los invadía desde su copa, y ellos, bien que aprovechaban cuando las esferas del rojo brillante asomaban al sol del verano, resplandecientes de sabor y aroma, listas para ser devoradas. De a baldes llenos sacaban la fruta, igual nosotros desde este lado, desde todos los lados del tapial podíamos comer las frutas, sin necesidad, siquiera, de trepar demasiado sobre las ramas.
Nuestro ciruelo fue la casita de Tarzán, de la cual mi hermana, chiquita y negra, había tenido el lujo de autodenominarse, la mona Chita, no tan sólo por su apariencia, sino también por la exquisita agilidad que tenía para desplazare entre rama y rama, entre techo y techo, entre tapial y tapial sin la probabilidad siquiera de que pudiera caerse en algún momento.
Nos hicimos la casita del árbol en su copa con una habilidad deslumbrante y supimos hacer, también, un muy hermoso ascensor que funcionaba de las mil maravillas cuando ya éramos más grandes y no queríamos trepar tanto…
En el amplio fondo de la casa que era enorme, había otros árboles: tuvimos dos limoneros, tres mandarinas, todos esos los puso mami, la higuera que también, al igual que el ciruelo, era antigua y estaba en la casa desde mucho antes que papi la comprara. Daba unos higos negros espectaculares pero en un momento mami la sacó, no sé si por superstición o porque (eso fue lo que dijo) hacía mucha mugre y juntaba muchos bichos.
De todos modos y para nosotros nuestro árbol siempre fue el ciruelo. Horas y horas pasábamos en él jugando a cualquier cosa que se te ocurriera, charlando, haciendo asados, pics nics, diversas comidas o juntadas con el que fuere, pero todos, todos, siempre debajo o encima de nuestro ciruelo.
Después de muchos, muchos años me enteré que ése era un árbol de ciruelas remolachas, para mí todas las ciruelas eran como ésas pero después me empecé a enterar que había ciruelas diferentes. De todos modos eran las más sabrosas que probé en mi vida. Jugosas y dulces sin igual. Eran totalmente remolachas por fuera y por dentro. Sanguíneas hasta morir.
Supimos armar guerras infinitas (jugábamos a Combate, los buenos éramos nosotros, los otros eran los alemanes), nosotros con ciruelas, los otros con las nueces del nogal de los Porto que nos invadía por encima del tapial. Eran feas y bravas guerras. Terminábamos negros, rojos y con muchos machucones porque las nueces verdes pegan como las chancletas de mi madre o la guasca de mi abuela. Que las mujeres de mi familia eran muy buenas, pero bravas, bravas, fuimos todas.
En el condado de Melincué, por aquellos años en que fui niña, casi todas las casas eran muy grandes y viejas y con mucho terreno y muchos árboles, sobre todo de frutas. Porque en el humedal todo crecía endiabladamente y era hermoso ir a robar fruta a la hora de la siesta. Ésa era la más sabrosa, mucho más rica que la de casa, aunque la comiéramos caliente y llena de tierra. De todos modos en la patria de mi infancia los vecinos de la cuadra eran amorosos y la abuela de Gabriela, casa por medio, nos traía los baldes de quinotos cuando el quinotero de su puerta explotaba de sabores…
Lo mismo el Turco Kadú, el de al lado, que nos traía los baldes de pejerreyes, bien plateados y frescos, recién sacados de la laguna que tenía en su campo. Él nos enseñó a limpiarlos y filetearlos bien y hacerlos a la sartén y lo exquisitos que eran!!
También la doña Lázaro que estaba a la vuelta pero su patio pegaba por atrás con el nuestro y así como ella sacaba ciruelas de nuestro ciruelo, cada tanto nos traía unas bondiolitas caseras que hacían en el campo de ella que eran una delicia de sabor.
En una de esas tormentas bravas, que siempre hubo por allá, cayó un rayo y partió al medio al ciruelo. Una parte enorme de su estructura cayó al piso del jardín, inevitablemente herida de muerte, también rompiendo el tapial y la otra parte, la que quedó en pie, siguió creciendo y dando frutas como si nada. Era un árbol admirable, que contra viento y marea resistió a todo y a todos.
Papi vendió la casa con una inundación enorme de ésas que sabe haber por allá. No hubo forma de que no la vendiera: “Yo la pagué, yo decido cuándo la vendo”, “Pero es nuestra herencia”, “De ustedes no es herencia porque yo todavía estoy bien vivo y yo decido qué hacer con la casa”.
El que compró la casa, por monedas y en el medio de la inundación fue el albañil que la había construido. Después, él mismo, la dividió al medio e hizo dos casas, con jardín y cochera. Hizo una casa adelante y otra atrás.
Parte del gran parque que había sobrevivió pero ignoro, realmente, si al fondo de todo, todavía en el centro de la manzana sigue reinando el ciruelo, con su sombra enorme y sus esferas rojo brillante. Ojalá todavía resista, como siempre lo hizo.
Pero la verdad, mi verdad, es que nunca, jamás, volví a comer ni a ver ciruelas tan ricas y tan rojas como ésas.