En el patio de la cárcel, un herrero separa las piernas de la mujer y de un mazazo hace añicos las cadenas que le apresan los talones negros, casi puro hueso. “Chillé y aquel grito, idéntico al de un recién nacido, proclamó mi regreso al mundo”, dirá ella, una de las acusadas en los turbios y aún legendarios juicios de Salem. Y agrega: “Tuve que aprender a caminar de nuevo. Tuve que aprender a mirar a los ojos. Tuve que aprender a hablar otra vez mientras la sangre que había estado congelada en mis venas, volvía de pronto a inundarlas”. A partir de aquí, con retrospecciones y saltos hacia adelante Tituba, esta esclava oriunda de Barbados, contará su obstinada supervivencia a mediados del siglo XVII. Como la literatura goza de cierta cualidad mediúmica, que quiebra las ideas de tiempo y espacio convencionales, será escuchada mucho después por Maryse Condé, recién nominada al Man Booker Prize, quien le dará voz a su historia. Así es como Yo, Tituba, la bruja negra de Salem, se convirtió en una novela que, publicada originalmente en 1986, llega ahora en castellano editada por Impedimenta, con traducción de Martha Asunción Alonso, traductora además de sus libros anteriores publicados en esa editorial.
“Tituba y yo convivimos en la más estrecha intimidad durante un año. En el transcurso de nuestras interminables conversaciones me contó todas estas cosas. Nunca se las había confesado a nadie”, escribe Condé en una notita al comienzo del libro. Al final, relevará los datos históricos existentes: el nombre de pila de esta esclava es lo único que se sabe con certeza; fue vendida a un pastor conservador llegado a Salem, en Massachusetts, con su familia (una hija propia, una sobrina, una esposa enferma que le temía); fue detenida y enviada junto a un número nunca aclarado de mujeres (incluso un hombre, incluso algunos niños) todos acusados de brujería; tras su liberación fue vendida nuevamente y quizás logró volver a su Barbados natal. Esta información es el andamiaje sobre el cual Condé despliega la voz silenciada de esa otra mujer que nunca conoció pero que sólo puede volver a este mundo a través suyo.
La oralidad, de hecho, es una de las marcas en la literatura de Condé, que en Yo, Tituba se traduce en una serie de leyendas populares, hechizos, canciones y giros lingüísticos. Así, la voz de la esclava deviene espesa como un magma habitado por sus ancestros, los mismos espíritus que la sostienen y la guían aunque también la retan cuando ella insiste en enamorarse de hombres equivocados (el sexo es para Tituba un refugio) o en compartir sus saberes sobrenaturales (cómo curar enfermedades con plantas, cómo pedir ayuda ofreciendo la sangre de pequeños animales degollados en ofrenda, cómo orar para que los calores del cuerpo encuentren su forma de abrirse paso en medio de una sociedad puritana, temerosa de Satán). Justamente, el conflicto se desencadena cuando las niñas de Salem, criadas en el conservadurismo más rancio, encuentran en Tituba una especie de juguete exótico que las acerca a la magia ancestral. Asfixiadas por una sociedad que les llena la boca de salmos y culpas, terminan haciendo escenas como si estuvieran poseídas y acusando a Tituba de meterles el diablo en el cuerpo. El problema es que los adultos toman en serio estos juegos y crean ficciones jurídicas para justificar su odio hacia las mujeres en general, las viejas, las pobres y las negras en particular. De ahí a las redadas, la cárcel, los asesinatos públicos, hay un solo paso.
Condé es autora de unas veinte novelas y textos autobiográficos que comenzaron a tener circulación masiva luego de que obtuviera el Nobel alternativo en 2018. A partir de entonces, aunque de manera tardía, esta escritora nacida hace 86 años en Pointe-à-Pitre –la capital del diminuto archipiélago caribeño de Guadalupe– se instaló como una de las voces más legitimadas para pensar el vínculo entre escritura, negritud e identidad. Luego de vivir en África, se mudó a Europa y finalmente se instaló en Estados Unidos. Ahí acaba de publicar su nueva novela The Gospel according to the New World que, al igual que sus dos libros anteriores, le dictó enteramente a su marido, el traductor Richard Philcox. Es que Maryse padece una enfermedad neurológica degenerativa, que le hace difícil ver y escribir. Resulta sugestivo que una escritora que se ocupó de dar voz a otros, ahora necesite apoyo para seguir dando testimonio en tiempos difíciles. Pero ella no tiene ninguna intención de ser compadecida. “El mundo cambia y los escritores cambiamos con él. No es un tema de edad sino de sensibilidad al cambio y de deseo de escribir sobre eso”, contó en The New York Times en estos días, vía mail, desde su casa en Provenza, en el sureste de Francia.
Yo, Tituba combina con total libertad el tono de novelas clásicas como Las brujas de Salem, La letra escarlata e incluso Cumbres borrascosas, de su amada Emily Brönte, a quien leyó cuando era adolescente. Además recupera ecos de Frantz Fanon, con quien polemizaba abiertamente mientras ella era estudiante de la Sorbona (aunque al final reconoció que ambos tenían más encuentros ideológicos que diferencias). Si a eso se le suma su libertad creativa y su finísima pluma que juega con el creól y el francés (la lengua esclava y la lengua colonial, según Condé misma aclara), el resultado es una literatura que aún pasada por el tamiz de la traducción, mantiene una elegancia poética que no toma los datos históricos como documento sino como imaginación expandida.
“En verdad, no escribo en un idioma u otro. Escribo a mi modo. Escribo en Maryse Condé. No hay que tener temor de desagradar. Es necesario que cada uno escriba como quiera, tenga derecho a ser lo que es”, enfatizó durante un homenaje a su obra en Casa de las Américas, en La Habana, en 2010. La potencia de su escritura radica en esa libertad. Pero también, en el modo en que su lengua lleva impresa la huella de las esclavas, las brujas, las y los desposeídos del mundo tragados por la diáspora, a quienes Condé restituye en algo un nombre, una historia, una identidad.
Yo, Tituba, la bruja negra de Salem
Maryse Condé
298 páginas
Impedimenta