El investigador que se involucra sentimentalmente con la principal sospechosa de un crimen, lugar común del policial negro en sus vertientes literarias y cinematográficas. Y, sin embargo, no hay nada que hacerle: en la ficción (y un poco en la vida real también) la pasión no conoce de límites, y la posibilidad de enredarse en una telaraña de sospecha, peligro y deseo conjura en el lector-espectador la sublimación catártica. El film noir clásico, ese género bien norteamericano que abrevó en fuentes cinematográficas previas para construir su propio universo narrativo y estético, supo hacer de esas pasiones y amores contrariados todo un monumento de la gran pantalla. El policía, expolicía o detective privado, que tantas veces camina sobre la gris y delgada cornisa entre el bien y el mal; la mujer fatal, tan atractiva que deviene en abismo abrumador y, por lo general, esconde más de lo que aparenta; las vueltas de tuerca que tuercen el destino y empujan un desenlace inesperado e implacable. Poco importa si la trama se enmaraña tanto que, por momentos, parece ininteligible (verbigracia cum laude: Al borde del abismo, de Howard Hawks). Lo que realmente importa, aquello que hace mover la aguja del electrocardiograma, es el designio oculto de cada uno de los integrantes de la insólita pareja, la respiración entrecortada, los movimientos internos que anticipan el terremoto. Así lo entiende el surcoreano Park Chan-wook en su último largometraje, La decisión de partir, reinvención, homenaje y pastiche de cientos de relatos detectivesco-amatorios que forman parte de la historia del cine. Presentada en sociedad en la competencia oficial del Festival de Cannes hace casi un año, donde fue recibida con críticas laudatorias y también con varias manos en la pera por su alambicada estructura, además de ganar el premio al Mejor Director, la película del realizador de Old Boy y La doncella no tuvo por el momento un estreno en salas de cine locales, pero ya puede verse online en plataformas como Google Play y iTunes, previo pago de alquiler. Bienvenidos a la última creación de un autor que desconoce los límites del jugueteo formal, las ramificaciones narrativas y las posibilidades del cine como sueño y pesadilla.
Todo comienza con el día a día y las noches. El detective Jang (Park Hae-il, uno de los sospechosos en la obra maestra de Bong Joon-ho, Memories of Murder) cena con su esposa, conversa con un compañero de la fuerza, se masajea la nuca mientras maneja por una avenida de la ciudad costera de Busan. Sufre de insomnio, dato nada menor que anticipa desvelos de categorías más simbólicas. Aquello que en otras manos sería apenas una simple sucesión de escenas cuidadosamente rutinarias, Park lo convierte en un pequeño rompecabezas que prologa el gran puzzle por venir. Y entonces, la muerte, que parece el resultado de un accidente pero bien podría haber sido provocada intencionalmente: un hombre de mediana edad, amante de la escalada, cae desde lo alto de un promontorio de piedra, rebota varias veces y acaba muerto allí abajo, ante la vista de los policías, forenses y fotógrafos, mientras una mosca camina oronda sobre una de sus pupilas. Quien reconoce el cuerpo es su esposa, Song (la actriz Tang Wei), una inmigrante china mucho más joven que el montañista y a quien le cuesta un poco –pero no tanto– comunicarse fluidamente en coreano. Apenas transcurridos diez minutos de proyección, Song se transforma en la principal sospechosa, aunque el propio Jang no parece demasiado convencido de su intervención en la caída. ¿O acaso sí, pero no quiere admitirlo?
Aunque a la mujer razones para querer quitarse de encima al marido no le faltan: las marcas de violencia en su cuerpo, ocultas de la vista de todos por la vestimenta, confirman la problemática relación de la pareja. En una secuencia de puesta en escena ingeniosa, el realizador convoca los espíritus de La ventana indiscreta y Vértigo al mismo tiempo, haciendo coincidir en los mismos planos y contraplanos realidad y fantasía, el espacio de los hechos y el de la imaginación, lo concreto con el deseo inasible. “Los protagonistas de La decisión de partir son bastante malos cuando les toca ser honestos con sus verdaderas emociones”, expresó Park Chan-wook en una entrevista con el periódico The Guardian, cuando el film fue presentado en el Festival de Toronto. “A veces se reprimen y no expresan lo que está ocurriendo realmente dentro suyo. O dicen algo diferente, opuesto a lo que realmente sienten. Por eso es importante que el público pueda ver las pequeñas sutilezas, los pequeños cambios de sus rostros y gestos. Para lograrlo, me aseguré de que no existieran demasiados estimulantes visuales alrededor. No hacer cosas demasiado fuertes que eclipsaran lo que quería transmitir. Por eso el énfasis en un par de manos esposadas o la respiración de ambos protagonistas moviéndose en sincronía”.
Es cierto que La decisión de partir no incluye las características dosis de ultra violencia presentes en Old Boy o Sympathy for Mr. Vengeance, los dos films que ubicaron el apellido Park bien alto en el cielo cinematográfico a comienzos de siglo. O los detalles eróticos de La doncella y Thirst, su particular apropiación del mito vampírico. Pero tampoco se trata de un film ascético. Más bien todo lo contrario. A tal punto que la trama comienza a desdibujarse en favor de estilemas cada vez más barrocos, definidamente románticos en su doble acepción humana y formal, sobre todo cuando el universo del policial le cede cada vez más espacio al romance de apariencia idílica. Apariencia, palabra importantísima en la película y en casi toda la obra de Park Chan-wook. Las apariencias son las que ocultan el origen real de la crisis fronteriza de su tercer largometraje, Área común de seguridad (2000), punta de lanza del boom internacional del cine de Corea del Sur hace ya más de dos décadas. Son asimismo las apariencias de un plan que parece ir viento en popa las que llevan por un camino cada vez más pedregoso a los protagonistas de Sympathy for Mr. Vengeance (2002), donde el realizador comenzó a desarrollar esas complejas estructuras de thriller con silueta de dibujo caótico que, sin embargo, esconde un orden preciso. En Old Boy (2003), desde luego, lo que parece ser de una manera termina siendo de otra muy distinta, aunque la venganza se sigue sirviendo bien fría (y cruda), y en I'm a Cyborg, But That's OK (2006) todo se reduce a la convicción de ser algo que en la vida real resulta imposible, punto de partida de otra relación de deseo y romance en el más inesperado de los ámbitos. Apariencias. Dobleces. Espejos. ¿Quién es esa persona detrás de la imagen que se desea ver?
En la conversación con la prensa mencionada previamente, Park afirmó que no era consciente de la relación de su nueva película con Vértigo, “pero es evidente que hubo varias influencias subconscientes. Cuando digo influencias no me refiero necesariamente a similitudes en la trama o sus características, sino a la cualidad de ensueño del film. Creo que ese es especialmente el caso durante la segunda parte, que no casualmente transcurre en Ipo, por la cantidad de niebla de esa pequeña ciudad. De principio a fin, intenté crear un mundo de ensueño, donde uno se siente perdido, no sabe a dónde ir y nada es claro. Ese estado psicológico en el cual se busca algo, cierta claridad en las cosas”. La decisión de partir, va de suyo, está repleta de vueltas de tuerca y nuevas pistas que aparecen para ser desechadas (de una u otra manera), al tiempo que la relación entre los protagonistas alterna los roles de policía y sospechosa con el de amantes (si esa cualidad amatoria es sexualmente activa o platónica es algo que la propia película oculta tras un velo, no de pudor, pero sí de misterio). Y entonces, a mitad de camino de los 140 minutos de metraje, la elipsis. Como en Vértigo. Trece meses sin verse, 400 días de ausencia en el mundo del otro. Otra ciudad. Y de vuelta a empezar. La estructura espejada permite el retorno de la obsesión y ese deseo que, obturado por la represión, nunca había desaparecido. Como un cadáver mal enterrado que, cuando llueven unas pocas gotas, comienza a mostrar partes de su cuerpo, sobresaliendo de la superficie. Y quedando a la vista de todos.
La niebla
Fiel a sus costumbres, a lo largo de la película el realizador utiliza de manera recurrente elementos visuales y sonoros, pero también secuencias-tipo. El uso de los teléfonos celulares es múltiple y esencial a la historia, casi como un personaje más. Con ellos se envían mensajes, se toman fotografías y se graban audios, además de permitir la traducción del chino al coreano cuando el conocimiento del idioma no alcanza. También se emplean para rastrear a una persona, recabar información, cotejar coartadas. En paralelo a la investigación central –las dos investigaciones, en realidad–, otros casos ocupan temporalmente la cabeza cada vez más alienada de Jang. Desvíos que permiten algunas corridas y saltos por azoteas (las alturas y el miedo a las mismas; el vértigo) y aplazan el conflicto central del protagonista, cuyo punto de vista nunca es abandonado. Y el humor, tono frecuente en el mundo de Park –un humor seco y oscuro, a veces pegajoso–, que puede aparecer en cualquier momento, como cuando se persigue a un ladrón de tortugas terrestres o la nueva asistente del detective no deja de hacer preguntas cuyas respuestas son más que evidentes. Así se va dibujando la ruta de un film con no pocos elementos depalmianos (por Brian De Palma, desde luego) que los detractores han tildado de entreverada y kitsch, pero que sabe ofrecer placeres de diversa calidad y tamaño.
A la hora de referirse a su peculiar aproximación al policial clásico, Park relacionó la figura del investigador con la del cineasta, afirmando que “un director de cine debe crear el misterio perfecto y también resolverlo, mientras que un detective debe simplemente encontrar las pistas para la solución. Un director debe ubicar las piezas en su lugar correcto, pero también crearlas. En este caso, como lo dije muchas veces, la historia tiene lugar en un mundo poco transparente, en el cual se intenta ver de manera clara una silueta borroneada. Creo que eso se conecta con mi trabajo: en este mundo en el cual el significado de todo es incierto, esa es la actitud que debe tener el creador o artista. Cuando pienso en el detective Jang, pienso en las gotas oftálmicas que se pone en los ojos, parpadeando para intentar ver los objetos que lo rodean más claramente. Y aunque el esfuerzo del protagonista no llegue a buen término, y sea absorbido por una cortina de niebla y misterio, sin lograr ver nada de manera clara, creo que lo que importa es el esfuerzo”.