Si uno es amante del folklore y las tradiciones, entre junio y agosto vibran en la capital santiagueña chacareras, gatos y zambas; salen caseritos los chipacos (panes) calientes y las tortas fritas; hay encuentros masivos donde sobran bombos y zapateos; y queda siempre un rato para llegar al Parque Aguirre a contemplar el avance voluminoso del Mishki Mayu, el río cuyos dorados hacen delirar a los pescadores de fuste. 

¿Qué es y hasta dónde llega el folklore argentino? La pregunta, que probablemente tenga tantas respuestas como personas, regresa una y otra vez a esta tierra, planteando la discusión recurrente sobre si la memoria debe (y cómo) estar presente en los músicos innovadores, si el folklore es más que ritmos de escondido, zamba y chacarera, o si técnica y talento pueden prescindir de carisma. Siempre hay alguna discusión musical cuando uno llega a esta ciudad: si Ultravioleta o el Vislumbre del Esteko han sido más exploración de sus líderes que “folklore de veras”; o si fiestas como La Salamanca, que son la casa de artistas locales como Horacio Banegas, Los Coplanacu, Orellana-Lucca o Raly Barrionuevo, deben admitir a los de otro palo como Daniel Agostini o “for export” como Rosana o Carlos Baute. 

Pablo Piovano
Mistoles, patay, miel de caña y de palo, y hasta tatú, en el Mercado Armonía.

DISYUNTIVAS La Marcha de los Bombos también dio que hablar en estas cuestiones. En su decimoquinta edición, la marea humana cargada de bombos legüeros que recorrió calles completas de la ciudad a mediados de julio no escapó a las críticas: que si armar tres columnas como hubo desde el sur, la ciudad de La Banda y el patio del luthier Froilán González no es sinónimo de desunión más que encuentro; que si los méritos de la convocatoria se deben al grupo histórico que la organiza desde siempre o es fruto de la conveniente cercanía de la intendencia y la propia gobernadora que se mostró en la caravana dándole al parche; que por qué juntarse en el monumento a Francisco de Aguirre y no frente al de Jacinto Piedra, emblema de los folkloristas locales. Y ahí no quedó la cosa. Hoteles ocupados en un 90 por ciento, políticos sacándose selfies con las bailarinas y la alusión a la marcha como “producto turístico” incomodaron a más de uno. “Cuando se nos ocurrió en 2003 juntar a los bombistos para festejar el aniversario de la provincia soñábamos con juntar 450 bombos. Jamás pensamos que llegaríamos a convocar a miles de todo el país y se volvería un evento masivo. Ayer, en la vigilia, no podía pasar de casa al taller de la gente que había”, contaba con alegría González, conocido aquí como “el Indio”. Con entrada libre y gratuita, bebidas y comidas a precios populares, el patio de tierra del luthier fue sede de jornadas que anticiparon los festejos a puro baile y guitarreada, sobre el escenario ungido por apellidos como Guarany, Palavecino o Banegas. La marcha en sí, celebrada el sábado 15 de julio, duró casi todo el día y tuvo ocho paradas entre las que se destacó el homenaje a Mama Antula, una santiagueña que será beatificada por el papa Francisco el próximo 27 de agosto. 

Pablo Donadio
La muestra A orillas del río Dulce, en el Centro Cultural del Bicentenario.

PROGRESO SELECTIVO La terminal de ómnibus o el sofisticado Centro Cultural del Bicentenario con sus tres museos, salón de exposiciones, auditorio, restaurante y tienda, son precedentes de una apuesta a la infraestructura moderna que viene ya hace rato. Ahí está puesto el ojo (y el dinero) de la provincia. En esa línea está el reciente Forum, un centro de convenciones que se asemeja a un palacio europeo; las vidriadas y futuristas “torres gemelas” del centro que son sede de los ministerios de educación y economía; o el Tren del Desarrollo, que se aleja apenas unos kilómetros de la capital. Son obras colosales que merecen la visita y la foto, pero que contrastan con pueblos cercanos a los que aún hoy no ha llegado siquiera el agua potable. “Aquí no ha llegado nada… nada”, dice una bandeña que ofrece chipacos al otro lado del río Dulce, y señala más enojada que contenta el tren de frecuencia irrisoria que pasa por encima de nosotros. “No es algo necesario. Los santiagueños precisamos otras obras para nuestra gente y también para nuestros huéspedes ocasionales. No pido conciencia ni humanidad, pero al menos algo de sentido común. No podés llevar a un periodista como vos por fuera del circuito urbano porque pasás vergüenza: hay pueblos que no tienen agua potable, y si caen dos gotas ni podés acceder”, dice un colega díscolo del principal medio gráfico local, también bandeño. Enfrentada geográfica y muchas veces simbólicamente a la capital, La Banda se refleja desde el anaranjado y bello puente carretero. Esta cuna de poetas y cantores; ha sabido de personajes como Lisandro Amarilla, entusiasta profesor en la Universidad Provincial que promovió encuentros de lo más variados con plumas jóvenes como Carola Santucho y Zaida Juárez, y cuya novela El violín de dios –relato de gran contenido histórico de la vida de don Sixto Palavecino– aún es estudiada. Esa tierra es casa también de los Carabajal, que también por estas horas sacan jugo a las visitas en la antigua casa de su abuela. Allí la noche se hace peña con todas las letras, lo que incluye temas en apariencia pedidos, comida casera y mucho baile, todo combinado con anécdotas de la familia que honra a una provincia “que es la que más se ha respetado a sí misma en el camino al éxito de sus músicos”, dice Peteco Carabajal.   

CAMPO Y CIUDAD Las ferias y mercados revelan mucho de lo que un pueblo es. Nuestra expedición musiquera se aleja por un trato hacia los rústicos montes santiagueños, donde el mistol y el algarrobo dominan paisajes en el que el polvo es parte constante de la aventura. Vamos a Upianita, un baluarte de la cultura local que no hay que perderse, y no sólo por los artistas que allí entregan su canto. En términos sociales la apuesta es muy fuerte y se manifiesta en los feriantes de las cooperativas que ocupan puestos de producciones pequeñas y artesanales con trabajos en madera, cuero y tela, y venta de quesos de cabra, miel, legumbres, harinas y ajíes de monte. El legado tampoco es menor: su pertenencia al antiguo Camino Real entre la RN9 y el río Dulce le da un carácter de joya histórica visitable a solo 27 kilómetros de la ciudad. Con entrada gratis y talleres (danza, cerámica) gratuitos por el cumpleaños provincial, el predio de casi una manzana no escatima en escenario ni mesas repletas de costillares, locro, empanadas, tamales, pasteles de charqui y roscas calientes. “De Upianita hay que destacar la inserción en el mercado laboral de muchas familias que aportan los insumos que siembran y cosechan. Gracias a este programa de rescate y puesta en valor de nuestra cultura también se capacitó a los habitantes para que sean ellos los guías de su tierra”, cuentan desde el programa Desarrollo Turístico Estratégico Sustentable y Participativo. Al costado de su laguna, el Parque Temático Mitos y Leyendas permite admirar de paso algunas obras realizadas en madera entre las que se destacan las historias míticas del Kakuy y La Telesita. Esas imágenes se compran también en otro espacio del ser santiagueño que es furor en el centro capitalino: el Mercado Armonía. Ubicado justo detrás del Centro Cultural del Bicentenario, y pese a sus renovadas instalaciones, es tal la maraña de oferentes en sus tres plantas que cuesta encontrar un puesto si uno no traza una guía referencial. En sus más de 12000 metros cuadrados se condensa la producción de la afueras, y pueden conseguirse regionales como el patay, las semillas de mistol o miel de palo, hasta un tatú (de venta prohibida) para cocinar a la cacerola. Con 27 años de vida bajo el formato de cooperativa, Armonía es otro de los símbolos de la ligazón estructural entre las localidades postergadas y siempre proveedoras, y una ciudad parcialmente floreciente, que explota, en todos los sentidos, las riquezas de su tierra.