Las vertiginosas calles de Mumbai no recuerdan haber visto nacer y abandonar a Abur Martínez, como a cada instante lo reconocen fundido con la gloria inquebrantable. La imagen, su imagen, se repite sucesiva en el brillo de las humildes pupilas resbalando sobre los charcos y en las paredes pintadas de su rostro. Abur Martínez se ha vuelto a perder entre sus calles y también se ha perdido para nosotros. De Abur no hay registro previo a aquella tarde cuando a sus 8 años apareció bajo la lluvia en el campito al lado de las vías diecisiete mil kilómetros más acá del Ganges.
En esa primera imagen al fondo cerca del segundo arco improvisado, era uno más gritando opacado por la lluvia. Uuoppaa, o la más discutida epaaa, dicen fue la mítica palabra escuchada antes de que el gordo Martínez empujara al aguja Leguizamón para quedar inscrito en la muerte bajo el inesperado carmen alérgico de los cardos crecidos contra el alambre guardaganado paralelo a las vías. Abur sabía hacer su decir en una sola lengua. Fue el primero (hasta donde se tiene registro) en poder hablar el idioma universal surgido antes de que cualquier palabra culta o vulgar pueda definir un suceso o situación. Como se sabe, en ese idioma no hay reglas escritas ni palabras determinadas, sin embargo es entendida por cualquiera en cualquier dialecto como todos entendíamos sus sonidos apenas articulados.
Abur rara vez soltaba una palabra, posiblemente nunca haya dicho una frase completa. De sí mismo apenas cada tanto balbuceaba su nombre indicando pedir algo de comer por estar ocupado en mirar de frente el futuro inmediato para decirlo antes que nadie.
Hasta su expresa voluntad gestual de regresar a Mumbay, todos nos equivocamos en la sentencia de sostener la creencia de que en Abur no había memoria. Vivíamos tan preocupados en el debate de entender si las onomatopeyas de Abur venían de su pasado o de nuestro futuro que nunca se nos ocurrió sentarnos a rastrear su origen. Tal vez él mismo prefería no hablar de quién era al insistir en repetir su Abur ahí. Y allí Abur se paraba de frente en el centro de todo para despuntar la galleta hecha mitad de azar y mitad voluntad de los otros para gritar por donde venía una jugada.
Nunca falló una anticipación, incluso cuando pasó los veinte días pegado a la cama del Tito Andrada pronosticando el estado metabólico y batallando contra las sucesivas coagulaciones del sistema que no entendían cómo eran desde afuera desafiadas. Los de siempre, siempre apuntan a aquellos que solo hacen.
No fue por culpa que Abur prestó ayuda para lograr retrasar la muerte de Tito Andrada, sino por ver la ternura de su mirada al desencadenarse el puntazo feroz cuando el mismo Abur lo destituyó de sus trampas de años en los partidos de truco con un simple sippssd, señalando el cuatro de copas que empezó a resbalar bajo el ancho de bastos. Mucho antes de eso lo habíamos probado en cada situación pronóstica que se nos pudiera imaginar.
Era inútil al anticipar en días una tormenta, pero imbatible en el lugar y los efectos del rayo por caer o en las consecuencias del repiqueteo de los dados o en el retome de las lauchas que sacábamos a cascote limpio de las bolsas de maíz para que Abur nos cante donde tirar el gomerazo certero que ninguno acertaba. Incluso la agilidad más veloz del manco Juan no llegaba a actuar donde la realidad dicha por Abur nos golpeaba de frente.
Algo parecido a la tristeza fue opacando sus dichos por ser lanzados al desuso. Apenas si podíamos distinguir sus clacsclacsc monótonos antes del safe del alambre de una torniqueta fallada o los inaudibles pssssssfzz premonitorios del fuego arrasador en los fierros mal limpiados de la parrilla. De tanto apagar sus tonos, los pronósticos de Abur ingresaron en el olvido, aunque cada tanto lo mirábamos de reojo por las dudas supiéramos segundos antes por donde vendría el sonido de la suerte que nadie alcanzaría a esquivar. Don Ernesto el santiagueño fue quien primero supo entenderlo. Abur y él vieron al mismo tiempo saltar unas chispas hacia las latas de queroseno olvidadas desde la pollada del aniversario anterior acomodadas contra el paredón norte del club. Tras el grito de Abur, Don Ernesto las apagó en el aire con la soda y limón constantes de su jarrito de lata de asador oficial. Poco después de ese momento nació la frase que definió a Abur Martínez, Tu no andas adelantado, andas más lento nomas.
Desde el rojo amanecer hasta el crepúsculo se pueden ver enlentecer los pensamientos de la calle hacia la búsqueda de Abur Martínez. La familia del gordo Martínez quien lo supo adoptar tras las exequias del Aguja, nunca pudieron saber porque apareció en el campito justo antes de anticiparnos aquella desgracia.
Abur se encogía de hombros sin dar mayor importancia a esa pregunta y rápido se adelantaba al momento por venir no sin antes decir su propósito o voluntad, ¡Abur! Tac tac tac, y Abur seguía a la procura del gol nuestro de cada día. Era difícil saber por dónde andaba cuando peinaban las ráfagas grises del Pampero sobre el otoño, o cuando los terrones del lote esperaban indómitos la próxima siembra, o en las solitarias melodías del paleteo del molino en los atardeceres poblados de chimangos sobre la línea de alambrados, que Lopecito tensaba despacio.
Despacio, ¡más lento! nos gritaba Lopecito ordenando la otra línea con Abur más retrasado para que descifre los avatares inasibles que hacía años nos esquivaban. Abur asentía con unos pffffss de mirada intuitiva las indicaciones definidas de Lopecito.
Sabíamos tanto de frustraciones y malas campañas que muchos no entendían por qué al camino de la gloria se lo iba a transitar en lentitud. Pero Abur no escuchaba. Los de siempre decían en sus insultos que Abur no sabía el idioma. Prjwk prjwk prjwk fue la burla en llamado de pájaro sobre Abur cuando nos pasaron en contundencia de poste caído las primeras veces. Muy a propósito, la respuesta fue el sólido tuc tac escuchado hasta en un radio de 500 metros (incluidas las vías) cuando aprovechamos al fin el primero de los rebotes indistinguibles para quienes venían a velocidad y el ssaaaaapzz anunciando el resbalar del último defensa que nos dejara el triunfo indiscutido.
Rápidos, sucesivamente, los demás rivales, leyeron cuanto debían disminuir en su ritmo la capacidad para alcanzarnos, solo que Abur estaba un paso más allá. O más acá, según Don Ernesto, quien no dejaba de repetir: -Cuando pude apagar las chispas, Abur ya estaba en su fuuuuu anunciando la cantidad de pollos a quemarse por los movimientos involuntarios de los mirones apoyados contra la pared, que al desbandarse por el chisperio, derramaron el queroseno sobre las brasas.
Abur no se movió. Estaba más acá sentado en cuclillas, atizador en mano. Si él estuviera adelantado, ¿cómo podría decir lo que iba a pasar? Lopecito se decía discípulo de un tal Juárez, alambrador desaparecido unos cuarenta años atrás cuando él apenas contaba con cuatro. Las mentas ponían a Juárez en un hacer lento con un pequeño giro acá, al sentir la transmisión del alambre dos lotes más allá. Juárez no era de la zona, pero Lopecito hacía lo mismo hasta el punto de saber cada cuantos ciclos de pensamiento debía esperar el aflojar o el tensar sin necesidad de esperar al alambre vibrar.
Nunca dijo cómo supo el saber hacer de Juárez que usó para ejemplificar, a pura torniqueta y California en mano, el modo de quedarnos quietos al momento de los gritos de Abur. "Él grita, eso es antes. Ustedes, quietos. Si corren siguen estando atrasados. Un tac tac de él y esperamos que aparezca la ventana del momento mientras ellos se desesperan en el futuro". En los hechos, nadie pensaba.
Apenas Abur comenzaba a gritar, frenamos, segundo, a lo sumo segundo y medio y después salíamos como luz mala. La trampa, si es que esa es la palabra repetida por los de siempre, estaba en el acuerdo del modo de comienzo de los sonidos de Abur. Pero Abur nunca comenzaba un sonido por equiparación con la acción. Un rebote bien podía ser tac, tuc, pap, según las consecuencias de su aparición, como el tremendo psssss pssss anticipatorio de la carambola en sapito que todos supimos no interferir para lograr la coronación al comienzo del segundo diluvio de Abur.
El idioma y las ausencias inesperadas de Abur carecen de reglas definidas salvo tal vez por la misma espontaneidad de las calles a las que quiso regresar. Lopecito no alcanzó a ver la practicidad de sus explicaciones. Don Ernesto dice que fue por algunos segundos, aunque la familia del Gordo Martinez dio una leve cifra superior según las imágenes que les llegaron demoradas. Abur había dejado el pueblo después de la consagración. Cada tanto aparecía en la casa del gordo Martínez según algún evento mayor. De nosotros, ninguno lo había vuelto a ver en persona. Como todas las cosas, la vida de Abur comenzó a ser también allí donde el mundo decide que debe suceder, y el mundo decide qué sucede en las superficies de reflejos iluminados y en los comentarios permanentes que engendran más y más de estos reflejos. En esas secuencias vimos reproducir algo que ya habíamos vivido y que Lopecito nos supo adelantar. "Alguna vez, los de enfrente van a contrarrestar la potencia de Abur quedándose quietos, paralizando cualquier momento, como dejando tirado el alambre esperando el cesar del viento.
Abur no sabía que gritar. Ellos, como aquí en las imágenes, no se movían. Parecíamos espantapájaros vestidos bajo las mismas insignias quienes cada tanto nos movíamos según un ritmo ajeno. La consigna para Abur era que corriera al comenzar a gritar. Moviéndose al instante de anunciar el horizonte incognoscible, evitaba que los otros usen las predicciones a su favor.
Si Abur solo gritaba alertando el suceso, ellos podían aprovechar su velocidad anticipando nuestra reacción, y Abur quedar, además, descolocado de la línea de predicción.
Abur parecía desaparecer en medio de la quietud, sin embargo, desde el punto extremo del ansia de nuestros ojos, Abur siempre se dejaba ver. Allí está Abur, en el límite, casi en la nada de la imagen. La desesperación de Lopecito se hacía el único sonido entre nuestra vacilación. Ellos frenaban, si intentábamos acelerar. En las imágenes es lo mismo pero más sutil, apenas corren o amagan querer correr desdibujando la línea y la presencia de Abur. Lopecito grito: "No se adelanten, esperen, ¡Que ellos vengan!", y ellos de a poco fueron viniendo en su inquietud o en su voluntad de prevalecer, o tal vez porque Abur se les perdía cuando no avanzaban.
Lopecito no gritó ante las imágenes demoradas. Don Ernesto y la familia del Gordo Martinez apenas si pudieron con el vaivén suspendido. Abur, Abur para nuestra sorpresa anticipó el instante al correr, y luego gritó, sacando así cualquier estrategia que alguien hubiera podido pensar. Pero, aquí, qué decir. No hay más Abur que en la expectativa trunca de Lopecito que se nos fue en los brazos de Don Ernesto segundos antes de ver un final, o en la atónita familia del Gordo Martinez. Como todos, entendemos que el desfallecido Abur se ha perdido por entre las calles de Mumbai, en busca, tal vez, de calibrar su grito con la acción para mejor estar ante el nuevo momento por venir o el segundo por anticipar alejándose de la debacle de la quietud, del movimiento frenado, que también intenta dominar al indomable azar y a la voluntad de los otros.