“Muchas veces los adultos no se cuidan de hacer o hablar ciertas cosas porque olvidan o simulan olvidar que también fueron niños que escuchaban y veían y podían colmar el espacio de incomprensión” piensa Lautaro, el protagonista de nueve años de Todos los niños mienten, que ahora es el adulto que escribe. Contada en una tercera persona, mimetizada con una primera por esa mirada que va del presente de la escritura al pasado de la infancia, esta nueva novela de Sebastián Basualdo es una precuela de Cuando te vi caer. Es la precisa voz del narrador la que origina -mientras reconstruye su propia historia con tajante nitidez- esa cercanía narrativa con el mismo personaje, ya adulto, de la siguiente y celebrada novela del autor.
Basta un argumento aparentemente simple: un edificio de departamentos de clase media al que se mudan el protagonista y su madre, los “nuevos”, para que se plantee el descubrimiento de algo más incierto e inquietante que un lugar para vivir: la existencia de otro espacio en el edificio, digamos secreto, donde los niños arman su propio territorio. Un doble lugar, en la recién inaugurada presencia del protagonista, que enrarece el clima narrativo porque va a establecer un cruce de miradas y actitudes adultas para con el mundo frágil y en transición de Lautaro.
Los chicos del edificio -Roitter, el héroe, y su ladero, Speedy- le dan entrada a ese ámbito ficticio que se superpone a la geografía cotidiana. En lo cotidiano lo acechan la indiferencia del taper con el almuerzo que se enfría, el impudor de una cama sin tender, la lista de los mandados y, sobrevolando el exiguo departamento, una zona vacía: la ausencia del padre. Con singular crudeza Basualdo revive escenas de la vida familiar, entre otras, la discusión feroz entre la madre y la abuela, los dos pilares que sostienen su vida; el momento en que la madre lo observa “como si quisiera empujarlo con la mirada”, arengándolo a que llore, a que le cuente –como en una confesión- qué mal le han hecho sus amigos, cuando son ellos quienes lo salvan de este primer lugar lleno de incertidumbre y, como comprenderá más tarde el adulto que narra, dolor. Porque los niños no saben explicar cuando hay dolor, porque los niños mienten.
Lautaro avanza en un cuerpo a tierra que le permite evadir el campo minado del día a día. Juega, para neutralizar la emboscada de la realidad. Y es precisamente el chico mayor, Roitter, el que ejerce sobre el “nuevo” una particular fascinación; será a quien Lautaro desea impresionar, y será Roitter quien irá iniciándolo en ese segundo mundo, como el de Sinclair en el Demian de Hesse, donde las cosas huelen, suenan y prometen aventuras tan inocuas como diferentes y peligrosas. Un segundo mundo constituido de manera excluyente por el juego y la imaginación o, mejor dicho, los juegos: ambiguos, tal vez prohibidos. Pero estas palabras ambiguo, prohibido son palabras adultas. Las palabras que los adultos utilizan para calificar los juegos infantiles. Palabras en las que los niños que juegan quedan cosificados, porque son las palabras del Otro, y el Otro en la infancia es el adulto.
Todos los niños mienten desnuda la mirada del Otro, la mirada del adulto y las palabras de adulto. Cada capítulo de la novela, como puertas que ofician de entrada o de salida, dejan al niño-protagonista, esté del lado que esté, a merced de esa mirada y de esas palabras. Ahora, ese “hombrecito” al que han capacitado para manipular llaves, cumplir con la lista de los mandados, hacerse la comida, lavar los platos y barrer el departamento, intenta ser fiel a sí mismo y responder a lo que lo inquieta, pero ¿con qué palabras? Las palabras “adultas” flaquean: el padre, que hace años se ha ido lejos, llega en forma de carta. Palabras de ocasión que, aunque el hijo ya sepa leer, nunca entenderá del todo. “Soy tu padre y siempre estaré a tu lado en cada circunstancia de la vida” o “…nos separan 1500 km. pero quiero que sepas que no existe distancia entre vos y yo”. Y consolida así su enorme ausencia.
Este nuevo libro de Sebastián Basualdo es la pieza que faltaba en la historia de Lautaro Nogán, un fragmento del mapa del tesoro que, completo, podrá guiar al niño disfrazado de pirata -confinado a su propia isla- a ese segundo mundo, donde logre encontrar por fin, no el cofre enterrado, sino a sí mismo. Él es la isla. Y el tesoro será convertirse en el hombre que consiga armar el rompecabezas, recuperar aquella lucidez primera, porque, recordará el narrador: ¿qué adulto sentiría que un playmobil podría estar ahogándose en el bolsillo de su pantalón?
Si en Cuando te vi caer un Lautaro adolescente ha logrado conquistar las “malas palabras” que le fueron suprimidas por los adultos durante la infancia –aquellas que hablan de sexo, las que nombran la muerte o el suicidio-, en Todos los niños mienten la voz del niño-hombre abre una dimensión nueva. No nombrar lo ayuda a mantenerse incompleto. Nombrar sería perder la inocencia, haber aprendido: crecer. El erotismo inicial –ese placer innombrado- no replica impulsos ni responde a las convenciones; inaugura una incipiente fortaleza a la vez que una fragilidad: nadie siente como uno, nadie sufre o ama como uno.
Como niños crecidos que se han olvidado de jugar, hace rato que, en la vida de Lautaro Nogán, de nueve años, los adultos se han vuelto los monstruos y los villanos. Desleales, dicen: “no juego más”, pero involucran al niño, utilizándolo, como en el conmovedor pasaje del Explorador de la taza, cuando se le pide que juegue mediante una complicidad aprendida. Ahora es Lautaro, de algún modo, ese juguete vivo que se ahoga en el bolsillo del pantalón de los adultos.
Desterrado de su niñez, sin padre y a la deriva de su propia soledad, el personaje tendrá que valerse, indefectiblemente, de armas extrañas: el lenguaje artificial de una serie doblada de los ´80, palabras ajenas que se han vuelto propias. Un cuerpo “de plástico” –el playmobil- y un nombre foráneo serán sus manos y piernas en el juego que lo salva de la realidad, la utilería infantil que oficiará de médium. Su flamante lealtad podrá llevarlo lejos del desamparo del hogar a ese segundo mundo y a una nueva frontera no carente de peligros, “correr hasta que la agitación se desprenda del cuerpo y el terror se pierda para siempre.” Llevado por ese vértigo, el lector llega a la línea final de la novela.
Desde una prosa limpia, sin gestos ni palabras condenatorias, y con genuino espesor literario, Sebastián Basualdo nos deja en el límite en el cual Lautaro cruzará hacia la adolescencia. Tony, ese personaje ajeno dentro de sí mismo le dará el coraje para crecer y cumplir con aquellas palabras de Hesse: “El que quiere nacer tiene que romper un mundo”.