La norma y la anomalía. Lo extraordinario en lo cotidiano, en cualquier calle, en un rincón, en un gesto. El deseo. Para contar de la muestra de Diane Arbus en el Malba aparecen esas fuerzas, sus caudales. En ese volumen quiere colarse además un registro que abarca la incomodidad, la inquietud, cierta desesperación latente. En los textos que entreveran su vida y obra, en sus fotografías, va conformándose un destilado entre el deber ser y su rajadura, la excepcionalidad y sus rasgos, el deseo y su llave de dos puntos infinita. Con bifurcaciones.
En el Malba pueden verse las ciento seis fotografías suyas que componen la fabulosa muestra En el principio, pensada en cuanto a selección de materiales y recorrido por Jeff L. Rosenheim, a cargo de la custodia del Archivo Arbus y también del Departamento de fotografía del Metropolitan Museum de Nueva York: el año pasado allí, justamente bajo su dirección, se exhibieron por primera vez la gran mayoría de las imágenes que se exponen ahora aquí. En el principio alude también a una ruptura: durante una década Diane compartió con su marido, Allan Arbus, una sociedad dedicada a la fotografía de moda para revistas, pero en 1956 dio el volantazo, disolvió el negocio y se largó por la suya, a fotografiar en las calles de Nueva York, la ciudad en la que Diane Nemerov nació, en 1941, y en la que se suicidaría, a los 48 años.
En el principio abarca, entonces, entre el ‘56 y el ‘62. En el ensayo curatorial que acompaña al catálogo Rosenheim subraya la influencia en Arbus de Lisette Model y de August Sander, ambos provenientes de Europa. “Desde el comienzo, Arbus consideró la calle como un lugar lleno de secretos que esperaban ser desentrañados”, consigna Rosenheim. Los ceños fruncidos de señoras mayores con abrigos de piel y collares de perlas en un colectivo, en plena calle, en el banco de un parque junto a su marido; el nenito serio que apunta desde allá abajo con una pistola de juguete y el chico patiflaco que en el Central Park sostiene dos granadas, una de juguete y otra imaginaria; las escolares solitarias que cargan sus útiles y al borde del cordón miran a cámara; el hombre con zapatos, zoquetes y sombrero en plena playa; el gesto preocupado de una joven que carga a un pibe dormido, la mirada de reojo de un bebé en brazos de su padre, en el subte. Son los comienzos: la muestra está montada en una gran sala escasamente iluminada y poblada de tabiques angostos, escalonados, en los que se han colgado a un lado y a otro de cada tabique las copias de pequeño formato, en blanco y negro, a la altura de la vista. El recorrido, los cambios de dirección que propone, sus perspectivas, los diálogos entre fotografías de aquí y de allá, remiten de algún modo a la idea de ciudad, sus recovecos, sus habitantes.
El entretenimiento, el espectáculo, sus variantes y lateralidades, sus protagonistas descentrados, tienen una presencia notable en este recorte sobre el trabajo de Arbus. Dos bailarinas de cha-cha-cha, una pelea de catch tomada a la distancia; el reflector de un proyector de cine y un cielo con nubes en la pantalla de un autocine; la contorsionista Lydia Suárez y un chico que imita a Maurice Chevalier en el pequeño escenario de un museo; trapecistas en plena faena y El Hombre Traga Hojas de afeitar en el circo; la réplica lúgubre de James Dean y un descuartizador y el cadáver seccionado de su víctima en el Museo de Cera; el Drácula de Bela Lugosi tomado en la pantalla del televisor y el castillo de Disney en una toma tenebrosa; El Alfiletero Humano, un hombre con largas agujas clavadas en la cara, en el pecho, en los brazos.
Y desde el Alfiletero puede desembocarse en otro de los intereses profundos de Arbus: las posibilidades del cuerpo, de la apariencia humana, de la identidad. Transformistas y stripers en sus camarines baqueteados; una señora agonizante en la cama de un hospital; una señorita rusa y enana barriendo la cocina de su casa y una jovencita preciosa y fantasmal que baila con el barón Theo Von Roth; un cadáver muy flaco con el pecho abierto sobre la tabla de una morgue; un gran frasco que contiene a fetos siameses; una santa exhibida en un ataúd de vidrio y oro; la mujer sin cabeza; fisicoculturistas. Apunta Rosenheim en su ensayo, y se ve en el recorrido, que de imágenes de individuos surgidas en encuentros fortuitos pasó a retratos en los que los elegidos se convierten en participantes activos: de outsider curiosa a insider privilegiada, plantea. “He aprendido a ir más allá de la puerta, a pasar del exterior al interior -escribió Arbus-. Un entorno conduce a otro. Quiero poder seguirlo”.
En el principio desemboca en un portfolio de diez copias grandes de fotografías tomadas por Arbus entre 1962 y 1970: allí están el gigante judío en su casa del Bronx con sus padres, el enano mexicano en su habitación de hotel, las gemelas idénticas, los jubilados en bolas en el living de su casa de campo nudista, el rey y la reina de una fiesta de ancianos, con lentes, capas y coronas, bastante enojados. Es el único portfolio que Arbus armó: hizo doce copias y alcanzó a vender cuatro antes de su muerte. Le escribía a una amiga, diez años antes: “Yo no oprimo el disparador. Lo hace la imagen. Y es como si me golpeara delicadamente”.