A Mónica la había conocido en una de esas fiestas veraniegas adolescentes sin celulares o internet después de un insistente intercambio de miradas que me envalentonó a cruzar medio salón para invitarla a bailar. Recuerdo su aceptación porque fue lo último que dijimos por un larguísimo rato en el que bailamos como marionetas, las mejillas muy cerca, los labios sellados.
La comunicación avanzaba por otro lado. Al segundo lento, mis dedos fueron rodeando su cintura, pendientes en cada milimétrico avance de si ella ponía distancia o se acercaba. Mónica fue dejando en claro su respuesta. Con la tercera canción tenía la cara hundida entre mi hombro y mi cuello, el pelo y la respiración rozándome la piel. Cuando un alma incendiaria puso ese grito de guerra de la época que era el “Je t'aime”, sucedió un evento histórico: sentí por primera vez en todo su esplendor el encuentro sutil y profundo de unos pechos femeninos.
En medio de esa maravillosa conmoción no perdía de vista al mellizo que, según me habían contado, siempre la estaba vigilando. Todo parecía bajo control: se lo veía demasiado enredado con una chica de vestido verde. A esa altura, nosotros apenas movíamos los pies, lo suficiente para sostener el simulacro de baile. Cuando el “Je t'aime” nos dio un respiro, intercambiamos nombres y descubrimos un dato fundamental: íbamos a balnearios vecinos.
Esa proximidad diaria con todo el verano por delante fue invalorable. En la playa esperábamos a que se fueran padres y adultos, primero los de ella que le advertían que a las 8 en casa, después los míos, dos familias muy católicas que tenían su propio concepto del paraíso. Para ellos era el premio a una vida respetuosa de los ritos religiosos: para nosotros empezaba cuando ellos abandonaban el escenario.
Apenas mis viejos se metían en el coche, nos escondíamos detrás de la cortina de mi carpa. El peligro era un testigo indiscreto, algún cavernícola o envidioso que nos viera. Un par de veces los tiros pasaron muy cerca. Unos chicos que jugaban a las escondidas se metieron en la carpa: los espanté con un grito. El bañero que al fin de la jornada acomodaba las sillas era un peligro más permanente. Nunca entraba porque yo dejaba mi ropa a la vista, pero teníamos que callarnos, evitar risas y hacer de estatuas cuando lo imaginábamos cerca.
La suerte y el paraíso duraron hasta una tarde nublada, la playa vacía de potenciales testigos y voyeurs. No sabíamos que el mellizo la estaba buscando por orden de su padre que quizás acababa de escuchar el rumor casi público, incandescente. El mellizo tenía un lomo escultural que contrastaba con su cara de ángel, idéntico a su hermana, por eso quizás le metía tanto a las pesas y el rugby. Cuando corrió la cortina, Mónica dio un grito que terminó de aflojarle la parte de arriba de la bikini. Fue todo muy rápido. El mellizo se me vino encima mientras su hermana se escurría y llamaba a los bañeros a los gritos.
Los bañeros evitaron que el troglodita me deshiciera, pero el edén había acabado para siempre. Mis padres organizaron una reunión de desagravio con los suyos. En reconocimiento a mi injustificable conducta decretaron el fin de mi verano: el resto lo pasaría con tía Encarnación Inmaculada: adiós paraíso, boleto directo al infierno.
En los años siguientes no volvimos a ese balneario para evitar repeticiones de una vergüenza que mi madre me recordaba para saldar cualquier discusión mientras mi padre cumplía con su rol masculino de pedirle a su hermano soltero que me buscara una prostituta para calmar mis instintos, algo que no parecía chocar con sus principios religiosos. En medio de esa inconcebible chatura soplaban nuevos vientos. Los Beatles y los Stones hacían estragos, el 68 parisino asombraba al planeta, la dictadura se desmoronaba con el Cordobazo y aceleraba a su manera el destape sexual.
La universidad fue el corte más tajante. Con la efervescencia ideológica de la aulas, con la libertad que daba la facultad en relación a los rígidos horarios de la secundaria, cambié a una velocidad pasmosa. En un par de años, justo para la época en que se percibía inminente el regreso del innombrable, me metí en política. Perón había estado tan proscripto que todavía recuerdo mi asombro al escuchar su voz de ultratumba en una grabadora Geloso.
El 17 de noviembre la dictadura de Lanusse había desplegado unos 35 mil efectivos militares y policiales con armamento pesado para bloquear el acceso al aeropuerto. Nuestra columna había llegado al cruce de la Riccheri con el río Matanza donde nos esperaba una valla hermética de tanques, carros de combate, soldados y cordones policiales.
Recuerdo un conato de diálogo entre las partes, el rumor optimista de que el milico a cargo del operativo nos dejaría pasar porque era peronista. La ilusión se disolvió apenas intentamos avanzar. Los gases lacrimógenos parecieron un preanuncio del apocalipsis. El cielo, sobrecargado de electricidad, tensión y expectativa, explotó unos minutos después con un diluvio universal.
Las columnas se desperdigaron entre la tormenta y los gases. Unos retrocedieron, otros tiraron piedras, muchos se lanzaron al río Matanza dispuestos a llegar a Ezeiza como fuera. Descolgado de mi grupo corrí por el bosque aledaño buscando un acceso a la otra orilla, un puente abandonado, un lugar donde no hubiera tanquetas y milicos.
En un momento me pareció que me había quedado solo, flanqueado intermitentemente por algún que otro militante fantasmal, todos envueltos por esas nubes etéreas de gas en medio de la arboleda. Cerca del río me choqué con otra alma perdida. Los dos trastabillamos disculpándonos, compañero, compañera, todo como en cámara lenta, de pronto tan insólito e imposible que al darnos cuenta enmudecimos igual que cuando habíamos bailado juntos y había sentido el cosquilleo alucinante de sus pechos. No era día de tímidos tanteos y silencios: una euforia victoriosa danzaba en medio de ese aire enrarecido. A falta de palabras, nos pusimos a reír y saltar cantando la Marcha Peronista, las manos otra vez rodeando las cinturas.
Una nueva andanada de gases nos devolvió a las carreras. En algún momento en que dudamos si tirarnos al río, ella dijo con un extraño dejo de admiración que el mellizo ya debía estar del otro lado. No se dio cuenta de que para ella el tiempo había seguido sucediendo: para mí se había quedado en aquella pelea feroz. “¿El mellizo?, ¿está en el ejército?” Recuerdo su carcajada. “Para nada. Cambió. Quiso buscarte para pedirte perdón, pero no sabía dónde”.
En ese día de milagros la mera mención del mellizo pareció coincidir con la visión de un hueco protegido por arbustos en la pendiente al río Matanza, una suerte de cortina playera. Por más demente que fuera nos refugiamos allí, esta vez decididos a que el “Je t'aime” llegara a su desenlace natural. En el éxtasis pensé que no se le podía pedir más a la vida. Tardé años en darme cuenta de que no me equivocaba.