“Perdón, señora”, se lee como subtítulo hacia el final del octavo libro de la monumental Historia del Tango escrita por Horacio Ferrer. Refiere a Susana Rinaldi, y el pedido de perdón parece provenir de las entrañas del género. El tango ha repelido tanto a las mujeres como a cualquier gesto de renovación y Rinaldi, entonces, representó una doble provocación. Ahora las aguas están calmas. Pero por momentos, a través de un fervor –enfático, a veces iracundo–, la cantante tira una piedra en el centro de esas aguas calmas y las ondas son olas que reactualizan añejas asperezas. Los  60 fueron años extraños, barnizados por un dorado que parece oro. El tinte destiñe a la primera limpiada: esa época integra la resistencia tanguísticaal avance de otros ritmos como el rock con las contradicciones políticas que detonaron en los pliegues de la violencia de los 70. La resistencia –menos musical que cultural– era una armada Brancaleone defensiva de jóvenes viejos que se oponían a cualquier novedad musical; lo otro fue una diáspora corrida por el terrorismo de Estado que debatía qué hacer, cómo seguir, si seguir. Susana Rinaldi fue atravesada por esa flecha de dos puntas: pasó de los  lujosos palcos de locales nocturnos como 676 o Michelangelo –pequeñas salas, sofisticada consecuencia del achicamiento del tango– a la París copada por intelectuales argentinos como Julio Cortazar y Héctor Bianciotti, y también por exiliados inorgánicos, por montoneros en plan de contraofensiva y por servicios infiltrados. Nada prescribe en la memoria exhaustiva de la Rinaldi. 

Habla con naturalidad, con las credenciales que le da su arte siempre serio e, incluso, las que le da su mirada: esos ojos vieron todo o casi todo. “A mí no me la contaron. La viví”, dice (la mano se abre con los dedos flacos tensos y se cierra en un puño, al ritmo del ímpetu del discurso). Y anuncia un homenaje a Aníbal Troilo para el 11 de noviembre, en el Teatro Coliseo. Susana Rinaldi es una de las pocas artistas de tango que se le puede animar a una sala de esas dimensiones. La excusa son los 80 años del debut de Pichuco al frente de su orquesta; el anzuelo, la presencia de Osvaldo Piro como director de su propia típica, como eje musical del espectáculo. Si bien han actuado juntos alguna vez, nunca Rinaldi había sido vocalista de la orquesta de su ex marido. El desafío se presenta arduo: la indómita expresividad de la cantante deberá adaptarse al marco estructural de una orquesta. Piro –ahijado artístico de Troilo, director, bandoneonista y autor de uno de los tangos más bellos de la historia del género, “Octubre”– está radicado en La Falda, Córdoba, y a la distancia dice, con tono ligeramente preocupado: “Estoy haciendo los arreglos orquestales. Te aseguro que no es tarea fácil. Susana tiene un estilo muy definido, no es una intérprete más”. Piro trasmite una dicha en movimiento: meterse con un espectáculo integral sobre Troilo lo revitaliza. “Todos los colegas de mi generación, como Julián Plaza, Raúl Garello, Osvaldo Berlingieri y tantos más, fuimos troileanos. Fue el modelo a seguir”. “También va a estar José Colángelo, que fue el último pianista de Troilo”, completa Rinaldi. “Y, por supuesto, Juan Carlos Cuacci”.

Pura informalidad, pura coloquialidad, salta de Troilo a María Herminia Avellaneda, del presente al pasado, de Europa a la Argentina, con una energía que desmienten sus 81. Retoma luchas y asignaturas pendientescontra cancionistas como Libertad Lamarque y Nelly Omar –que criticaban duramente a “esa mocosa” que empezaba a pisar fuerte cuando las orquestas se atomizaban y las lamparitas de los bailes masivos se apagaba– o contra Astor Piazzolla, con quien tuvo una conflictiva, volcánica relación. Lo hace, ahora, con una sonrisa entre los labios. Los  planos en los que se mueve son dos: el político y el artístico. En ese orden. “Es que a mí, nene, siempre me interesó la política. Profundamente”. En su oficina de AADI (Asociación Argentina de Intérpretes) –donde ejerce la vicepresidencia y donde, todavía, hasta los pisapapeles extrañan a Leopoldo Federico– le pide a una asistente un café con leche “con alguna cosita, una medialunita, algo, que esta señora no comió”.  La entrevista se abre en meandros, como un delta: interrumpe relatos lineales, funcionales a la información, para contar anécdotas encantadoras. “Las cancionistas eran jodidas... muy jodidas. Salvo Mercedes Simone, con quien cultivé cierta amistad, con el resto me llevé  mal. Libertad Lamarque era bien jorobada. Yo iba a hacer un papelito en una obra de Daniel Tinayre en la que ella era la protagonista y se plantó: ‘No’, dijo. ‘Si contratan a esa chica yo no trabajo’. Desde ese día le tomé una bronca bárbara. Y Nelly igual. Hablaba pestes de mí. Yo pensaba: ‘Alguna vez la voy a agarrar’. No hace mucho, hará siete, ocho años, la vi acá, en AADI. Venía a cobrar. Yo siempre me acordaba de su cumpleaños porque nació el mismo día que mi mamá, el 10 de setiembre de 1911. Estaba abajo, sentadita, junto con una chica que se ve que la cuidaba. Me acerqué y le dije al oído pero fuerte: ‘Hola Nelly Omar, soy Susana Rinaldi. No hablés mal de mí nunca más. No te mando a la mierda en homenaje a mi mamá’. ¿Sabés que hizo? ¡Se cagó de risa la vieja!”.

Escuchándola, y escuchándola cantar, queda claro que no podría haber salido de otro sitio que el teatro. Por eso habla de las tablas con la misma autoridad con que habla de Cátulo Castillo o de Eladia Blázquez o de los dos Homero, Manzi y Expósito. Maneja diferentes registros, del más reo al más culto, como alguien que puede brillar en el patio de un conventillo –esa cosa tana, estentórea– y en los mundanos escenarios europeos. Puede hablar sobre la influencia de Perón en la formación de la Triple A, memorizar dramaturgos y al mismo tiempo citar de manera inequívoca a uno de sus maestros: “Como decía Cunill Cabanellas: en este país no te podés descuidar porque siempre te meten el dedo en el culo”. 

Pantalones largos

Hija de un italiano burgués y de una vasca proletaria, las primeras marcas en su piel gruesa están trazadas por la temprana muerte de su padre y por su paso, clave, por lo que hoy es la Escuela Nacional de Arte Dramático. “Mi viejo era muy pintón, murió a los 61 años de pancreatitis. Se llamaba, mirá qué curioso, Rosario. No la iba con el tango, le gustaba la ópera y la música de cámara. Mi mamá, vasca, se llamaba de apellido Leguizamón. A los 10 años ya trabajaba cosiendo pantalones para unos judíos. Era en verdad pantalonera, así se llamaba su oficio. Se conocieron en un baile de carnaval que había organizado una casa de moda donde trabajaba mi vieja que se llamaba, increíblemente, ‘El luto porteño’. Mi papá era viudo, veintipico de años más grande que ella. Cuando el viejo murió mi mamá se dedicó a mí y a mi hermana Inés. Nunca tuvo un compañero. Era una mujer alegre, vital y muy buena cantante. Tenía una voz finita, así, como las cancionistas. Era amiga de Sabina Olmos, con quien se habían presentado juntas en Radio Stentor. Qué querés que te diga: le debo todo a mi vieja. Nunca me dijo que no a nada... ¿Cuánto vale eso? Creo que soy lo que ella, en el fondo, quería ser”.

¿Por qué la cantante se comió enseguida, de una manera tan elocuente, a la actriz?

  –Yo salí del tango. Mi vieja era de un conventillo del Pasaje Ortega. No te olvidés, además, que mi estudio fue en la Escuela de Arte Dramático, y complementariamente el Conservatorio Nacional de Música. Siempre me gustó el tango. Cuando me largué de lleno a cantarlo sabía en el lío que me metía. Porque yo pude tener problemas con las cancionistas, pero si pienso en todas las que pasaron, hay que sacarse el sombrero. Fueron mujeres valientes, muy fieles a sí mismas. Como dice el tango: minas fieles de gran corazón.

¿Por qué decís que te metiste en un “lío”?

  –Y... me atacaba gente pesada. Yo entré con todo contra los tipos. Los hombres. Yo fui contra el machismo. Les costó aceptar la consolidación de la mujer al tango. Eran una camarilla. Y sigue igual: veo las planillas de AADI, y el porcentaje de mujeres es mínimo. De mí lo menos que decían era que era una buena actriz, que me dejara de joder con el tango. Cuando me casé con Osvaldo Piro la cosa paró un poco. Me separé en 1975 y ahí sí, volvieron con tutti. Me fui a París corrida por la Triple A, y se dijeron barbaridades. Fabulaban, me cuestionaban. Me querían hacer quedar como una mujer que abandonaba la familia... 

¿Quiénes?

  –Gente miserable. Y quiero aclarar que Osvaldo nunca tuvo nada que ver con ese tipo de tensiones. El me admiraba desde antes de conocerme. Ángel Cárdenas me llegó a decir, para desmerecerme: “El tango necesita mujeres que se vistan bien como vos”.  Cuando me fui a París paró un poco la mano. Y con el tiempo, bueno... ahí tenés lo de Ferrer: “Perdón, señora”.

Como a tantos otros, Francia de alguna manera te legitimó.

–Sí. Francia me legitimó, me dijo que tenía razón.

Gardel decía que había que saber irse de Buenos Aires. Que es la mejor ciudad del mundo, pero que te puede devorar.

–Es así. En todo fue un adelantado Gardel. Escuchame: cuando Francia me cuelga las medallas que me colgó, no hubo ni uno en la Argentina que me reconociera. Yo venía escapando del ambiente de mierda de Buenos Aires, con el Brujito del Gulubú sembrando el terror. Totalmente desprotegida, andaba con mi Citröen 2 CV, y poco más. Me fui sin saber francés. Conocí a Jean Louis Barrault, que estaba produciendo y programando el Teatro D’Orsay, y ahí debuté. Fue consagratorio: el gran peldaño. Estaba lleno de argentinos, de chilenos, de uruguayos y también de franceses. Ahí pude liberar, en vivo, toda la cosa actoral.

El tango estaba fuerte en Francia...

  –Sí, pero en el baile. Ellos no tenían muy claro que también se podía cantar, que había una poética. En ese momento, se empezó a dar vuelta la cosa. Estaba muy fuerte Piazzolla, la compañía Tango Argentino de Claudio Segovia y lo mío. Te decía: ahora, será porque pasé los 80 pirulos, todos me pasan la mano por el lomo. Pero en aquellos años... Llegar a un país como Francia, que abrazó a tantos artistas plásticos, a tantos cantantes y que me hiciera un lugar, me dio una fuerza total. Yo me tomé el trabajo de hacer las cosas bien. Por ejemplo, me ocupé de traducir las letras en los programas de mano. A veces la letra entera, otras el sentido. Así conocieron los versos de Ferrer, de Cadícamo, de Le Pera, de Celedonio. La crítica llegó a comparar a los poetas del tango con los poetas franceses.

A París ella se fue

En su escritorio destaca un juego de mamushkas con las imágenes decrecientes de Gardel, Pugliese, Rivero, Troilo, Piazzolla y Goyeneche, en ese –polémico– orden. Hay una Manuelita de María Elena Walsh y, en la pared, una emblemática foto de Julio Cortazar saludándola al borde del escenario del Olympia de París. Fue en 1977. “Casi no subo. Fue todo muy tenso. Me habían llegado una serie de cartas amenazantes. Con letras de titulares de diario pegadas en hojas me insultaban, me mandaban mensajes: ‘Hija de puta’, ‘Torcida de mierda’, y así. Yo no sabía qué hacer. Le pregunté a Cortazar quiénes podrían haber sido. Me respondió: ‘Son tus amigos. Es tu gente. La que está acá. Tenés que cantar. Si te tiran un tiro también me lo van a tener que pegar a mí’. Quedé en el medio de una interna terrible. Y yo nada que ver. Después se calmó. Creo que la presencia de Cortazar influyó. En las siguientes funciones venían los muchachos y se quedaban tranquilos. Hasta me mandaban flores. Siempre estaba Galimberti, ahí, sentadito, en primera fila. Todo el entuerto me dejó una enseñanza: la única manera de salir al frente es con una convicción verdadera”. La prensa francesa valoró esa convicción y en tren de no saber exactamente cómo definirla se prodigó en una serie de comparaciones al menos contundentes. Vieron en ella “la forma de caminar de Josephine Baker, el temperamento de Edith Piaf y la presencia de Liza Minelli”.

La Rinaldi de los años 70 parisinos estaba fundando su propia leyenda. Se tuvo que imponer en un ambiente artístico argentino poblado por caracteres complejos como los de Astor Piazzolla, el Tata Cedrón y Atahualpa Yupanqui, entre otros. Algunos de paso,otros radicados definitivamente, orbitaban alrededor de la hospitalidad de la célebre familia Pons y de Jairo. Fue en esa ciudad donde la Tana amplió repertorios y fue macerando un estilo que ella definió, en aquellos años, como un mix de Mercedes Simone y Judy Garland. Veintisiete años sumó de exilio –más o menos forzado, de acuerdo a la época– y puede decir, y le gusta decir, que la sostuvo la gente. Cita a Tennessee Williams: “Siempre agradeceré la benevolencia de los desconocidos”.

Las cuevas de los años 60

En Europa consolidó unas maneras cosmopolitas y asimismo fatalmente criollas que en Buenos Aires habían nutrido el formato de café concert. A Susana Rinaldi se la veía menos una cantante de tango que una vigorosa irrupción actoral-cancionística en años de bossa nova, Miles Davis, Piazzolla, San Remo, chanson y rock. Fue un perfecto producto de su época. El culpable de que anclara en la música ciudadana fue Eduardo Bergara Leumann. Vislumbró los filos de un diamante en bruto y desde su Botica del ángel la proyectó a espacios prestigiosos como 676 y Michelangelo, y más. 

“Bergara me convenció de que tenía que cantar en público... A mí no me entraba en la cabeza esa posibilidad. Eduardo estaba preparando una fiesta de carnaval en una casona que recién había comprado, en la calle Lima 670. Era su famosa Botica del ángel. Me hizo un traje de terciopelo, hermoso. El básicamente era diseñador, vestuarista. Gustó mucho. Fue impresionante: no había sillas, había almohadones. Cada almohadón costaba un peso. Fuimos muy amigos con Bergara, él confió en mí cuando nadie confiaba. Anduve muy bien. Un día me vino a buscar el dueño de 676. En ese boliche se escuchaba la mejor música de Buenos Aires, y yo lo sabía. Se llamaba así porque estaba ubicado en Tucumán 676. Yo no podía creer que me buscara a mí. Me contó que habían operado a Astor Piazzolla y me preguntó si no quería reemplazarlo durante veinte días. Yo estaba cómoda en La Botica, pero el Gordo me dijo: ‘andá, andá, no seas boluda’. Fue un éxito tremendo. De locos. En la programación figuraban el Mono Villegas, Horacio Salgán, Dona Caroll... Siempre estaba lleno de un tipo de gente muy especial, de la noche, que iba a tomar algo y a escuchar. Cuando regresó Piazzolla, me propuso quedarme. Yo le dije: ‘Mire, no quiero llevármelo puesto a Piazzolla. Y además prometí que volvía a la Botica’. Así fue. Pero a los veinte días volvió a buscarme. Y bueno... Otro sitio importante para mi vida fue Michelangelo”.

Cierta clase media consumía un tipo de artista que conciliaba raíz popular y vanguardia, ruptura y elegancia chic. No solo en la música se estaban imponiendo nuevos lenguajes, también en el cine y en la literatura. En Michelangelo conoció a medio mundo: desde Elis Regina hasta a Osvaldo Piro. Michelangelo es una cueva ubicada en San Telmo que tiene interconectados tres túneles de la época de la colonia. A fines de los ‘60 cada túnel conducía a un escenario diferente. Uno era para el tango, otro para el jazz y el tercero para la vaga categoría de cantantes internacionales. En el de tango estaban programados, cada noche, Astor Piazzolla y su quinteto, Susana Rinaldi y su trío y Osvaldo Piro con su orquesta. “No éramos pareja todavía. Ahí, en esas cave, nos enamoramos. Ahí también tuve mis primeros chispazos con Piazzolla. Mirando en perspectiva, no se puede creer el nivel cultural que había en Buenos Aires en aquella época. A veces lo hablo con Osvaldo. Por eso es tan especial para mí el concierto del Coliseo. Más allá del compromiso afectivo que siento con él, más allá de que hayamos tenidos dos hijos maravillosos como Ligia y Alfredo, siento que somos sobrevivientes. La vivimos, podemos contarla”.

Estos artistas que tallaron en los 60, y que de alguna manera renovaron el tango, ¿funcionaban como camada? Gente como Eduardo Rovira, Osvaldo Tarantino, Eladia Blázquez, Héctor Negro con Osvaldo Avena...

  –Para nada. No coincidíamos en nada. Para empezar, no había coincidencias políticas. Mirá, te voy a dar el ejemplo de Rovira. A mí me bastaba saber que era un genio, no pedía que él gustara de lo que yo hacía para que grabáramos juntos. La primera vez que lo vi yo temblaba. Y él, qué cosa rara, no me pudo ni dirigir la palabra. Era muy particular. Hablaba poco Rovira, pero los músicos lo adoraban. Yo quise que me acompañara en tres temas de un disco, lo llamé, le pagué y chau. Esa fue mi relación con él. Siempre les pagué muy bien a los músicos.

Embajadora del tango

Con Julio Cortazar en París, 1977.

Su capacidad expresiva, esa manera de morder las palabras, tiene su origen en la actriz y, también, en su pasión por la literatura. Amante de escritores como Jorge Luis Borges, Leopoldo Marechal, Eduardo Mallea, Ezequiel Martínez Estrada y Ernesto Sabato (“Yo estrené en La Botica del ángel el tango de Sabato y Troilo, ‘Alejandra’”), condensa como nadie –y más aún ahora, a los 81– la tradición más canónica y una laxa modernidad, en un conducto probable que la llevó del metafórico sainete de Vacarezza al viejo varieté definido por su adorada María Elena Walsh. El camino es análogo al de Piazzolla saliendo del corazón de la orquesta de Troilo para investigar otros lenguajes, con las distancias del caso. Ya la revolución fue incorporada: el paso del tiempo ensanchó la huella que ella abrió a través de un repertorio de perfil reivindicatorio del lugar y la mirada de la mujer, con compositoras como la Walsh, Carmen Guzmán, Mandy y Eladia Blázquez. Susana Rinaldi siempre fue una intérprete política. Y en ese sentido, la decisión de grabar una gran variedad de discos consagrados a letristas específicos, subrayó su inclinación por la palabra. Hizo obras conceptuales sobre los dos más exquisitos poetas tangueros del Sur, Cátulo Castillo y Homero Manzi, y acaba de grabar un disco sobre temas de Chico Novarro, Conmigo. “Chico es un fuera de serie. Tiene una poética absolutamente porteña, una capacidad de observación maravillosa. Es un notable constructor, musical y poético. Este fue un disco muy especial, que pidió un tratamiento interpretativo especial, no tan enfático. Incluso me involucré, por primera vez, en la mezcla”. Grabado en primera toma junto con el piano de Juan Esteban Cuacci, agregaron después sus partes Juan Pablo Navarro (contrabajo), Mariano Cigna (bandoneón), Pablo Agri (violín), Jorge Pérez Tedesco (chelo) y Mirta Álvarez (guitarra). El álbum opera como una puesta en foco de una poética que en un principio fue cuestionada y que ahora resuena absolutamente maravillosa. Sin tropezar en el surrealismo algo afectado de Ferrer o en el realismo social de Héctor Negro, Chico Novarro despuntó una mirada personal, original y porteña. Su poder de observación alcanza niveles superlativos en temas que la voz de Susana sabe desarrollar como melancólicas aguafuertes: “Cordón”, “Cantata a Buenos Aires” y, sobre todo, “Balada del alba”. Solo una voz, otra, supo embellecer los versos de Novarro como la Rinaldi: la de Caracol. 

Agregada cultural de la Embajada de Francia hasta que Mauricio Macri asumió la presidencia (“presenté mi renuncia al instante”) y embajadora de la UNESCO, ostenta una fibra –como una red– que la salva del anquilosamiento de ideas, de los prejuicios en los que cae el renovador más pintado. Tal vez por el influjo de sus hijos –Alfredo y Ligia Piro, cantantes consumados en un ancho territorio donde caben el rock, el jazz, el tango y hasta la canción latinoamericana–, tal vez por un instinto hacia lo no convencional cristalizado bajo el paraguas docente y patriarcal de Cabanellas, o quién sabe por qué, es hasta capaz de sacar un disco de ese invento fugaz que se llamó tango electrónico y salir indemne. Experimentango fue editado por el D-Mode en 2007 y contó con la producción de Alejo Stivel y Guillermo Piccolini, dos agitadores del rock y pop de matriz argentina extrapolados a la Madrid de la apertura pos franquista. En ese disco conviven el fueye de Leopoldo Federico con el bajo de Fernando Lupano. “Es raro ese disco, ¿viste? A mí me encanta”. Con Federico concibió, años después, en 2011, un álbum solo de voz y bandoneón que quedó como el testimonio de la confluencia de dos temperamentos artísticos a priori antagónicos. Fue producido por Alfredo Piro e incluye tres temas con letras de su madre: “Éramos tan jóvenes”, “Un mediodía destino” y una declaración de amor urbano en tiempo de vals: “Y París que vuelve”.

Habla de Bessie Smith y de la importancia de profundizar en las letras que se dicen. Cuenta que su familia simpatizaba con el peronismo, pero que ella no. Interrumpió su estadía europea cuando regresó la democracia en 1983. “Creí en Alfonsín. En él, no en los radicales. Los radicales me parecen timoratos, Alfonsín  tuvo otra estatura. Y nunca me gustó Perón. Perón me pareció un viejo cabrón, un viejo de mierda. Acá la Triple A parece que no figurara en la historia más siniestra, que todo empezó el 24 de marzo... no jodamos ¡Mentira! Estaba López Rega, pero la cabeza era la del Gran Jefe. Poco me duró el regreso en el 83. Volví a Europa. Recién levanté la casa de mi querido Montmartre cuando ganó Néstor Kirchner. A él y a Cristina les debo el retorno definitivo. Yo confiaba que iban a hacer lo que finalmente hicieron. También viví un buen tiempo en Italia. Nunca me gustaron los italianos, pero ahí me reencontré de alguna manera con mi viejo, con todo lo que representó mi viejo en mi vida”. 

¿Qué te queda hacer?

–Millones de cosas. Yo no paro. ¡Es el modo que encontré para no envejecer! Me sigo creando los espacios, porque no me la hacen fácil, eh. Soy una persona que no conviene. Pero asimismo me considero una privilegiada: la gente responde. En esta Argentina no es poco. ¿Viste lo que es el teatro? A la única que le va bien es a Susana Giménez con Sugar’. Así estamos.

¿Y por qué creés que la gente responde?

–Pasé una barrera considerable de edad y tengo la dicha de tener la garganta bien. Las ganas son importantes: mis ganas de seguir cantando se traducen en las ganas del otro de seguir escuchando. Tengo ganas también de dar pelea política. No quiero dejarla de lado. Menos ahora, que nos quieren inculcar miedo. Y yo no lo tengo miedo a nadie. Siempre me preparé para resistir. Yo decía que el día que no me dejen cantar, porque me encierran o porque no me va a ver nadie, me voy a una plaza, pongo una gorra y canto. El mango para el día seguro lo voy a sacar. Eso le inculqué a mis hijos, eso le inculco a mis nietos. 

Y sigue. Hace cincuenta años actuó en el Teatro San Martín por las tres décadas de la primera orquesta de Aníbal Troilo. Ahí empezó todo, en 1967. “Fue mi debut ante el público de Buenos Aires”. Idéntico homenaje hará en noviembre en el Coliseo: cambian los números, las fechas, no las intenciones. A los 81 Susana Rinaldi continúa abonando la leyenda de la indomable. Tenaz, brava, con una voz de oro. Sabe que es una sobreviviente. Por eso dice, mirando a los ojos, levantándose de la silla, siempre con un tono que alterna ternura y furia: “Me cago en los que piensan que canto bien o mal. Eso es secundario. Lo que me importa es seguir cantando”.

El 11 de noviembre, en el concierto que consagrará a la obra de Aníbal Troilo, seguramente interprete el que es tal vez el mejor tango de la producción de Piazzolla-Ferrer: “El gordo triste”. Aquel tango que refiere a Pichuco, a su aristocracia arrabalera, y que pregunta: ‘¿Quién repite esta raza, esta raza de uno? ¿Pero quién la repite con trabajos y todo?”. Después de atravesar mil batallas, la pregunta le calza perfecto. Una raza, irrepetible, acaba con ella: Susana Rinaldi rompió el molde.