¿A qué gracia responderá ese joven innominado que surge de las entrañas de una montaña de carbón como si estuviera siendo parido por segunda vez en su vida? ¿Alguien sabe cuánto tiempo estuvo oculto en ese barco mercante que acaba de echar anclas en el puerto de Helsinki o qué razones lo obligaron a adoptar el rol de polizonte? ¿Será familiar cercano de aquel niño que unos años atrás se animaba a pisar clandestinamente el suelo de El Havre, en el norte de Francia? ¿Tendrá un pasado ese hombre o será simplemente un número más dentro del ingente ejército de expatriados y refugiados que recorren Europa como un espectro, a pesar de su rotunda presencia física? Como ocurría en su película inmediatamente anterior, El puerto, el finlandés Aki Kaurismaki vuelve a poner de relieve un tema urgente y sin solución a la vista. Nuevamente, y como es usual, el realizador sigue siéndole fiel a un particularísimo estilo cinematográfico, irradiador de un humor seco, impertérrito, “a cara de póker”, que ninguna problemática social o política es capar de horadar y menos aún derribar. En este caso, una inteligente opacidad es la clave para lograr el éxito artístico, un ancla que evita la deriva en el atragantamiento discursivo. “De pronto, en el otoño de 2015, cerca de 30.000 refugiados/inmigrantes llegaron a Finlandia, en el plazo de un par de meses”, afirma Aki Kaurismaki en comunicación vía correo electrónico con Radar. “Lo normal hasta ese momento eran unos mil por año. La historia de El otro lado de la esperanza está basada, por un lado, en las reacciones de los finlandeses y, por el otro, en la respuesta del gobierno. Por supuesto, en el film asistimos a la tragedia individual del protagonista, que acaba de escapar de su país natal, Siria. Hice que la sopa fuera un poco más suave agregándole un viejo relato cómico de un viajante, un vendedor de camisas finlandés”. Apenas unas horas después de bajar subrepticiamente de la embarcación que lo depositó sano y salvo en ese remoto y frío país, Khaled –el nombre del hombre bañado en carbón, que sin dudas tiene un pasado– hace lo que cualquier otro inmigrante ilegal difícilmente haría: se da una ducha en el baño de una estación de trenes, se pone ropa limpia, le deja una moneda a un cantante callejero y, papeles en mano, se acerca a la comisaría más cercana para hacer visible su existencia y pedir asilo político.
El cantante y actor Sakari Kuosmanen es un rostro frecuente en el cine de Kaurismaki, además de colaborador en varias oportunidades de la banda de rock finlandés Leningrad Cowboys, estrellas de una de las famosas trilogías cinematográficas del cineasta. Aquí interpreta a Wikström, el viajante de comercio que dejará de serlo para perseguir uno de sus sueños. La historia lo presenta en sociedad en un día como cualquier otro, acicalándose frente al espejo, abotonando su camisa, ajustando el nudo de la corbata, preparando algunas prendas para el trabajo y… despidiéndose de su esposa por última vez. El espectador todavía no lo sabe, pero Wikström la está abandonando, como abandonará en breve el que fuera su oficio durante décadas, vendiendo todo su stock de camisas blancas, de color, a rayas, escocesas, con lunares y demás texturas y sabores para jugarse a todo o nada en una mesa de póker clandestina. Es el viejo relato cómico que, más adelante, se cruzará y enlazará con la tragedia individual de Khaled, así como el cuento del anciano lustrabotas de El puerto se topaba con el drama de ese chico africano recién llegado a la ciudad europea. “La idea original era realizar una trilogía centrada en ciudades portuarias, pero todo parece indicar que eso se ha ido transformando en una trilogía con personajes refugiados cuyas historias transcurren en ciudades portuarias”, detalla Kaurismaki ante una pregunta que deja abierta la puerta de par en par para otra más. En más de una ocasión reciente, con sesenta años recién cumplidos, el director de Juha, El hombre sin pasado y Nubes pasajeras, quizás el mayor cineasta surgido de tierras finlandesas (y hermano menor del también cineasta Mika Kaurismaki) afirmó estar pensando en su retiro definitivo del cine, contradiciendo de esa manera la posibilidad real de un tercer largometraje que termine de darle forma al tríptico. La respuesta es concisa (como suelen serlo sus réplicas) y misteriosa: “Volveré, probablemente, pero no en el futuro cercano”.
Una comedia mortalmente seria
La travesía de Khaled por centros de refugiados y oficinas gubernamentales es un viaje interminable, casi infinito. Al menos hasta que alguien se digne a darle la buena o la mala nueva: un carnet de residencia, del tipo y extensión temporal que fuere, o la expulsión del territorio de Finlandia. En el camino, el héroe se topa con burócratas de toda clase y es la víctima ideal de un grupo de xenófobos empedernidos, pero también se cruza con seres capaces de demostrar no sólo empatía y solidaridad sino de ofrecerle una mano, corriendo incluso el riesgo de perder el empleo o algo más grave. Mientras tanto, Wikström juega el partido de naipes de su vida, gana una pequeña fortuna y decide invertirla en un restaurante venido a menos que parece detenido en algún momento de la historia a fines de los años 50 o principios de los 60. Y que incluye como parte del combo, mesas, sillas, cocina, copas, platos, un cartel desvencijado y tres empleados que nunca fueron blanqueados como tales. La película es ciento por ciento Aki Kaurismaki: la historia, el tono, las elipsis, los gags sin remate, los decorados, la paleta de colores, las referencias a otras películas y directores, la música en vivo que irrumpe en los momentos más impensados. ¿No tuvo miedo de que la pregnancia del tema de los refugiados absorbiera o devorara el estilo? La respuesta de A.K., nuevamente escueta, tiene la fuerza de la fe cinéfila y una ironía que no oculta la declaración de principios éticos y estéticos: “Ésta es, sin dudas, mi película más ligada directamente a una temática coyuntural. Pero con un poco de ayuda de Ernst Lubitsch creo que logré esconder el realismo detrás de una esquina”. La máxima le cabe como anillo al dedo a El otro lado de la esperanza, pero puede hacerse extensiva a toda la filmografía de Kaurismaki: sentido del humor, ni un gramo de cinismo, la elección de una mirada humana por sobre cualquier otra posible. Durante la conferencia de prensa en el Festival de Berlín, donde el film fue estrenado a nivel mundial en su competencia oficial –y donde obtuvo el Oso de Plata en el palmarés–, el cineasta se describió a sí mismo como alguien “vago”. ¿Podría ampliar el concepto? “Todos los adictos al trabajo somos, en el fondo, muy perezosos. Sólo que logramos esconderlo bien al trabajar constantemente”.
El que comienza a trabajar es Khaled, en el remozado restaurante de Wikström, mientras espera alguna noticia de su hermana, que también logró escapar de los bombardeos de Alepo y con quien perdió contacto en algún momento de su derrotero europeo. Es el tramo más afable de la película y el espectador puede fantasear con la idea de que en cualquier momento Monsieur Hulot aparecerá en la puerta de entrada del local, dará un par de pasos, se inclinará bruscamente hacia adelante y continuará su camino hasta ocupar alguna de las mesas. Resulta imposible no sentir una enorme simpatía por la vida de esa pequeña familia cuyos miembros acaban de conocerse. La llegada de una inesperada inspección municipal permite practicar las artes de la simulación y el camelo, formas pícaras de la supervivencia. Por otro lado, la reconversión de bodegón de puerto a restó de sushi hará que la imaginación culinaria tome el poder, la fugaz escena de la preparación de niguiri de arenque bañado torpemente en wasabi es una auténtica cumbre del humor minimalista. Pero por cada momento ligera o desembozadamente cómico (casi siempre lo primero: el humor en el cine de A.K. no desborda, se filtra a través de las imágenes y sonidos), El otro lado de la esperanza lo contiene y le da sentido a través del dolor escondido en la mirada de Khaled –un hombre íntegro y sincero en una situación extremadamente frágil– y en los modos duros, pero esencialmente honestos, tiernos incluso, de Wikström. La ternura en las películas de Kaurismaki nunca se asemeja a la ñoñez y siempre va de la mano de una cierta dureza. El rostro del actor debutante Sherwan Haji es esencial y nada invisible a los ojos, uno de esos aciertos de casting sin los cuales la película sería otra, muy distinta. “Tuve mucha suerte al encontrar a los dos extranjeros en Finlandia”, detalla el realizador. Se refiere a Haji y a Simon Al-Bazoon, que interpreta a otro refugiado con el cual Khaled entabla rápidamente una profunda amistad. “Los dos tenían experiencia actoral previa, aunque no en el cine. Pero al dirigir no suelo hacer ninguna diferencia entre los primerizos y los profesionales, hombres o mujeres. Simplemente les susurro algo irrelevante para sacudir su balance justo antes de filmar la toma”.
El uno por ciento
Si bien el cine de Aki Kaurismaki no suele ser descripto como “político” en un sentido tradicional –algo que, de alguna manera, es corolario directo de un sentido común no siempre fiable–, lo cierto es que El otro lado de la esperanza es política de una manera más profunda, al describir de manera desesperanzada la situación de decenas de miles de personas en el mundo actual sin declamar ni levantar el dedo acusando a diestra y siniestra. “El gobierno de Finlandia está echando a todo el mundo, a casi todos los inmigrantes. Un 70 por ciento, mínimo”, responde Kaurismaki ante la consulta puntual del estado de situación en su país. “De esa manera, es imposible que el resto logre reunirse con sus familias. Incluso la posibilidad de conseguir o mantener un empleo se transforma en algo complicadísimo. Lo cual es estúpido, ya que Finlandia necesita de esta gente”. Hace seis años, luego del estreno de El puerto, el realizador mantuvo una entrevista con el periódico The Guardian e hizo una serie de declaraciones que resultaron extremadamente polémicas. “No veo otra salida para la humanidad que el terrorismo. Matamos al 1%. La única manera en la cual la humanidad puede salir de esta miseria es matar al 1% que posee todo. El 1% que nos puso en esta posición, en la cual la humanidad no tiene valor. Los ricos. Y los políticos que son títeres de los ricos. Nunca me dedicaría a ser político. La política es corrupta”. Consultado por Radar acerca de esas opiniones y su posible vigencia años más tarde, el realizador aclara que “simplemente estaba jugando con una teoría: que si el 1% más rico del mundo fuera exterminado se lograría rápidamente un balance de ingresos mundiales, ya que nadie querría pertenecer a ese grupo de ricos. Debo hacer sido poco claro en aquel momento para que me interpretaran literalmente”. La última creación de Aki Kaurismaki es nihilista y esperanzada en partes iguales. ¿No hay salida? ¿No hay esperanza? ¿No hay futuro? “Siempre hay esperanza, pero algunas barricadas contra el capitalismo global no harían daño alguno. Por el contrario, serían de bastante ayuda”. La escena final de El otro lado de la esperanza –título ambiguo, del cual se puede hacer más de una lectura– parecería correr en esa misma dirección. Definitivamente, el mundo es un lugar oscuro y violento, pero la esperanza, que en su dosis justa nunca es sonsa, siempre encuentra otra forma, otro lado, por el cual colarse.