Lana Del Rey resultó demasiado fuerte, casi de golpe hace seis años, cuando apareció su primer canción, “Video Games”. Su look de Lolita rica y expresión compungida, los retazos en Súper 8 de jóvenes veraneando, banderas americanas y postales de Hollywood que mostraba el video, todo el conjunto fue más difícil de aprehender que la llegada de Lady Gaga con el rayo de Aladdin Sane tres años antes. Había comenzado la era de las estrellas pop empoderadas, y escuchar a Lana del Rey ponerse a los pies de un chico que juega a la Play –de eso se trata “Video Games”– pareció un retroceso. Por otro lado estaba la revalorización de lo auténtico: las cantantes manufacturadas atrasaban una historia, y Lana, con una imagen tan compuesta y un pasado de canciones grabadas como Lizzy Grant, su verdadero nombre, y quitadas de circulación, dio toda la idea de que ella era un producto. También la biografía que declaraba parecía una exageración para una chica tan arreglada: la de una adolescente alcohólica de pueblo –Lake Placid, en las afueras de Nueva York–, que quería ser poeta, estudió filosofía, trabajó de acompañante de adictos en recuperación, vivió en un trailer en Nueva Jersey y después en Londres, donde compuso la canción que la hizo famosa, a los 25 años.
Lo que puso en evidencia el escepticismo con que se la recibió, además de prejuicios, es la falta de oído para apreciar lo novedoso de la música, ya que no simplemente su gracia y belleza. Y también, de paso, la falta de reflejos para dar cuenta de una historia repetida: se sabe que la honestidad más brutal también es impostura y que hay pura verdad en cada alter ego-artificio de David Bowie. Después de “Video Games” vinieron “Blue Jeans”, donde es incondicional de un chico tipo James Dean que le hace “arder los ojos”, y “Born To Die”, que tiene una base tipo Björk y ella canta con solemnes graves sobre una relación que nació para morir. En contrato con la importante compañía Interscope, filmó un video grandilocuente, vestida de novia con una corona de flores, sentada entre dos tigres en el trono de una catedral vacía, y de shorcito y All Stars para las escenas calientes con el chico tatuado, el mismo de “Blue Jeans”. A principios de 2012, tuvo que defender esa imagen y esas canciones en Saturday Night Live. Se convirtió en la segunda cantante después de Natalie Imbruglia en presentarse ahí sin un disco editado, y algó falló, la voz o los monitores: la performance le salió muy mal. Para los que querían desdeñarla, fue la confirmación de que era una muñeca.
Pero enseguida salió el disco, Born To Die, y empezó a hacer efecto positivo como una droga. Y apareció nuevo y más estimulante material visual. “National Anthem”, oda al lujo y el dinero, arranca con una versión personal del “Happy Birthday, Mr. President”, y Lana ahí interpreta a las dos figuras, Marilyn y Jackie, en pareja legítima y sensual con un JFK negro, el rapero Rackim Mayers, conocido como A$AP Rocky. Como él, hubo quienes, al revés que los cautelosos, supieron captar la magia de Lana Del Rey de inmediato. Entre los famosos, James Franco, Courtney Love o Baz Lurhmann, que quiso su voz para el soundtrack de El Gran Gatsby –grabó para la banda de sonido la majestuosa “Young & Beautiful”–. Después llegó Paradise, la versión deluxe de Born To Die, con casi el doble de temas. Covers de “Chelsea Hotel no. 2” de Leonard Cohen y “Summer Wine” de Lee Hazlewood y Nancy Sinatra. El video es íntimo y lo-fi al estilo “Video Games”, lo contrario al súper producido “Ride”, donde recrea su pasado de vagabunda entre motoqueros ya curtidos (dijo que era autobiográfico cien por cien). De la misma extensión salió Tropico, un corto de tres canciones introducidas por poemas de Whitman, Ginsberg y Mitchum, donde Lana actúa de Eva y María, una stripper y la compañera de un pandillero (el modelo albino Shaun Ross). Con un póster en blanco y negro donde posa con una serpiente, Tropico fue la anticipación de Ultraviolence, el siguiente disco.
Cámara lenta
Ultraviolence salió en 2014 y fue otro desconcierto que terminó encantando. Eran el mismo tipo de canciones de amor en cámara lenta, ahora pasadas por el estudio del rockero Dan Auerbach. Su guitarra le da el tono característico al álbum, más blusero y oscuro, y para algunos lo mejor de Lana Del Rey: su versión más sombría. Ella parece alegre en los videos del disco, entre sus hombres cool, invencibles, impenetrables, al revés de lo que sugieren títulos como “Sad Girl”, “Pretty When You Cry”, y el rescate de la línea “me pegó y lo sentí como un beso” de la canción de 1962 de The Crystals, que ya no canta más (está en la letra de “Ultraviolence). “No voy a decir que es literal, pero sí que estaba acostumbrada a las relaciones difíciles y tumultuosas, y no por mi culpa”, dijo en la entrevista que acaba de darle a Pitchfork.
Cuando llegó Honeymoon en 2015, el mundo se había acostumbrado por completo a que exista Lana Del Rey. A su imagen emblemática y canciones de telenovela moderna, melancólicas y sofisticadas, que se aprecian en quietud, como a un paisaje. El tercer disco es la estabilización de ese estilo comparable con todo y único a la vez. Retoma algo del melodrama de Born to Die y tiene la languidez de Ultraviolence sin el filo de la guitarra de Auerbach. La portada es otra vez a color: ella de anteojos y capelina arriba de una limo turística; dicen que de las que llevan a ver las casas de los famosos en Los Angeles. Los videos vuelven a ser cargados: en “High By The Beach”, de sus melodías más deliciosas, está sola en una casa junto al mar y le dispara a un helicóptero de paparazis con un lanzagranadas. Menos nena y más diva, todavía adicta a la belleza masculina, pero ahora capaz de apreciarla entre mujeres, como sugieren las sirenas del video de “Music To Watch Boys To”.
Rick Nowels, el productor de 57 años con el que trabaja desde Born To Die, habló en el portal colectivo Genius sobre las canciones. Cuenta que Lana llega al estudio –en Santa Monica, frente al mar– con una melodía en la cabeza o una letra en el teléfono, canta a capella, y él busca las notas en el piano o la guitarra siguiendo su tono y humor. Definen los versos y estribillos y arman de cero el puente después del segundo. Un tipo de composición clásica que hace a las canciones más atemporales y gratificantes, dice. Graban el esqueleto y enseguida ella empieza a trabajar en los coros. Después construyen lo que él llama “backing track”, el paisaje de la canción, la parte más experimental del proceso, y extensa, de ser necesario. Se sabe que Lana es perfeccionista y adicta al trabajo. El día antes de entregar el master del nuevo disco, que acaba de salir, lo llamó porque quería grabar algo más. “Change” quedó en penúltimo lugar, una balada de voz y piano que habla de cambiar como algo poderoso que, siente, va a venir.
Vivir su vida
Lust For Life, que podría traducirse como “sed de vida” (es también el título de la canción más famosa de Iggy Pop) ya se definió como el disco de la madurez y apertura de Lana Del Rey. Que esté riendo en la portada –una foto de su hermana Chuck– es una primera impresión elocuente; lo mismo que haya incluido colaboraciones en las canciones. El título del álbum es el primer dueto con su amigo Abel Tesfaye (The Weeknd), por ahora el único varón que la acompaña en un video. Interpretan a una pareja, se dicen “sacate la ropa”, pero el modo en que repiten el “take off”, y que lo hagan desde el cartel de Hollywood, da un efecto más lúdico que sexual. Lo mismo verlos saltar de letra en letra cantando “una sed de vida nos mantiene vivos”. Cuando se lanzan al vacío, caen sobre un campo de flores y la cámara se eleva hasta llegar al espacio, donde las luces de la tierra forman un signo de la paz. Es el hippismo glamoroso que encarna Lana Del Rey desde el principio. Sólo que durante la administración de Obama, combinarlo con algo de patriotismo tenía gracia: ahora eliminó la bandera de su iconografía. “Sería raro poner visuales con la bandera de Estados Unidos en Francia. No era raro en 2013”, dijo en Pitchfork, refiriéndose, claro, a la administración Trump.
Escribió “Dios bendiga a América y a todas sus mujeres hermosas” (“God Bless America And All The Beautiful Women In It) justo antes de la Marcha de las Mujeres en enero pasado. Lo canta de un modo que tiene más de himno que de canción de protesta; pero el origen del tema es la desprotección que empezó a sentir con la presidencia Trump y que la pone en sintonía con la situación de las mujeres hoy, dice. No es algo que se haya percibido en los otros discos, cierta conciencia del otro. Los anteriores son más diario íntimo, poemario personal, con un objeto, un destinatario ideal, un varón-musa que puede ser más o menos fantaseado, pero es siempre una figura romántica que construye para sí, como sueño o recuerdo, no un interpelado directo. En el mundo real, una cantidad de personas que no son ese hombre rudo conectaron con las canciones. Del mismo modo que generó tanta literatura periodística, Lana Del Rey produjo, como los grandes, hordas de fans, algunos obsesivos que han llegado a meterse en su casa –“quieren charlar”, dice ella–. En este disco también parece haber registro de eso, de quién está de verdad del otro lado. La apertura se llama “Love” pero está dirigida, acá sí directamente, a los “kids con su música vintage”. Y en el video unas parejitas salen de road trip a la playa, mientras ella canta en un escenario pequeño, con su vestido de encaje y las margaritas en el pelo de la portada.
Otra declaración en Pitchfork: “Lleva mucho trabajo superar la incomodidad de ser la única persona en un lugar a la que todos reconocen. Últimamente salgo todo el tiempo. Durante años me cuidé de dónde ir, entraba por atrás, pedía que no dijeran que iba a estar. Ahora me relajé y simplemente aparezco. Me siento un poco más yo misma otra vez”. Dice también que cumplió un ciclo con el trabajo introspectivo y está en condiciones de observar el mundo otra vez. “Saqué muchas de esas historias y sentimientos y por primera vez siento que me alcancé en el tiempo real”, le dijo a Stevie Nicks en la revista V. La estrella de Fleetwood Mac la acompaña en “Beautiful People Beautiful Problems”, “Gente bella con problemas bellos”, como no encontrar una playa sin paparazis de la que habla en la taciturna “13 Beaches”. Suena más dulce la otra, la que mira al mundo, como en “Coachella-Woodstock In My Mind”, donde se recuerda viendo un show en el último Coachella mientras Corea del Norte amenazaba con la guerra nuclear.
Es toda ella, cautivante y acaramelada, en “Summer Bummer” y “Groupie Love”, con bases raperas y participación de Rocky y Playboi Carti. Allí otra vez parece estar a merced de un varón hermoso e incontrolable, pero ahora es más fácil ver en eso, que al principio se leyó como sumisión y pasividad, a una voyeur por naturaleza con sus fetiches asumidos: “El día que vi tu Mustang blanco”, repite lento en un estribillo y no cierra ninguna idea, sólo plantea la imagen. El recuerdo y la fantasía del amor también le siguen dando letra, y a esta altura es experta en hacer que frases como “me caigo a pedazos cuando estoy con vos” suenen modernas y nada cursis. Hay algo en ella muy afín al rap, en el sonido y también en la falta de pudor para mostrar su frivolidad. Pero el alma bohemia es bien de los cantantes folk. A las dos ramas se parece en lo prolífica, y como los MCs y los trovadores, está llena de historias para contar. Recién ahora se está desperezando, aflojando la fijación con ella misma. Por primera vez escribió una canción pensando en cantarla con alguien más. Y como nombra a John y Yoko, se la propuso a Sean Lennon. “Tomorrow Never Came”, con protagonismo de guitarra acústica, es uno de los grandes momentos de Lust For Life, que cierra con una canción rítmica y luminosa llamada “Get Free”, donde dice “nunca me había dado cuenta que tenía que decidir/ sobre si jugar el juego de otros o vivir mi vida. Y ahora lo sé”. También dijo que esa canción iba a ser más reveladora y al final decidió guardarse las intimidades. Aunque eso sí, canta, y así termina el disco: “Salgo del negro, entro en el azul”. De la oscuridad a la tristeza. Así es la paleta de esta mujer y su música que suena como el atardecer.