Siempre es difícil saber dónde termina la obra de un escritor. Es el viejo problema de la inclusión de la lista de lavandería en las obras completas: ¿qué pasa cuando un escritor, además de escribir novelas, cuentos o poemas, escribe artículos periodísticos, chistes y guiones, cartas y correos electrónicos, y contesta entrevistas y firma solicitadas? ¿Qué pasa si además dibuja? Es sobre todo un problema editorial, claro, pero también tiene que ver con pensar dónde se detiene la lectura de un escritor amado. Si, además, esas producciones son historietas, la cosa se complica. La identidad personal, ese mito central a la hora de erigir los monumentos que conocidos como “obras”, se resquebraja.
El escritor Mario Levrero parece haber jugado deliberadamente con esas dificultades. Nació como Jorge Mario Varlotta Levrero, sus amigos lo conocían como Jorge, firmó sus novelas y cuentos como Mario Levrero y sus guiones de historieta como Jorge Varlotta: ni siquiera ofreció la tranquilidad de suponer un sujeto que firma la literatura con su nombre y reserva un seudónimo para los “géneros menores”.
Casi todos los libros firmados por Mario Levrero (y también alguno firmado como Jorge Varlotta, pero sin incómodos dibujos adentro) fueron reeditados por una multinacional. Su figura como autor no ha dejado de crecer, especialmente después de su muerte en 2004. Sin embargo, su producción como historietista no había sido re- editada. Un fenómeno similar a lo ocurrido en su momento con las ediciones de obras de Osvaldo Lamborghini o de Copi: la industria editorial no parece entender muy bien cómo manejarse con esos objetos que tienen palabras y dibujos mezclados y que a veces están hechos a dúo. Esa omisión acaba de resolverse: Criatura editora publicó Historietas reunidas de Jorge Varlotta. Se trata de un bello volumen que recopila no sólo las historietas de Levrero que se editaron en revistas y en libros entre fines de los 80 y principios de los 90, sino el hallazgo de más de cien páginas dibujadas por él mismo y rescatadas de sus manuscritos y papeles personales.
La relación de Levrero con la historieta no fue meramente casual o alimenticia. Un recorrido por los reportajes que compiló Elvio Gandolfo en Un silencio menos permite encontrar referencias, a lo largo de toda su vida, a un conjunto de historietas que leyó, sobre todo siendo chico, pero que consideraba una parte básica de su formación. Esos recuerdos dan cuenta, además, de unas ideas muy consistentes sobre el tipo de historieta que le interesaba. Las alusiones más repetidas son a La Pequeña Lulu, El Pato Donald y “las revistas de superhéroes mexicanas” (las revistas de Editorial Novaro que circularon desde los años 60 en toda América Latina): Batman, Superman, El Hombre Araña, Hulk; historietas a la vez muy ligadas a una producción industrial y muy libres de toda veleidad artística o autoral. En 1986, al ser preguntado acerca de qué es lo atractivo de la historieta, contestó: “La libertad de poder jugar con los clichés en lugar de evitarlos. Además, en la literatura uno está completamente solo; en la historieta no”.
Parece claro que las historietas, lejos de ser un episodio más en su accidentada vida laboral –que incluyó su trabajo como librero y el diseño de crucigramas– estuvieron en una zona central de sus intereses. Parece claro, también, que reservaba las historietas, así como su producción humorística, para cierta experimentación con los géneros y los lugares comunes que evitaba en su literatura, a la que siempre ligó a cuestiones relacionadas con la exploración íntima de su psiquis, y aún a desvíos parapsicológicos. Como dice Leo Masliah en uno de los encantadores prólogos que abren el libro: “cuando firmaba Jorge Varlotta (o Lavalleja Bartleby, o Sofanor Rigby, etc.), la dimensión lúdica dejaba de atenerse a un solo repertorio de reglas y se abría a una manipulación más voluntaria y permeable a cualquier tipo de ocurrencias”.
Estas “historietas reunidas” pueden dividirse en dos grandes zonas. Una, la más conocida, incluye dos extensas historietas que escribió para el dibujante Lizán y publicó en Humor, Superhumor y Fierro –y revistas uruguayas como El Dedo– en los años ‘80: Santo Varón y Los profesionales. Faltarían, para completar la colección, los tres capítulos de Confusión en la serie negra que dibujó Sanyú en Fierro.
Santo Varón es un señor que está siempre parado en un espacio público (“en la esquina”, tienta precisar, porque se trata de un espacio que puede imaginarse urbano pero que es neutro, sin fondos ni más indicaciones espaciales que el suelo que pisan los personajes). La historieta se limita a mostrar un sujeto inmóvil en un espacio vacío, que es testigo o víctima de una serie de personajes que llegan hasta él sin que los busque ni los espere. Una vaca que busca el matadero, una mosca con el corazón roto, un enano que vende rifas, un demonio principiante: todos llegan al Santo Varón para pedir indicaciones, para preguntar cuestiones trascendentes, a veces para golpearlo: el humor surge del salto absurdo de los guiones tanto como del timing que aporta Lizan, pero resulta evidente una comprensión de los mecanismos de la tira humorística que Levrero exhibía ya en las tiras que él mismo dibujó.
Hay antecedentes de este tipo de configuración narrativa. Podemos pensar en el Juan y el Preguntón de Broccoli, pero el más célebre es La mujer sentada, de Copi, una historieta en la que también está presente el recurso humorístico y estilístico más definido de esta serie: el silencio. En algún sentido, también, Santo Varón es el último avatar de un modelo típico en el humor gráfico rioplatense: el de esos personajes unidimensionales como Don Fulgencio –que nunca es más que el hombre que no tuvo infancia– o el Dr. Merengue –condenado a ser un Jeckyll barrial– o los niños-tipo de Mafalda. Si los personajes del humor gráfico más clásico se definían por tener un único rasgo de carácter, Santo Varón se caracteriza por no tener ninguno.
Los profesionales ofrece un menú más tradicional: tres gangsters (Mutt, Jeff y “El Boss”) desarrollan una épica del fracaso: como si las películas de James Cagney se hubieran mezclado con las de Buster Keaton. Capítulo a capítulo inventan planes que se derrumban en la minuciosa descripción de sus torpezas. Una vez más, la gracia está sobre todo en el ritmo preciso con que se cuentan esas desventuras: uno de los episodios más cómicos del libro consiste en treinta viñetas dedicadas a los esfuerzos de los personajes por realizar un salto dolorosamente destinado a salir mal.
Según recuerda Lizán en el otro prólogo a la recopilación, las historietas surgieron por el azar de las relaciones y una sensibilidad común que terminó en amistad. Los guiones de Levrero comenzaron como bocetos desprolijos, con textos manuscritos que desbordaban los globos, y la metodología de trabajo fue muy simple. “Jorge me entregaba un boceto, yo lo plasmaba en mi casa y al día siguiente le llevaba a su apartamento de la calle Soriano las cartulinas con las nuevas páginas listas para publicar. De manera invariable, el ritual se disponía así: Jorge se acomodaba tras su escritorio y yo del otro lado. Podía haber circunstanciales visitantes. Empezaba entonces lo que con el correr de los meses se había convertido en ‘el show de Jorge’, en el que un Varlotta lleno de júbilo anticipado se desternillaba de risa ante las desventuras de los personajes. Su cuerpo se agitaba y convulsionaba como consecuencia de las estentóreas y abruptas carcajadas producidas por el desfilar de cuadritos. Pese a que intentaba contenerlas, las lágrimas fluían sobre su rostro cada vez más rubicundo. Algunos temían que le llegase a ocurrir alguna clase de percance coronario. ‘Este tipo...’, exclamaba en medio de fuertes carcajadas; dejaba la frase inconclusa y me señalaba para acusarme. Ni antes ni después jamás vi a nadie reírse así”.
La primera mitad del libro ofrece, en cambio, material literalmente inédito. Dibujos sueltos e historietas realizados entre 1967 y 1979 que, en algún caso, tuvieron una suerte de edición artesanal: ejemplares únicos que circulaban entre los amigos, al parecer, bajo el título genérico de Cuadernos del infierno. Una objeción a realizar a un libro por lo demás muy bien editado es que no haya casi información sobre estos papeles: hubiera sido deseable un tercer prólogo más técnico para contentar a los lectores con obsesiones de archivista.
Lo curioso de estos hallazgos es que son mucho más que “los dibujitos de un escritor”. Levrero era un dibujante amateur, sin dudas, pero también un lector de historietas que había entendido el funcionamiento de ese lenguaje.
El índice es variado. De los elefantes y sus aconteceres ofrece dibujos crudos, casi infantiles, para una historia triste de elefantes consumidos por una pulsión de muerte. El material que sigue hace visible la influencia del surrealismo en la imaginería de Levrero: El infierno de la vista son dibujos aislados, entre la pornografía y el grotesco, “La nueva lógica” propone una serie de ilustraciones que bien podrían haber sido publicadas en una revista de historietas avant garde en los 70, o en alguna vanguardia un poco demodé hoy. Finalmente, uno de los platos fuerte del libro lo ofrecen Las aventuras del ingeniero Strüdel de 1975 (donde además aparece como un insert a color un pequeño fanzine en el que se han respetado hasta los recortes originales del papel). Aquí es donde con más claridad se ve que Levrero había visto o reinventado muchas innovaciones de la historieta de aquellos años. Juegos con la puesta en página, textos usados como texturas, atención al globo como un objeto material. Es la historieta de dibujo más “profesional”: Levrero no estaba lejos de ser un dibujante de historietas.
Finalmente, El llanero solitario reúne una serie de tiras protagonizadas por un elefante con antifaz que pasa por diversas fantasías ligadas a relatos de los géneros masivos: la tira pasa del western al policial y del melodrama al relato bíblico sin mayores problemas. Como indica Lizan, son tiras que, con un mínimo ajuste gráfico –o un medio en condiciones de publicarlas así– son perfectamente publicables: chistes gráficos que combinan el timing clásico con el desvío de Levrero. De hecho, algunas de esas tiras, reunidas en entregas de dos páginas, se publicaron en los tres números de la revista rosarina Tinta que dirigió Sergio Kern.
Sobre esta tira, que originalmente se iba a llamar Almas en subasta hay un precioso testimonio sobre el método del Levrero historietista, a partir de un reportaje que le realizó Elvio Gandolfo en 1979: “Con el dibujo hubo un proceso parecido al de la literatura. Hacía dibujos y los tiraba, avergonzado. Hasta que una vez comencé a guardarlos, porque me di cuenta de que nunca iba a ser dibujante, y que si insistía en aprender me iba a convertir en algo rígido y que no me iba a interesar en absoluto. Guardar los dibujos que me salen espontáneamente es como resignarme a que eso es lo máximo que puedo alcanzar. Empecé a conservarlos en los Cuadernos del infierno, ediciones personales, de un solo ejemplar, que circulaban entre los amigos. Lo del Llanero surgió con un poco más de trabajo: hago borradores, muchos borradores, hasta conseguir dibujos que no puedo obtener en un primer intento, por la torpeza de la mano”.
Ese atento escritor que “nunca iba a ser dibujante” tiene hoy sus historietas recopiladas en un libro. El destino es siempre sorprendente.