La muerte de Blaquier hizo emerger la versión más descarnada y más violenta del negacionismo. Los avisos fúnebres de La Nación del día siguiente exhibieron un fresco de la punta de la pirámide social, del poder en continuado, y al mismo tiempo, su antigua y perennne predilección por las soluciones finales cuando están en juego sus monedas.
Trescientas personas secuestradas y torturadas, y 33 desapariciones. El terrorismo de Estado le despejó el ingenio de molestias al finado. Vivió sin ser molestado. Fue siniestro y amoral también en otras etapas de su vida. Pero nunca nadie lo rozó. Tuvo algunos dolores de cabeza cuando este país era una avanzada mundial en la sanción penal a un genocidio, pero siempre supo que arriba de todo, en la pirámide judicial, iba a encontrar la solidaridad de clase.
Y así fue. Lo dejaron envejecer tranquilo y privaron de justicia a trescientas familias y a todos nosotros. Eso es el poder. El del dinero y el apellido, que durante todas estas décadas fue más pronunciado asociado al Museo de Bellas Artes que a la Noche del Apagón y sus 33 asesinatos.
Los que firmaron su obituario ensalzándolo por sus virtudes de empresario, lo que dijeron es que Blaquier es un modelo a seguir, un maestro, eligieron palabras reverenciales. Eso no puede provenir más que del negacionismo.
Pero no es un negacionismo que se limite a negar. Como todos. Más que negar, los negacionismos afirman. Nadie que niegue a esta altura que en este país se secuestró, se torturó en campos clandestinos, nadie que niegue que se tiraron decenas de personas todavía vivas al río, o que se robaron sistemáticamente a los bebés que nacían de las detenidas que después mataban, nadie que niegue que la práctica de la desaparición fue un plus de perversión que hasta entonces era desconocido, nadie que niegue el martirio y el trauma de las decenas de miles de familias que nunca pudieron identificar mucho después los huesos de sus seres queridos, niega nada. Porque la verdad se sabe y es una y es cosa juzgada con todas las garantías del debido proceso.
Los que niegan todo eso no niegan; están afirmando que aprueban todo ese infierno porque nunca, nunca en la historia, un poder dominante se ha detenido por escrúpulos ni por honor. Tiene el honor de la mafia. No delatarse.
Todos los obituarios de Blaquier justifican el genocidio, no mencionándolo, editándolo de la biografía del muerto insigne en el linaje de Caín. Nunca admitieron ni lo harán que fueron gestores y cómplices de una tragedia de lesa humanidad, esto es, de algo tan aberrante que se sale de lo humano para ser monstruoso. Ellos se siguen exhibiendo como superiores porque se sienten superiores, porque ser crueles los hace sentir mejor, porque la impunidad los estimula, porque que Blaquier haya muerto impune los autoafirma.
El 24 habrá una plaza llena, ojalá que increíblemente llena. Que la respuesta a estas provocaciones y la ola de liberaciones y beneficios a condenados a cadena perpetua sea un nuevo voto colectivo por el Nunca Más. Esto no es Argentina 1985. Es Argentina 2023. Un año en el que viejos fantasmas del horror vuelven a circular por el mundo, y aquí el mismo dispositivo de poder que provocó el golpe del 76 está listo para un nuevo zarpazo.
Y después, a la Corte. Porque fue esta Corte la que salvó a Blaquier de la cárcel. Por omisión. Porque esta Corte fue siempre la garante de que el falso ilustre mereciera un obituario regio en La Nación. Porque esta Corte es la que abre la puerta a los beneficios bochornosos a los condenados, como las “salidas recreativas” a Sánchez Zinny, o la libertad de Fotea, el de la patota de la Santa Cruz. Porque es esta Corte la que institucionalmente está quemando el Nunca Más.