Eran tiempos en los que estaban de moda los perros pekineses. Mi anhelo de tener un ovejero alemán se estrellaba contra la realidad del departamento de pasillo que habitaba. Rodeada de libros, colecciones de lapiceras, encendedores y acompañada por su anaranjada gata Zoe, mi hermana parecía adaptarse sin problemas a su habitación de pequeñas dimensiones. Defensora de los felinos, nunca supe si era real su odio hacia los perros o si eran fichas de su juego preferido, hacerme enojar. Sostenía que cualidades como la inteligencia, sensualidad y el amor a la libertad eran excluyentes de los gatos y no dudaba en catalogar a los canes como traidores a su raza, obsecuentes y oligarcas. Cansada de escuchar mis quejas por la falta de espacio y mi deseo constante de tener una casa amplia, llena de árboles con animales, en una oportunidad explotó en palabras: "Nene, no la podés cortar? Si esos son los frutos de tu enanismo onírico, ya los vas a conseguir, es cuestión de tiempo. Las utopías, los sueños colectivos inconclusos, las revoluciones, son los que te van a mantener despierto". Siempre tuve un as en la manga para usarlo a traición, como quien pega un golpe bajo o ejecuta una jugada antirreglamentaria con el inconfesable propósito de suspender un partido desigual. Aquella tarde lo volví a usar. "Mirá que sos rara, eh? Al final mamá tiene razón, vos quedaste rayada por tanta lectura. Los libros te quemaron la cabeza, nena".
Cada vez que fingía olvidarme de mis tareas domésticas programadas, solía repetirme: "Saber sirve para comprender. Los ignorantes no tienen culpa alguna. Los necios, toda". Se fue de la casa al cumplir los dieciocho años. Me dejó dos regalos antes de su partida. Un ejemplar macho de la raza pekinés. "Entiendo que no te guste, pero a medida que conozcas su historia, empezarás a quererlo. Se llama Mao y ladra en chino", junto a un tomo de Mafalda con un espiral dibujado en la contratapa a modo de firma. Debajo de la fecha, un mensaje: "La única forma de crecer es siempre desde adentro hacia afuera". Contrariamente a lo que pensaba, la vivienda se achicó más con su ausencia. Al cabo de una semana comencé a echar de menos nuestras peleas. Tuve la suerte de conocer a mi nueva maestra, quien me ayudó a llenar un poco aquel vacío. Encontraba un fuerte parecido en lo que decía, no daba clase, más bien era ella quien se entregaba en cada jornada. La señorita Sara representaba a un nuevo sistema de educación provincial, una nueva experiencia de adaptación al ingreso a la secundaria, denominado Enseñanza Intermedia. Me enseñó que más allá de cualquier sistema educativo, educar no es una función para cobardes. Como cualquier otra manifestación artística, su ejecución depende en gran parte del hacedor. Escuché de su boca palabras por primera vez en una docente: feminista, tercermundista, cipayos, fueron luces a seguir en mi camino espiralado. Se declaraba enemiga de las frases hechas y de las definiciones, decía que definir era ponerle fin a alguna cosa, prefería los puntos suspensivos, dejaba para la muerte el final de los finales. Sostenía que las palabras se habían inventado para ser usadas, "lo que no se habla hoy, se gritará mañana".
La invitaron a abandonar la escuela, pero al igual que mi hermana, sembró valores antes del exilio. Hoy disfruto de la sombra que me regalan los árboles, de la compañía de mis ovejeros, del canto de los pájaros y del refugio que me brinda la casa en donde descanso. Entendí con el tiempo, la tristeza oculta de quienes comprendían en aquel momento, la inutilidad de comprender la ambición desmedida de los necios. Aprendí que ando de paso, sólo me siento dueño de mi latido y de mis sueños. Me dediqué a bucear almas humanas. No me molesta nadar en las superficiales, más siempre me enamoro de aquellas profundas, a las que les sobra lugar para anidar sueños colectivos inconclusos, campos de estrellas, cielos de agua, ríos de sensibilidad. Dichas almas no precisan lujos ni grandes estructuras para establecerse. Pueden resistir perfectamente en sótanos, cárceles o en diminutos departamentos de pasillo en los que, a primera vista, sólo parece haber espacio para una yunta de perros pekineses.