Ironizar y desconcertar podrían ser dos virtudes asociadas a su figura y a su literatura. El gesto blindado, a simple vista brusco, y el modo en que las cejas encuadraban unos ojos que interrogaban y aguijoneaban, sin perder la compostura ni su refinamiento, pronto se desdibujaban cuando Jorge Edwards, fallecido este viernes, sonreía y conversaba con sus interlocutores. La sonrisa suavizaba las facciones del escritor, crítico literario y diplomático chileno, Premio Cervantes 1999, sin perder esa dureza paroxística que trasmitía.
El autor de Persona non grata -una suerte de ajuste de cuentas con la revolución cubana que lo expulsó de La Habana, donde se desempeñaba como encargado de negocios en la embajada de Chile, por sus críticas contra el régimen y el tratamiento hacia los intelectuales disidentes- fue uno de los grandes memorialistas de la literatura latinoamericana. “Mi proyecto siempre ha consistido en tratar de pensar por mi cuenta, fuera de los intereses partidarios, y no descarto que el proyecto pueda ser anticuado. ¿Reaccionario? No sé. A lo mejor. A lo peor”, confesaba en una entrevista con Página/12. Edwards, integrante de la Generación Literaria del 50, murió en Madrid a los 91 años, en su casa del barrio de Salamanca.
Como prosista exquisito y riguroso en el arte de la palabra sentía una fascinación especial por el “enigma del trabajo de los poetas”. Edwards, que nació en Santiago de Chile el 29 de julio de 1931, adoraba a los excéntricos, una especie en extinción en estos tiempos. En el Santiago de su juventud, en los años ‘50, andaban sueltos un puñado de excéntricos entre los que se destacaba un primo hermano de su padre, Joaquín Edwards Bello, que pertenecía a una de las familias más influyentes del país y se declaraba socialista y ateo.
Ese prócer de las letras chilenas, cuya imagen reproducen bustos y estatuas en todo Santiago, armó un revuelo descomunal cuando en 1910 publicó su primera novela, El inútil, en la que narraba una historia de amor bastante escandalosa para la época porque rápidamente los lectores de entonces identificaron a los personajes de carne y hueso que se escondían detrás de la ficción. La oveja negra de la familia fue un jugador empedernido que frecuentaba el hipódromo, un escritor incorrecto y antiacadémico que se suicidó poco antes de cumplir los 81 años. Aunque tuvo poco contacto con ese tío, acumuló cartas de ese pariente sobre el que escribiría, muchos años después, la novela El inútil de la familia.
El joven Edwards estudiaba Derecho en la Universidad de Chile en 1952 cuando publicó su primer libro, El patio, un volumen de cuentos. La novela llegaría más de una década después, cuando en 1965 salió El peso de la noche. Entonces alternaba la escritura y su trabajo diplomático como Primer Secretario en París (1962-1967), Consejero en Lima (1970), encargado de Negocios en La Habana (1970-1971) y ministro Consejero en París (1971-1973). Entre 1994 y 1997 fue embajador ante la Unesco en París, ciudad a la que regresó como embajador durante el gobierno de Sebastián Piñera en 2010.
Nunca le gustaron los “escritores sufrientes”, como él llamaba a los que modificaban una frase durante tres horas y al final del día sólo habían escrito tres frases. “Si escribiera así, me aburriría profundamente y cambiaría de profesión”, reconoció en otra entrevista con este diario cuando vino a Buenos Aires para presentar el extraordinario La muerte de Montaigne, un libro inclasificable, a caballo entre la ficción conjetural, la novela, la memoria y el ensayo sobre el antidogmático escritor y filósofo francés del siglo XVI. “Yo tengo una manera de escribir mucho más rápida, prefiero conseguir un ritmo de escritura y una atmósfera. Después de una primera versión rápida, corrijo lento. Esta manera de trabajar me hace preservar algo que para mí es fundamental en la escritura: el tono, el ritmo, hasta lo que se podría llamar la respiración. Si escribiera minuciosa y lentamente, viendo el diccionario a cada segundo, a lo mejor me resultaría un texto sin vida. Yo prefiero algunos errores gramaticales o de lenguaje a un texto rígido”, explicaba el escritor chileno que fue amigo de Pablo Neruda, a quien dedicó Adiós poeta: Pablo Neruda y su tiempo y Oh, maligna, libro donde sigue los pasos del joven Neruda hasta Rangún, en la antigua Birmania, adonde el poeta llegó para ocupar el cargo de cónsul honorario de Chile en 1927.
Hay una zona de la literatura de Edwards con El inútil de la familia, El origen del mundo y La casa Dostoievsky, inspirada en la vida del poeta chileno Enrique Lihn, en la que abundan los narradores flexibles y bromistas, inscriptos en un linaje narrativo vinculado con la escritura “muy juguetona” que tenía Montaigne. Del escritor francés le interesaba, entre otras cuestiones, que cuando examinaba un tema y no llegaba a una conclusión clara prefería abstenerse. Además de adorar la escritura “chispeante” de Montaigne, le gustaban los filósofos que “escriben como escritores”, como Descartes, Nietzsche y Kierkegaard.
“La ironía es una manera de reírse de uno mismo”, decía el escritor chileno que después del golpe de Estado de Augusto Pinochet se exilió en España, donde trabajó para la editorial Seix Barral. Publicó sus memorias en dos tomos: Los círculos morados y Esclavos de la consigna. El tercer volumen quedó inconcluso. Contra la corriente y las modas, Edwards escribió una literatura en la que buscó transmitir la experiencia de los demás.