“Creo que es un genio. Siempre lo pensé.” Eso es lo que dijo Steven Spielberg cuando le mencioné a John Cassavetes.
El año: 1982. En dos semanas, Spielberg iba a estrenar ET. Nuestra entrevista había derivado hacia el tema de las influencias. Spielberg nombró a Capra, a Curtiz y a Lean, apellidos que cualquiera más o menos versado en cine habría dado por obvios. Sus mejores películas, sin embargo, tienen actuaciones de una tensión urgente, de un realismo áspero que uno difícilmente asociaría con el Hollywood clásico. Mi alusión a Cassavetes era, en ese sentido, sólo un tiro a ciegas, pero Spielberg se iluminó al escuchar su nombre, y me contó una anécdota que reiteraba algunos rasgos de Cassavetes que yo ya había oído antes: la generosidad, el compromiso, su naturaleza imprevisible.
“Cassavetes fue una de las primeras personas que conocí en Hollywood, una de las primeras que me dirigió la palabra y me prestó atención. Nos conocimos cuando yo andaba husmeando por los estudios Universal, viendo cómo se filmaban algunos programas de televisión. Él estaba trabajando en un episodio del Chrysler Theatre, dirigido por Robert Ellis Miller. Me llevó a un costado y me preguntó: ‘¿Qué querés hacer?’. A lo que yo respondí: ‘Quiero ser director’. Entonces me dijo: ‘Perfecto, después de cada toma me vas a decir qué hice mal, me vas a dar indicaciones’. De modo que ahí estaba yo, a mis dieciocho años, con una compañía de actores profesionales en los estudios Universal, durante el rodaje de un episodio de TV, y toma tras toma John pasaba por al lado de sus compañeros, del director, me venía a ver y me preguntaba: ‘¿Y?, ¿qué te pareció? ¿Cómo lo puedo mejorar? ¿Hay algo que esté haciendo mal?’. Y yo le decía: ‘No, señor Cassavetes, acá no que me da mucha vergüenza. Señor Cassavetes, no me lo pregunte delante de todo el mundo. ¿No podemos ir a charlar más lejos?’.
“Y después, durante un par de semanas, me dejó trabajar como asistente de producción en Faces. Así que pude verlo en acción, mientras filmaba su película. Y descubrí que él estaba mucho más interesado en la historia y en los actores que en la cámara. Tenía devoción por el elenco. Los trataba como si fueran parte de su familia. Así que yo, creo, entré en esta industria con el pie derecho, porque había aprendido de Cassavetes cómo manejarme con los actores”.
Le dije entonces a Spielberg: “Pasa algo muy gracioso con Cassavetes. Cuando lo conocí... ¿viste que es una persona baja? Pero uno nunca lo nota del todo, por el modo en que agacha la cabeza, como si te estuviera mirando desde arriba, como si fuera un tipo altísimo. Inclina la cabeza, alza la vista y te quema con los ojos”.
Se rio con la imitación. “Es exacto, te sale muy bien. Qué curioso que lo menciones, porque siempre pensé que una buena manera de ser director de cine consistía en dar vueltas entre los actores, como hacía John, prometerles cualquier cosa pero ofrecerles calidad, y mirar intensamente al elenco, al equipo técnico, mirarlos muy circunspecto, a través de las cejas, con la nariz apuntando al piso”.
Ahora, en 2006, mientras escribo esto, a diecisiete años de su muerte, Cassavetes es un héroe del cine, un ídolo absoluto, y se lo considera el “fundador” del movimiento cinematográfico independiente de los Estados Unidos. Existe un premio anual con su nombre para la mejor película independiente rodada con un presupuesto inferior a quinientos mil dólares. E incluso su rostro apareció en una estampilla. Pero en 1982, cuando Spielberg me contó esa anécdota, la prensa especializada y la academia lo trataban con bastante desdén. Si les gustaba alguno de sus trabajos, algo que sucedía muy de vez en cuando, en general elogiaban las actuaciones y no tanto la película, como si el film funcionara a pesar de John. Había conseguido un éxito masivo en 1980 con Gloria, producida por un gran estudio, sin embargo él más tarde aseguró que no le gustaba. Pero su película previa, Opening Night (1978), una producción independiente, considerada hoy una obra maestra, recibió muy malas críticas y bajó de cartel rápidamente. The Killing of a Chinese Bookie (1976), que no recibió el beneplácito ni del público ni de la prensa, estuvo muy poco tiempo en pantalla, y sólo en Nueva York y Los Ángeles. Tampoco su último film, Love Streams (1984), encontró muchos aliados en Estados Unidos.
Cassavetes rara vez admitía su desencanto o su amargura, pero en los primeros años del video hogareño le sugerí que al menos ahora sus películas iban a poder conseguirse en casete. Me miró con furia y negó con la cabeza: “Si no fueron a vernos al cine, que se vayan a cagar”.
Eso era antes. Ahora hay un culto a Cassavetes. Su familia editó en dvd las cinco películas que produjo, entre ellas sus mejores obras, menos Husbands y Love Streams. Sus films provocan en el público el mismo desasosiego de siempre, pero muchos admiten que las técnicas de Cassavetes ocupan un lugar central en el vocabulario del cine contemporáneo.
Cassavetes estrenó su primera película, Shadows, en 1959. En filmes previos no existe nada ni remotamente parecido, en términos de trabajo de cámara o ritmo escénico, a lo que se ve en Shadows. En sus últimos segundos de metraje podía leerse: “La película que acaban de ver fue una improvisación”. Los críticos estadounidenses no entendieron bien a qué se refería, y dieron por hecho que “improvisación” aludía a un proceso de una libertad absoluta en el que valía cualquier cosa. Pero para Cassavetes esa palabra significaba lo mismo que en el jazz: un todo con una estructura cuidadosamente concebida pero ejecutado con libertad. Y, como los críticos malinterpretaron esa noción, nunca reconocieron ni valoraron las intenciones de John. Pero su siguiente obra relevante, Faces (1968), sí tenía un guion (que recibió, incluso, una nominación al Oscar). Faces dejó bien en claro que el trabajo de cámara, los diálogos y las actuaciones se ajustaban minuciosamente a las intenciones de Cassavetes.
Y esas intenciones eran tan únicas y singulares como las técnicas que creó para poder expresarlas. Las criaturas de Ingmar Bergman pueden o no reconciliarse con Dios, con el Vacío o como se lo quiera llamar. Las de Fellini pueden o no reconciliarse consigo mismas. Y los personajes de John Ford, Howard Hawks y Steven Spielberg se vinculan entre ellos como parte de una historia más amplia que los incluye. Pero la gente en las películas de Cassavetes debe reconciliarse –o fracasar en esa empresa– entre sí. No hay una historia mayor, nada que los contenga. Son sólo personas ordinarias que quedan cara a cara en habitaciones comunes y corrientes. John no admitía otras premisas. Dos personas, capaces o incapaces de mirarse a los ojos, esa era su prueba suprema para evaluarlo todo: actitudes, códigos, moral, política, psicología o creencias. Y para escenificar esa prueba reformuló el vocabulario del cine.
El trabajo de John Cassavetes es el arte de lo impredecible, porque él sentía que en la vida uno nunca sabe lo que va a suceder a continuación. El suyo es el arte de la inquietud, de lo irresuelto; él no veía certeza alguna en la vida cotidiana, ni tampoco soluciones o resoluciones que no terminaran en jaque a la luz de las incertidumbres del futuro. Inventó una forma cinematográfica para expresar y encarnar esa visión. El arte de Cassavetes está hecho de ritmos irregulares, de primeros planos abarrotados. Sus diálogos están hechos de frases truncas, de lugares comunes, exabruptos, ensoñaciones y parlamentos superpuestos, jalonados por largos silencios –momentos en los que un personaje mira a otro suplicando descaradamente que lo acepte sin el prerrequisito del entendimiento–. Visualmente, John Cassavetes erradica la certeza del punto de vista de la cámara –y destruye así, también, la certeza del espectador–. Otros directores nos brindan, a través de la ubicación de sus cámaras, un espacio definido donde enmarcar una historia. Pero con Cassavetes el punto de vista de la cámara es el de un chico ansioso, o el de un extraño: nunca sabe exactamente dónde ponerse ni qué está viendo, y el encuadre suele ser siempre algo difuso y mutable. Su mirada no busca verlo todo, sino sólo un fragmento, percibido en un momento determinado. Esto teje un lazo desasosegante con el espectador, que experimenta la misma zozobra que los personajes en la película. Es así que se perfora esa frontera inviolable que en general confiere la pantalla, creando un efecto de inmediatez similar al que se da en el teatro. Cassavetes construye un vínculo intencional entre espectadores y personajes, casi como si estuvieran en una misma habitación. Crea una inquietud compartida. Como pasa en las “escenas” de la vida real, nadie sabe lo que va a pasar a continuación; del mismo modo, uno nunca sabe cuánto puede durar una escena de Cassavetes. Tal vez se interrumpa abruptamente o tal vez se extienda más allá de lo tolerable, como sucede con nuestras horas privadas.
Que las innovaciones de Cassavetes resultaron un punto de quiebre para la evolución del cine no es algo difícil de demostrar. Alcanza con algunos ejemplos para darse cuenta. Pensemos en las películas de Stanley Kubrick anteriores a Shadows (Casta de malditos, La patrulla infernal), y después en el trabajo de cámara y las actuaciones de Dr. Strangelove (1964), su obra maestra posterior a Shadows. Kubrick fue el primer director importante de Estados Unidos en incorporar, a su estilo personal, las innovaciones de Cassavetes.
Pensemos en Mean Streets (1973), de Scorsese, a la luz de Shadows. El propio Scorsese escribió al respecto: “Shadows fue la película que más me impactó”. La película de Scorsese tiene un enorme valor intrínseco, desde luego, y sus temas no podrían ser más distintos que los de Cassavetes, pero está claro que absorbió el cine de John de manera intencional y absoluta: a tal punto que, por momentos, Mean Streets parece una suerte de remake, una Shadows violenta. Pensemos en Shadows o en Faces y luego en M.A.S.H. (1970) o en Nashville (1975), de Altman, siempre con el dato en mente de que estas dos últimas llegaron a convertirse en el modelo para muchas comedias contemporáneas. La búsqueda de Robert Altman es satírica –algo que a Cassavetes no le interesaba en absoluto–, pero ansiaba también un estilo anti Hollywood para filmar comedias, algo que encontró, y adaptó a su propia idiosincrasia, en la obra precursora de Cassavetes. Pensemos en Minnie and Moskowitz (1971), de Cassavetes, y en Annie Hall (1977), de Woody Allen. Las intenciones de ambos directores son radicalmente distintas, pero, al igual que Spielberg, Allen domesticó las innovaciones de Cassavetes y fusionó esa urgencia escénica con una cámara omnisciente.
A través de la obra de Scorsese, Altman, Allen y otros tantos, John Cassavetes les enseñó a muchos cineastas qué nuevas dimensiones era capaz de transmitir una película. Hoy su influencia está en todas partes; va de las ensoñaciones húmedas y violentas de Quentin Tarantino a la elegante El jardinero fiel, de Fernando Meirelles.
Todo empezó con un hombre que trabajaba solo, bajo sus propios términos, sin vergüenza, sin temor. Una vez me dijo, hablando sobre la relación entre el público y su arte: “Nos van a dar su atención, con suerte, durante cinco minutos”. John Cassavetes apostó su vida por esa posibilidad ínfima, y amplió para siempre, de manera indeleble, las posibilidades del cine.
Eso que Pablo Picasso dijo sobre sí mismo se podría aplicar también a John Cassavetes:
“Uno lo hace primero, después vienen los otros y lo hacen un poco más lindo”.
La prueba está en la pantalla.
>Un fragmento de Cassavetes dirige
Qué es el amor
Ver a Cassavetes es siempre una sorpresa, porque nunca está exactamente igual a como uno lo dejó. Y menos en estos días: a los cincuenta y tres años, la intensidad de su vida empieza a pasarle factura. Debo ser honesto: la mitad de las veces tiene un aspecto lamentable, como si la piel del rostro hubiera perdido toda vitalidad y sólo sus ojos lo mantuvieran con vida. Nadie más tiene ojos así. Toda virulencia y toda picardía callejera, todo enojo y toda ironía, todo lo que provoca risa o inspira ternura, todo lo angelical o lo demoníaco que hay en su alma, tarde o temprano, en algún momento del día, se nos revela a través de sus ojos. Como cualquier otro hombre, Cassavetes busca protegerse, pero sus ojos no intervienen en ese proceso. Aunque son sumamente francos, uno siente en esos ojos la presencia de un secreto terrible. Terrible para él, quiero decir. Dudo que alguien más –a excepción, tal vez, de Gena Rowlands– sepa de qué se trata ese secreto. Puede que él tampoco sepa. Pero, sea el que fuere, uno siente que ese enigma lo impulsa y que, a través de sus ojos, ese secreto te observa de frente. A mucha gente le resulta muy difícil hablar con John porque hasta su mirada más amable es tan directa que puede incomodar. Cuando Cassavetes te mira, se fija únicamente en la persona que tiene adelante. No le importa tu puesto, tu sueldo, ni tu contrato, no le presta atención a tu prestigio y mucho menos a tu pose. Mira a la persona. Y siempre está interesado. Hasta en sus días más frenéticos, se hace un rato para charlar dos palabras con cualquiera. Si Cassavetes no demostrara un interés así, genuino, sería muy complejo para un interlocutor cohibido tolerar esos ojos. De hecho, considerando lo volátil que puede ser, si John no respetara profundamente a los seres humanos por su mera condición de seres humanos sería... bueno, alguien difícil de tratar.
Así que hoy llego a las oficinas de preproducción de Love Streams en Cannon, con su atmósfera de bar de barrio, sin saber muy bien qué esperar. Me hacen señas para que entre. Me presentan, rápida y despreocupadamente, al informal equipo de Cassavetes. Mi primera impresión, por ahora algo difusa, es que todos, hombres y mujeres, parecen taxistas neoyorquinos de la vieja guardia. Lo que me hace sentir como en casa, ya que mi padre era taxista en esa ciudad. Cassavetes me ofrece vodka, Coca-Cola y café con la misma bocanada de aire que usa para decir tres o cuatro cosas más. Se los pide a Helen Caldwell, una chica adorable de unos veinticinco años y anteojos enormes. Helen alza una ceja. John alza una ceja más impresionante:
–¿Quién te trajo el café esta mañana? ¿No te lo traje yo?
–Sí, efectivamente. Eso hiciste.
Entonces Caldwell se levanta de su silla y va a buscarme una Coca. (Según el médico, la Coca-Cola no es mucho mejor que el café, así que tampoco debería tomar eso. Pero ya bastante me costó rechazar el vodka. Sobre todo porque John está tomando vodka. Y recién es media tarde.)
Físicamente, John volvió a cambiar. Está más ojeroso, más demacrado, y engordó de una manera rarísima. Cara, brazos, piernas y culo siguen igual de flacos, pero la panza se le infló como un globo. Parece embarazado de tres meses. Un vientre enorme y tenso como el parche de un tambor. Da la impresión de que tuviera la camisa abotonada sobre una pelota de básquet.
Cassavetes es un hombre con un ego inmenso pero con poquísima vanidad. No quiere o no puede bajar la panza, y sin embargo no hace nada para ocultarla (por ejemplo usar camisas más holgadas). Quiere lucirla como parte de la caracterización de su personaje en Love Streams. La panza de Cassavetes va a ser el lastre de Robert Harmon, un símbolo del peso muerto que lo agobia. Cassavetes está a punto de encarnar una descripción cáustica de las flaquezas y las necesidades de los hombres, un retrato de la desesperación y el anhelo, con un final redentor sumamente atípico. Y más allá de teñirse las canas de castaño oscuro, va a utilizar su propio deterioro para personificar la realidad de Robert Harmon.
Nos sentamos con John en su oficina para charlar sobre las posibilidades del libro. Pero Cassavetes casi nunca habla de una sola cosa a la vez, ni siquiera lo hace en un único plano. Lo serio y lo absurdo, lo sagrado y lo profano, lo íntimo y lo impersonal se van entrelazando en el devenir de las frases. Y la amalgama que da cohesión a ese discurso no es un cierto afán narrativo sino la intensidad de su presencia, su estilo.
Me habla del libro: “Todo el mundo se refiere a sus experiencias personales y llama a eso verdad”. Después, del personaje que va a interpretar en Love Streams: “Creo que un hombre está hecho de dos cosas: confusión y orgullo”. Después, de la película: “Nos van a dar su atención, con suerte, durante cinco minutos”. Me gustaría detenerlo para desmenuzar juntos esas oraciones.
La primera es una declaración: todo arte, toda visión, es algo relativo. En la segunda, o bien está despojando a los hombres de cualquier posible nobleza, o bien quiere subrayar lo utópico y hermoso que resulta cuando esas criaturas se elevan y alcanzan algo noble. En la tercera, evaluó y desestimó sus oportunidades con el público: esas pocas oportunidades por las que está dispuesto a jugarse todos sus esfuerzos.
Pero quién sabe, nada es seguro, porque de inmediato pasa a explicarme que es urgente convencer a los productores de que esta película necesita un catering de primera línea. Un equipo de filmación es como un ejército: marcha al ritmo de su estómago: “Todas esas cosas que ellos consideran lujos son en realidad las más baratas”, dice, “comparadas con el costo de un día en que todo sale para la mierda porque la gente no siente que está haciendo una película”.
El diseñador de producción, Phedon Papamichael, llega con muestras de tela y flores artificiales. Primo de Cassavetes, nacido y criado en Grecia, Papamichael trabaja con John desde Faces, y también en dirección de arte y diseño de producción para realizadores como Jules Dassin y Michael Cacoyannis. Es unos años mayor que Cassavetes, cuenta aún más anécdotas y fuma tanto como él. (¿Olvidé mencionar que las oficinas de John están siempre cubiertas de humo?
Yo, que por el momento dejé el vicio, soy una rareza en este sitio.) A diferencia de John, Phedon por lo general es muy preciso a la hora de encender sus cigarrillos, como si tratara de demostrar algo, mientras que Cassavetes puede prender un fósforo mientras habla y acordarse recién cuando se quema los dedos. Phedon sabe siempre dónde dejó los cigarrillos y usa encendedores muy sofisticados, mientras que el constante “¿Alguien tiene un cigarrillo?” de John es casi un chiste recurrente en todos sus rodajes, nunca tiene fósforos y es capaz de olvidarse sus incontables paquetes de Marlboro en cualquier parte. (Ya avanzada la filmación de Love Streams, se va a dejar uno sobre el tablero de mi auto, y va a quedar ahí intacto hasta el próximo viaje, como esperándolo.)
Cuando quieren, Papamichael y Cassavetes pueden ser los dos sujetos más obstinados del mundo, lo que tal vez explique por qué se tienen tanta paciencia. No les queda otra. Los retazos de tela y las flores artificiales que trae Phedon disparan una discusión tras la cual mucha gente dejaría de hablarse durante largo tiempo, o acaso para siempre. Bufan, gritan, se insultan. Phedon insiste apasionadamente con esa tela y estas flores, pero John quiere esa otra tela y estas otras flores, o tal vez no, tal vez nada de todo eso sirva. A la mierda con las telas y las flores de plástico. Phedon se va dando un portazo, vuelve hecho una furia, discute un rato más. Hasta que John dice, en voz baja:
–Bueno, puede que tengas razón. –Phedon lo mira fijo, sorprendido. John le ofrece una sonrisa taciturna–: Tantas idioteces que dije y puede que tengas razón...
Y el problema queda zanjado. Por hoy.
Poco a poco iré viendo que estas escenas son típicas en las producciones de Cassavetes. John espera que la gente lo confronte y pelee para lograr lo que quiere. Que pelee en serio. La mitad de las veces él termina cediendo. Y disculpándose a su manera: “Tantas idioteces que dije...”.
Después de la discusión, y para sorpresa de este cronista, no quedan tensiones residuales de ningún tipo. Phedon pregunta por la salud de la madre de John. Katherine está internada, pero ya parece sentirse mejor. Cassavetes cuenta una anécdota extravagante. El otro día, mientras él estaba de visita en el hospital, entró una enfermera y le dijo a su madre: “Qué bien, ¿este es tu marido?”. E imita los gestos de su madre: el orgullo y la vergüenza, la timidez con la que evitó los ojos de la enfermera y lo miró a él.
Y entonces, de la nada, quién sabe cómo, pasan a discutir sobre Sócrates. (Me voy a dar cuenta más adelante de que Sócrates es un tema habitual entre ellos.) La pelea empezó tan súbitamente que me perdí el disparador, pero me da la impresión de que lleva unos veinte años. Hasta que Sócrates se evapora tan rápido como se materializó, y otra vez, de la nada, están hablando de amor. Tarde o temprano, si uno charla con Cassavetes, termina hablando de amor. Algo en el so- nido de los teléfonos, o en el afiche de A Woman... que hay sobre el escritorio de Helen Caldwell, o en la discusión sobre Sócrates –que, ahora entiendo, empezó por una referencia a Aristófanes, que a su vez surgió en relación con los elementos cómicos de Love Streams–, algo, en definitiva, muy difícil de precisar pero presente en esa oficina, provocó en John el siguiente pensamiento:
–Y ese fue el mayor descubrimiento que hice en mi vida: que el amor se detiene. Como un reloj. O como cualquier otra cosa. Hasta que le damos cuerda y empieza de nuevo. Porque si se detiene para siempre estamos muertos.
¿Qué amor, el amor de quién? ¿Quién dejó de querer a quién, o a qué? Todas preguntas que no son de mi incumbencia.
–Amor... –dice Phedon, como si estuviera por agregar algo más, pero John lo interrumpe:
–Yo sé qué es el amor.
–No sabés –dice Phedon muy tranquilamente.
–Sabés que sé.
–¿Sabés? A ver...
–El amor... es la habilidad de no saber.