Entre frigoríficos destrozados por la caída desde lo alto de la sima hasta el fondo de la grieta, ahí estaban los cuerpos. Ocho décadas después, el misterio de la familia Sagardía quedaba resuelto. Una mujer, Josefa, embarazada y seis de sus siete hijos. Un crimen macabro que la historia no ha sido capaz de resolver por completo. El bando golpista avanzaba y ganaba la Guerra Civil y cada vecino podía ser un espía rojo, según la paranoia desatada por el fascismo. El pueblo donde todo ocurrió fue Gaztelu (Navarra), territorio atrapado aún en el siglo XIX e inundado de rencillas, envidias y un cristianismo asfixiante. Los cuerpos fueron arrojados donde se desechaba la basura que nadie quería.
Era agosto de 1936 cuando Pedro Sagardía volvía de trabajar el carbón rumbo a su pueblo. Allí, detenido por sus habitantes, fue acusado de espía y se le dijo que su familia había sido invitada a abandonar el pueblo. El hombre nunca más tuvo noticias de su mujer y su prole. Pedro murió a los pocos años sin saber qué había ocurrido, aunque se temía el desenlace. La novela Los años del silencio (editorial Harper Collins) de Álvaro Arbina ficciona los hechos para recuperar la historia de una familia asesinada por sus propios vecinos.
La obra de Arbina transita por la ficción para dibujar escenarios alejados de los clichés. La hostilidad en el mundo rural pese a la República, la fuerza de la religión, el miedo vecinal durante una guerra: "La historia que nos llega siempre es la de las capitales y la vida urbana, pero la vida en el mundo rural y en la España profunda era otra. En Gaztelu se acentuaba aún más, vivía al margen de todo. Allí la guerra ni llegó. El tiempo estaba detenido, todos votaban al Frente Popular. La novela no cuenta la guerra de las trincheras, cuenta la guerra de las casas y cómo afectó a las convivencias", relata el autor.
Once vecinos conspiraron y expulsaron del pueblo a Josefa y seis de sus hijos por motivos que el paso del tiempo ha hecho imposible discernir. Posteriormente, exiliados en una cabaña en el bosque, los asesinos prendieron fuego a la choza. Quienes salieron con vida de las llamas fueron disparados. Los hijos tenían un año y medio, tres, seis, nueve, doce y dieciséis. El único superviviente lo hizo porque andaba con su padre en las carboneras, que no quiso saber más de su pueblo y, tal vez por limpiar el nombre de su familia, tal vez por miedo a volver, se alistó en la División Azul para combatir en Rusia.
Joxemari Esparza, autor de La Sima, investigación clave para desatascar el caso 80 años después, no encuentra realmente una causa obvia para los crímenes: "Había muchas versiones. Hay una razón política obvia porque se dio en tiempos de guerra, a Pedro —el padre de la familia— le acusaron de espía, pero no le mataron por ello. Es cierto que no iban a misa y eso era grave en aquel momento, pero votaron a los partidos tradicionalistas como el resto del pueblo. Además, la madre de Josefa era herbolera, la familia se cuidaba con hierbas..., cosas practicadas en estos pueblos pero que no gustaban al cura. El tema de la lujuria está presente en todo el proceso porque, dicen los que declararon, la mujer era muy hermosa, y ella suscitaba envidia por su belleza", evoca como los posibles motivos que desembocaron en el asesinato.
El cóctel de motivos terminó de explotar con las acusaciones de robo contra la familia, constatadas en las declaraciones judiciales pero insostenibles, según los estudiosos del caso: "Se habló de pequeños robos en las huertas del pueblo, se acusó a los Sagardía, pero es todo muy burdo, porque los robos se mantuvieron después. En esa época se escapaba la gente para cruzar la frontera y pasaban por ahí muchas personas hambrientas", arguye Esparza.
El caso se conoce judicialmente como la Causa 167 y aunque Los años del silencio parte desde la ficción, recoge muchos hechos veraces de aquella historia. Por ejemplo, las declaraciones del juicio son prácticamente literales. Ya recién desaparecida la familia, el marido peleó por un juicio que se topó con el arranque del franquismo, que hizo tabula rasa sobre los crímenes cometidos durante estos años. "Al inicio del régimen, este quería ocultar las represiones. Incluso el sumario se vería amañado por el nuevo sistema judicial", recuerda el autor de Los años del silencio. De todo el pueblo, solo una persona se atrevió a hablar frente al juez: Teodora. "Tuvo problemas y también la quisieron expulsar del pueblo", apunta Arbina.
La historia quedó enterrada e incluso con los años se convirtió en leyenda popular. En esas declaraciones ante el juez, el cura del pueblo —así como los vecinos implicados— mintió deliberadamente sobre lo ocurrido, punto de partida para recrear un personaje intimidatorio y oscuro, forma de personificar qué podía significar un hombre de Dios en un pueblo de los años 30. "Modifiqué el nombre del cura porque las fuentes no dejaban las cosas muy claras: las declaracions del sumario son estremecedoras, son mentiras muy grandes, pero al final me llegó cierta informacion que contradecía todo esto y que había tenido que huir al monte por nacionalista, sostiene Arbina.
"En esa situación, los que tenían algo que ocultar eran los más represores", considera Joxemari Esparza, que también recuerda que el guardia civil implicado en el caso tenía un hermano combatiendo por la II República. "La historia es tan terrible que fui al pueblo a conocer a la gente, un pueblo muy cerrado y euskaldún, me dio pena sacar un tema así tan abruptamente, no se lo esperaban, porque había que hablar de sus abuelos y bisabuelos. Muchos mayores me preguntaban: ¿Qué hicieron nuestros padres?", apunta el historiador.
El valor añadido de la novela, además del ejercicio de memoria que realiza, es el de ser capaz de crear un escenario confuso y multicausal, tal vez la versión más aproximada al relato más verídico. "La realidad es mucho más contradictoria de lo que pensamos. Al mirar al pasado hacemos relatos entendibles, pero la realidad no es así siempre. Contar así la historia vuelve todo mas confuso, pero más realista", confiesa el autor.
"Pero luego fue bonito ver a un pueblo limpiar su historia a pesar de las lágrimas iniciales. Pusieron el esfuerzo para hacer el panteón donde está toda la familia y son ellos los que ponen las flores", recuerda el historiador y promotor de la Plataforma de Defensa del Patrimonio Navarro.
Los huesos fueron rescatados en 2016 y ya descansan en el cementerio de Gaztelu. El pueblo revivió el trauma y selló su herida. Los mismos descendientes de quienes callaron ante los crímenes acudieron al entierro. Los mismos descendientes de los asesinos presentaron sus respetos. Quedó constancia de la reparación.