Entre Carhué y Salinas Grandes, al oeste de la provincia de Buenos Aires, se extiende la región salobre y arenosa donde había establecido su base el cacique Juan Calfucurá durante medio siglo. Sus últimas palabras habían sido “no abandonar Carhué al huinca”. A poco de su muerte vino el terror: la llamada Conquista del Desierto, que diezmó la población indígena y se apropió del territorio. Tras saquear su tumba, Nicolás Levalle fundó la ciudad de Carhué, futuro nudo ferroviario que sería un polo de desarrollo económico y urbano en la zona.
A comienzos del siglo veinte, apenas a tres décadas de la muerte de Calfucurá, se estableció en la región un grupo de personas que venía escapando de otros terrores. Las Centurias Negras, bandas armadas de rusos blancos apoyadas por la policía zarista, arrasaban los barrios judíos del Imperio de Nicolás II produciendo matanzas atroces. La diáspora masiva, facilitada por la Jewish Colonization Association, dio con aquel antiguo territorio indígena en el que se establecieron los pioneros de las colonias que denominaron Barón Hirsch, Montefiore, Philippson, Crémieux, Leven, Barón Guinzburg y Clara. La más importante será la primera, que acabará recibiendo el nombre de uno de los congresales de la Asamblea del Año XIII, un abogado de origen altoperuano, Pedro Ignacio Rivera, que había sido protagonista central de la revolución de Chuquisaca de 1809 con que se inició la emancipación americana, firmante del Acta de Independencia de Tucumán.
La crónica de las dificultades, a veces insalvables, de Rivera, ha sido narrada por Gregorio Verbitsky, hermano del autor de “Villa miseria también es América”, en su libro “Afán de medio siglo”. Escrito durante el gobierno de Perón, al que no ahorra elogios, el libro narra las vicisitudes de los colonos en esa tierra de promisión en la que el clima hostil y la feracidad del suelo reclamaba un fuerte espíritu colectivo, que será la marca distintiva de los riverenses. Según el relato, aunque en la colonia se hablaba ruso e idish y se enseñaba hebreo y castellano, la integración no fue difícil; la segunda generación los encontrará convertidos en gauchos. Al comienzo algunos colonos vivían en zemliankas, unas casas semi-enterradas típicas del clima de la estepa rusa, y en galpones de chapa que mal cubrían de los inviernos gélidos y los veranos abrasadores. En esas condiciones floreció Rivera, que siempre tuvo y aún tiene una vida cultural sumamente activa. Varias publicaciones en idish como Di Pampa, Di Idishe Colonie, o Undzer Vort, son testimonio de los esfuerzos de instituciones como la Sociedad Cooperativa Agrícola, Granjeros Unidos, el Salón Comunal Israelita y sobre todo el Centro Cultural Israelita con su Biblioteca Popular José Ingenieros. Pero por supuesto resalta la imponente sinagoga Barón Hirsch (en la foto), orgullo comunitario de una ciudad que, por otra parte, tuvo a lo largo de su historia una fuerte impronta laica, con fuertes identidades y adscripciones políticas de izquierdas.
Rivera es una ciudad en la que las compañías de teatro representaban a sala llena versiones en idish de Shakespeare, y en la que se realizó un funeral cívico multitudinario a Scholem Aleijem, el gran escritor popular que llevó la literatura y el humor judío a otro nivel. Verbitsky refiere escenas curiosas que permiten comprender el fuerte lazo comunitario de la ciudad. “Cuando llegó el Rosh Hashaná (el año nuevo judío) de 1905, improvisaron una sinagoga en el galpón que uno de los colonos había construido como vivienda provisional. El aspecto de ese templo improvisado no realzaba demasiado la solemnidad del oficio, pero la suplía con creces la unción de los colonos, renovada días más tarde en Iom Kipur. Nunca un Día del Perdón había sido solemnizado con tanto fervor como en ese galpón en medio de la pampa. Y cuando al día siguiente llovió y la lluvia penetró hondamente en la tierra, pudieron creer que sus ruegos habían sido escuchados”. (…) “De la primera época del Centro Cultural es una costumbre peculiar, que atraía cada semana a nutridas concurrencias. Era lo que llamaban, por su nombre en idisch, Kestl-Ovnt. Cada uno escribía en un papel una pregunta cualquiera sobre un tema que podía ser literario, político, artístico o simplemente de actualidad. Se colocaban los papelitos en una caja, luego se sacaban de ella las preguntas, y quienes ejercían la presidencia —o cualquiera del público llegado el caso— las contestaba”. Esas ceremonias, así como las reuniones políticas, podían llegar a durar muchas horas; no era inusual que amaneciera y, con la helada, se cerrara el evento con un baile. “Hay un detalle que nos urge mencionar, quizá seducidos por su vaga analogía con un antecedente glorioso de Eretz Israel: la colonia Barón Hirsch tuvo un improvisado cuerpo de guardias, especie de Hashomer casero que la preservó de merodeadores y ladrones. Los colonos cumplían turnos en ellas, y más de una vez los saqueadores de gallineros, cuatreros menores y otros aprovechados aprendieron en carne propia que los chacareros judíos estaban dispuestos a defender lo suyo. Los rusos pegan fuerte, fue una frase que hizo su camino”.
Hasta aquí podría tratarse de la clásica crónica de un proceso de colonización como el que se dio en Entre Ríos y en otros lugares del continente. Pero en un punto del libro el autor consigna: “Rivera tuvo un cuatrero judío, Shmilekl gaucho, hombre de armas llevar, que en bravos entreveros había afirmado su guapeza; que más de una vez se jugó la vida cobrándose la del adversario, y que murió en su ley, porque llegó el día en que su rival en el cuchillo fue más guapo que él o simplemente lo madrugó, aunque también se habla de una emboscada en la que cayó acribillado. Shmilekl gaucho era una especie de héroe para los chicos de Rivera, que tenían a gran honra acercarse al lugar donde él mateaba o churrasqueaba y recibir su saludo. Y aún lo es para quien recuerda cómo, recién llegado a Rivera de estibador, terminó con la maligna costumbre de reventar alguna bolsa para robarle a su dueño el trigo desparramado. Enfrentó a mano limpia a un matón de a cuchillo, y por lo menos donde él estaba, el inicuo despojo no volvió a repetirse. Después, quizá su propio coraje lo llevó a la azarosa vida en que terminó sus días. Pero fue leal con sus antiguos vecinos”.
Desapercibido por la historia del bandidismo rural, un fenómeno social propio de sociedades en construcción que el historiador Eric Hobsbawn caracterizara como “revuelta primitiva” y Roberto Carri, en su libro sobre Isidro Velázquez, como “forma pre-revolucionaria de la violencia”, de “Schmil Gaucho” apenas quedan un par de testimonios que envuelven su figura con un aura de leyenda. En “El Robin Hood judío de las pampas”, publicado en Nueva Sión el 4 de julio de 1987, Jorge Lipschitz refiere un encuentro durante un viaje en tren a Rivera con una anciana que había conocido al gaucho matrero. Según la testigo, “los habitantes de la región olvidaron el nombre de ese judío rubio y fornido. Era un muchacho joven y fuerte que tenía un hermoso caballo negro, un corcel endiablado más veloz que el viento al que solo él podía montar”. “Samuel era un ladrón de ganado. Pero no un simple cuatrero como los muchos que asolaban la región. Robaba solo a los ricos y repartía entre los pobres el fruto de su trabajo”. La clásica historia del salteador de caminos tenía en Rivera un capítulo impensado. Al parecer, y esto no es menos inusual, “Samuel” estaba al frente de una banda de rusos blancos y él, el único judío, era el jefe. “Entre las normas de su gente había impuesto una que obligaba acatar: estaba terminantemente prohibido robar a los colonos judíos”.
Según la anciana “tenía una voz suave, agradable, y por las noches se le escuchaba tararear viejas melodías judías por los ranchos de la zona. Las muchachas criollas que habían aprendido de Samuel la tonada lo recordaban, melancólicamente, cantando en las noches de luna en las pampas infinitas. Habían hecho de él un adalid, que tenía una mujer y la puerta de un rancho abierta en cada pueblo de la región. La policía no se atrevía a perseguirlo, y sus hombres lo respetaban”. “Pero abrigaban en su fuero interno un odio salvaje hacia él. Lo odiaban porque era judío, y él eso lo sabía”. Al parecer acostumbraba ayudar a las familias recién llegadas que no hablaban la lengua. “Su idish era refinado y denotaba una educación esmerada. En más de una ocasión hubo de ser el décimo hombre para el minián, y demostró saber rezar y hacerlo con extraña unción”. Dato crucial, que enfatiza la rareza del personaje en la medida en que habla de un alma piadosa capaz de formar parte de una de las instancias sagradas prescriptas por la Torá, el rezo entre diez hombres puros que hace presente la divinidad.
Pero, como es el destino de todos los jinetes rebeldes, como los llama Hugo Chumbita, Samuel Gaucho tuvo su fin trágico. “Mientras preparaban un golpe una noche de fogón”, prosigue el testimonio, “uno de sus hombres contó que esa misma tarde había robado una tropilla a un colono judío, que, en vez de defenderse, lloraba preguntándole ¿por qué me has robado? Samuel le ordenó devolver lo robado. El otro se negó. La hoja del facón brilló en la noche. Y mientras los dos hombres se trenzaban en duelo, un lazo silbó en la oscuridad y Schml Gaucho cayó al suelo enlazado, hecho un ovillo, sin dejar de defenderse contra la banda toda que se le tiraba encima con las dagas desenfundadas. Antes de expirar alcanzó a escuchar entre los insultos la palabra judío”. El cuerpo destrozado fue encontrado en medio del campo y enterrado por unos peones. “Durante las noches de luna las muchachas criollas tarareaban melancólicas tonadas hebreas esperando con impaciencia al rubio cuatrero judío, el Robin Hood de las pampas”-concluyó, con lágrimas en los ojos, la mujer".