La tarde del sábado 11 agoniza y el ánimo de Tadeo también. Los hinchas se retiran del José Carmelo Zerriilo en un silencio generalizado, que apenas se corta por una puteada lejana o un murmullo resignado. Gimnasia no ganó. Tuvo la pelota, generó situaciones pero no convirtió. Encima, contra Colón, un rival directo. Porque, para qué mentirse, aunque el campeonato recién empieza, el lobo mira la tabla desde abajo y, con un plantel de pibes, el objetivo es la permanencia. Tadeo camina mirando sus pies, para no encontrarse con esos rostros de preocupación que, supone, se parecen tanto al suyo. Faltan sólo dos fechas para el clásico. Otra derrota tendrá consecuencias anímicas y futbolísticas.

Ya, afuera, caminando hacia 1, encuentra un carnet en el piso. Lo levanta con cuidado, casi con ternura. Prefiere pensar que se le cayó al dueño, porque “nosotros no hacemos eso”. Lo guarda en el bolsillo y sigue.

Lejos de ahí, ese mismo sábado, en el conurbano norte, un periodista cuarentón lucha contra el influjo que ejerce sobre él el libro que acaba de empezar. Tiene mil asuntos más urgentes que atender -del diario, familiares-, pero lo atrapó “La ciudad de las ranas”. Es una ficción histórica, escrita por un colega en la otra punta del arco ideológico, pero muy bien logrado. “Un gorila sólido, como los de antes”, piensa. Se lo devora en dos o tres noches. Días después, le pregunta a su hijo mayor cuando tiene previsto ir a La Plata. “Ni idea”, responde el adolescente y pregunta “por qué”. “Tengo algo para tu abuela. Para que lea o para que le leas, como un buen nieto”. El adolescente sonríe. La vida sigue.

Domingo 19. El calor aflojó apenas un poco. Leopoldo, por mandato familiar futbolero e hincha de Racing, que jugó y ganó el viernes de visitante en un partido nocturno, decide tomarse un tren, un subte y luego otro tren para compartir un rato con su abuela materna. Lleva en su mochila el ejemplar de “La ciudad de las ranas” que le encomendó su padre. Desde el tren, les escribe a sus amigos y compañeros platenses con los que comparte organización política. Si están en la básica, pasará en algún momento, antes o después del almuerzo en familia.

Lo que ve al pisar diagonal 80 lo conmueve. Todo es blanco y azul. Una multitud embanderada con los colores del lobo tomó las calles, va y viene, se saluda, canta, bebe para refrescarse y, de alguna manera, matar las horas vacías que los separan del clásico de la ciudad. Tadeo le devuelve el llamado. “Olvidate de la política por hoy”. La previa es en 7 y 50. El adolescente, un poco apurado, come con su abuela materna, le cuenta del libro que le trae de parte de su viejo y la abraza con ansiedad, todo sin dejar de mirar el reloj. Sale hacia 7 y 50, pensando en que cuando todos entren al estadio, él encarará de vuelta hacia el tren. Si la señal es buena, lo mirará en el teléfono por futbollibre.com.

Tadeo lo saluda, sus amigos también. Salvo a un par, al resto los conoce de la política, fueron juntos al plenario de Avellaneda. El clima le recuerda al que se arma en el tanque de agua, en la plaza cerca del cilindro. “Somos primos”, piensa. “Nos parecemos”. Tadeo se ilumina, mete la mano en el bolsillo trasero del pantalón y extrae el objeto mágico.

El carnet ajeno no es impedimento: Leopoldo entra con la multitud, se hace difícil controlar identidad en semejante kilombo. Se ubican en la popular y el mira la 22, quiere captar cada detalle, sombrillas, banderas, canciones, compara mentalmente con La Guardia Imperial. Tadeo lo palmea. ¿Será este flaco el amuleto que necesitaban? El recibimiento es ensordecedor (“pero no tanto como el nuestro”). La pelota ya rueda, los latidos se aceleran. El partido recién comenzó y ya los embocaron. Otra vez sopa, dice la mirada de Tadeo, que casi le reprocha a su amigo por las expectativas incumplidas.

La 22 grita y empuja. El equipo está hecho de pibes que se criaron en Estancia Chica, que se bañaron con agua fría, que tocaron el cielo con las manos cuando vino Diego y ahora… les queda el recuerdo. Chirola Romero, lo mismo. El adolescente piensa que no está nada mal eso de morir en su ley, con los propios. Compara la remera de Chirola con los trajes de Gago. Su padre odia a Gago. Ahora entiende un poco más sus razones.

Se viene abajo la tribuna con el grito del gol. Pensando en sus cosas, no vio el empate de Lescano. Se da cuenta de que estaba sufriendo, se dice que no es necesario. Intenta mirar objetivamente. Estudiantes, puros pelotazos. Gimnasia, con sus limitaciones a cuestas, intenta jugar. Desborda Barros Schelotto, ese cuya abuela es amiga de su abuela, centro atrás, alguien cae en el área. Empieza la novela, los diálogos con el juez, el VAR, la comedia de los arqueros, los nervios del pateador. Desde Galván contra River, esas novelas le traen malos recuerdos. Cierra los ojos, los entreabre. Tarragona, que alguna vez nos vacunó, le rompe el arco a Andujar. La gente llora, se arrodilla. Adicionan diez. ¿Diez más? Diez para el infarto.

Se cierra una época, una larga sequía. Se pone fin a un dolor que parecía interminable, que tiene un componente político, geográfico y de clase. Se quedan festejando por la zona del Mondongo. Prenden bengalas, que llevaban mucho tiempo guardadas. Destapan cervezas, cantan, revolean trapos. Se sacan fotos con el nuevo talismán. Discuten si hay que hacerlo socio o si tiene que volver a entrar con ese mismo carnet. La cábala, advierte Tadeo, es sólo para los clásicos, nada de malgastarla.

El fútbol es un deporte, un negocio, un hecho cultural y un ámbito de disputa política. Es un hecho social, colectivo, pero compuesto también de la sumatoria de pequeñas acciones individuales, en apariencia inconexas, como prestarle un libro a una ex suegra, encontrarse un carnet, viajar a La Plata el día indicado y colarse en una fiesta.